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domingo, 27 de junio de 2010

Riquete, el del Copete

Había una vez una reina que dio a luz un hijo tan feo y tan contrahecho que mucho se dudó si tendría forma humana. Un hada, que asistió a su nacimiento, aseguró que el niño no dejaría de tener gracia pues sería muy inteligente y agregó que en virtud del don que acababa de concederle, él podría darle tanta inteligencia como la propia a la persona que más quisiera.

Todo esto consoló un poco a la pobre reina que estaba muy afligida por haber echado al mundo un bebé tan feo. Es cierto que este niño, no bien empezó a hablar, decía mil cosas lindas, y había en todos sus actos algo tan espiritual que irradiaba encanto. Olvidaba decir que vino al mundo con un copete de pelo en la cabeza, así es que lo llamaron Riquete-el-del-Copete, pues Riquete era el nombre de familia.

Al cabo de siete u ocho años, la reina de un reino vecino dio a luz dos hijas. La primera que llegó al mundo era más bella que el día; la reina se sintió tan contenta que llegaron a temer que esta inmensa alegría le hiciera mal. Se hallaba presente la misma hada que había asistido al nacimiento del pequeño Riquete-el-del-Copete, y para moderar la alegría de la reina le declaró que esta princesita no tendría inteligencia, que sería tan estúpida como hermosa. Esto mortificó mucho a la reina; pero algunos momentos después tuvo una pena mucho mayor pues la segunda hija que dio a luz resultó extremadamente fea.

—No debéis afligiros, señora, le dijo el hada; vuestra hija, tendrá una compensación: estará dotada de tanta inteligencia que casi no se notará su falta de belleza.
—Dios lo quiera, contestó la reina; pero, ¿no había forma de darle un poco de inteligencia a la mayor que es tan hermosa?
—No tengo ningún poder, señora, en cuanto a la inteligencia, pero puedo todo por el lado de la belleza; y como nada dejaría yo de hacer por vuestra satisfacción, le otorgaré el don de volver hermosa a la persona que le guste.

A medida que las princesas fueron creciendo, sus perfecciones crecieron con ellas y por doquier no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor. Es cierto que también sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se ponía cada día más fea, y la mayor cada vez más estúpida. O no contestaba lo que le preguntaban, o decía una tontería. Era además tan torpe que no habría podido colocar cuatro porcelanas en el borde de una chimenea sin quebrar una, ni beber un vaso de agua sin derramar la mitad en sus vestidos.

Aunque la belleza sea una gran ventaja para una joven, la menor, sin embargo, se destacaba casi siempre sobre su hermana en las reuniones. Al principio, todos se acercaban a la mayor para verla y admirarla, pero muy pronto iban al lado de la más inteligente, para escucharla decir mil cosas ingeniosas; y era motivo de asombro ver que en menos de un cuarto de hora la mayor no tenía ya a nadie a su lado y que todo el mundo estaba rodeando a la menor. La mayor, aunque era bastante tonta, se dio cuenta, y habría dado sin pena toda su belleza por tener la mitad del ingenio de su hermana.

La reina, aunque era muy prudente, no podía a veces dejar de reprocharle su tontera, con lo que esta pobre princesa casi se moría de pena. Un día que se había refugiado en un bosque para desahogar su desgracia, vio acercarse a un hombre bajito, muy feo y de aspecto desagradable, pero ricamente vestido. Era el joven príncipe Riquete-el-del-Copete que, habiéndose enamorado de ella por sus retratos que circulaban profusamente, había partido del reino de su padre para tener el placer de verla y de hablar con ella.

Encantado de encontrarla así, completamente sola, la abordó con todo el respeto y cortesía imaginables.

Habiendo observado, luego de decirle las amabilidades de rigor, que ella estaba bastante melancólica, él le dijo:

— No comprendo, señora, cómo una persona tan bella como vos, podéis estar tan triste como parecéis; pues, aunque pueda vanagloriarme de haber visto una infinidad de personas hermosas, debo decir que jamás he visto a alguien cuya belleza se acerque a la vuestra.

— Vos lo decís complacido, señor, contestó la princesa, y no siguió hablando.
— La belleza, replicó Riquete-el-del-Copete, es una ventaja tan grande que compensa todo lo demás; y cuando se tiene, no veo que haya nada capaz de afligirnos.
— Preferiría, dijo la princesa, ser tan fea como vos y tener inteligencia, que tener tanta belleza como yo y ser tan estúpida como soy.
— Nada hay, señora, que denote más inteligencia que creer que no se tiene, y es de la naturaleza misma de este bien que mientras más se tiene, menos se cree tener.
— No sé nada de eso, dijo la princesa, pero sí sé que soy muy tonta, y de ahí viene esta pena que me mata.
— Si es sólo eso lo que os aflige, puedo fácilmente poner fin a vuestro dolor.
—¿Y cómo lo haréis? dijo la princesa.
—Tengo el poder, señora, dijo Riquete-el-del-Copete, de otorgar cuanta inteligencia es posible a la persona que más llegue a amar, y como sois vos, señora, esa persona, de vos dependerá que tengáis tanto ingenio como se puede tener, si consentís en casaros conmigo.

La princesa quedó atónita y no contestó nada.

—Veo, dijo Riquete-el-del-Copete, que esta proposición os causa pena, y no me extraña; pero os doy un año entero para decidiros.

La princesa tenía tan poca inteligencia, y a la vez tantos deseos de tenerla, que se imaginó que el término del año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición que se le hacía.

Tan pronto como prometiera a Riquete-el-del-Copete que se casaría con él dentro de un año exactamente, se sintió como otra persona; le resultó increíblemente fácil decir todo lo que quería y decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde ese mismo instante inició con Riquete-el-del-Copete una conversación graciosa y sostenida, en que se lució tanto que Riquete-el-del-Copete pensó que le había dado más inteligencia de la que había reservado para sí mismo.

Cuando ella regresó al palacio, en la corte no sabían qué pensar de este cambio tan repentino y extraordinario, ya que por todas las sandeces que se le habían oído anteriormente, se le escuchaban ahora otras tantas cosas sensatas y sumamente ingeniosas. Toda la corte se alegró a más no poder; sólo la menor no estaba muy contenta pues, no teniendo ya sobre su hermana la ventaja de la inteligencia, a su lado no parecía ahora más que un bicho desagradable. El rey tomaba en cuenta sus opiniones y aun a veces celebraba el consejo en sus aposentos.

Habiéndose difundido la noticia de este cambio, todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos se esforzaban por hacerse amar, y casi todos la pidieron en matrimonio; pero ella encontraba que ninguno tenía inteligencia suficiente y los escuchaba a todos sin comprometerse. Sin embargo, se presentó un pretendiente tan poderoso, tan rico, tan genial y tan apuesto que no pudo refrenar una inclinación hacia él. Al notarlo, su padre le dijo que ella sería dueña de elegir a su esposo y no tenía más que declararse. Pero como mientras más inteligencia se tiene más cuesta tomar una resolución definitiva en esta materia, ella luego de agradecer a su padre, le pidió un tiempo para reflexionar.

Fue casualmente a pasear por el mismo bosque donde había encontrado a Riquete-el-del-Copete, a fin de meditar con tranquilidad sobre lo que haría. Mientras se paseaba, hundida en sus pensamientos, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de gente que va y viene y está en actividad. Escuchando con atención, oyó que alguien decía: "Tráeme esa marmita"; otro: "Dame esa caldera"; y el otro: "Echa leña a ese fuego". En ese momento la tierra se abrió, y pudo ver, bajo sus pies, una especie de enorme cocina llena de cocineros, pinches y toda clase de servidores como para preparar un magnífico festín. Salió de allí un grupo de unos veinte encargados de las carnes que fueron a instalarse en un camino del bosque alrededor de un largo mesón quienes, tocino en mano y cola de zorro en la oreja, se pusieron a trabajar rítmicamente al son de una armoniosa canción.

La princesa, asombrada ante tal espectáculo, les preguntó para quién estaban trabajando.

—Es, contestó el que parecía el jefe, para el príncipe Riquete-el-del-Copete, cuyas bodas se celebrarán mañana.

La princesa, más asombrada aún, y recordando de pronto que ese día se cumplía un año en que había prometido casarse con el príncipe Riquete-el-del-Copete, casi se cayó de espaldas. No lo recordaba porque, cuando hizo tal promesa, era estúpida, y al recibir la inteligencia que el príncipe le diera, había olvidado todas sus tonterías.

No había alcanzado a caminar treinta pasos continuando su paseo, cuando Riquete-el-del-Copete se presentó ante ella, elegante, magnífico, como un príncipe que se va a casar.

— Aquí me veis, señora, dijo él, puntual para cumplir con mi palabra, y no dudo que vos estéis aquí para cumplir con la vuestra y, al concederme vuestra mano, hacerme el más feliz de los hombres,
— Os confieso francamente, respondió la princesa, que aún no he tomado una resolución al respecto, y no creo que jamás pueda tomarla en, el sentido que vos deseáis.
— Me sorprendéis, señora, le dijo Riquete-el-del-Copete.
— Pues eso creo -replicó la princesa- y seguramente si tuviera que habérmelas con un patán, un hombre sin finura, estaría harto confundida. Una princesa no tiene más que una palabra, me diría él, y os casaréis conmigo puesto que así lo prometisteis. Pero como el que está hablando conmigo es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura que atenderá razones. Vos sabéis que cuando yo era sólo una tonta, no pude resolverme a aceptaros como esposo; ¿cómo queréis que teniendo la lucidez que vos me habéis otorgado, que me ha hecho aún más exigente respecto a las personas, tome hoy una resolución que no pude tomar en aquella época? Si pensábais casaros conmigo de todos modos, habéis hecho mal en quitarme mi simpleza y permitirme ver más claro que antes.

— Puesto que un hombre sin genio, respondió Riquete-el-del-Copete, estaría en su derecho, según acabáis de decir, al reprocharos vuestra falta de palabra, ¿por qué queréis, señora que no haga uno de él yo también, en algo que significa toda la dicha de mi vida? ¿Es acaso razonable que las personas dotadas de inteligencia estén en peor condición que los que no la tienen? ¿Podéis pretenderlo, vos que tenéis tanta y que tanto deseásteis tenerla? Pero vamos a los hechos, por favor. ¿Aparte de mi fealdad, hay alguna cosa en mí que os desagrade? ¿Os disgusta mi origen, mi carácter, mis modales?

— De ningún modo, -contestó la princesa- me agrada en vos todo lo que acabáis de decir.
— Si es así, -replicó Riquete-el-del-Copete- seré feliz, ya que vos podéis hacer de mí el más atrayente de los hombres.
— ¿Cómo puedo hacerlo? -le dijo la princesa.
— Ello es posible, -contestó Riquete-el-del-Copete- si me amáis lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dudéis, señora, habéis de saber que la misma hada que al nacer yo, me otorgó el don de hacer inteligente a la persona que yo quisiera, os hizo a vos el don de darle belleza al hombre que habréis de amar si quisiérais concederle tal favor.
— Si es así, -dijo la princesa- deseo con toda mi alma que os convirtáis en el príncipe más hermoso y más atractivo del mundo; y os hago este don en la medida en que soy capaz.

Apenas la princesa hubo pronunciado estas palabras, Riquete-el-del-Copete pareció antes sus ojos el hombre más hermoso, más apuesto y más agradable que jamás hubiera visto. Algunos aseguran que no fue el hechizo del hada, sino el amor lo que operó esta metamorfosis.

Dicen que la princesa, habiendo reflexionado sobre la perseverancia de su enamorado, sobre su discreción y todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, ya no vio la deformidad de su cuerpo, ni la fealdad de su rostro, que su joroba ya no le pareció sino la postura de un hombre que se da importancia, y su cojera -tan notoria hasta entonces a los ojos de ella- la veía ahora como un ademán, que sus ojos bizcos le parecían aún más penetrantes, en cuya alteración veía ella el signo de un violento exceso de amor y, por último, que su gruesa nariz enrojecida tenía algo de heroico y marcial.

Como quiera que fuese, la princesa le prometió en el acto que se casaría con él, siempre que obtuviera el consentimiento del rey su padre.

El rey, sabiendo que su hija sentía gran estimación por Riquete-el-del-Copete, a quien, por lo demás, él consideraba un príncipe muy inteligente y muy sabio, lo recibió complacido como yerno.

Al día siguiente mismo se celebraron las bodas, tal como Riquete-el-del-Copete lo tenía previsto y de acuerdo a las órdenes que había impartido con mucha anticipación.

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miércoles, 23 de junio de 2010

Hansel y Gretel

Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.

Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

-No llores, querida hermanita -decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta- dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

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sábado, 19 de junio de 2010

Las Princesas Bailarinas

Había un rey que tenía doce hermosas hijas. Dormían todas en doce camas en una habitación y cuando se acostaban, las puertas eran cerradas con candado. Aún así, cada mañana sus zapatillas aparecían bastante gastadas como si se hubieran usado para bailar toda la noche. Nadie podía descubrir como pasó, o donde habían estado las princesas.

Así que el rey hizo saber a todo el reino que si alguien conseguía descubrir el secreto y averiguar donde habían estado las princesas bailando por la noche, podría elegir a la que más le gustara como su esposa, y sería rey después de su muerte. Pero cualquiera que lo intentara sin éxito, después de tres días y noches, sería condenado a muerte.

Al poco tiempo llegó el hijo de un rey. Fue bien recibido, y por la noche fue llevado a la habitación contigua a la que las princesas estaban acostadas en sus doce camas. Allí estaba para sentarse y observar donde iban a bailar, y para que nada ocurriera sin que él lo escuchara, dejó la puerta de su habitación entreabierta.

Pero el hijo del rey pronto se durmió; y cuando se despertó por la mañana encontró que las princesas habían estado todas bailando, ya que las suelas de sus zapatos estaban llenas de agujeros.
Lo mismo ocurrió la segunda y a tercera noche por lo que el rey ordenó que le cortaran la cabeza.

Después de él, llegaron unos cuantos más, pero todos corrieron la misma suerte y perdieron la vida de la misma manera.

Ocurrió que cierto joven soldado, enamorado de la menor de las princesas, pasó por el lugar y pensó ofrecerse. Estaba en el bosque, meditando, cuando vio llegar a una ancianita. Iba cargada con un haz de leña y parecía tan fatigad y débil que el muchacho se apiadó.

- Sentaos un rato, buena mujer, y tomad mi merienda.
- Eres muy bondadoso, soldado, y te veo preocupado -dijo ella.
- Su majestad desea que averigüe el misterio que rodea a los zapatitos de las princesas, pero si no triunfo, perderé la vida -dijo el soldado.
- Puede que las princesitas sean muy destrozonas. Y ahora, soldado, gracias por tu merienda y hasta la vista.

El soldado se ofreció para llevar su carga. Viéndole tan compasivo, la viejecita díjole agradecida:

- Quiero ayudarte y voy a decirte qué debes hacer.

El soldado se maravilló. ¿Habría tropezado con un hada buena, en las que hasta entonces no había creído?

- ¡Me gustaría tanto triunfar y poder casarme con Lucinda, que es la princesa más deliciosa que se puede soñar!

- Bueno, -dijo la anciana- ten cuidado de no beber nada del vino que una de las princesas te llevará por la noche; y tan pronto como te deje, finge que te has dormido rápido.

Después le dio una capa, y dijo: ‘En cuanto te la pongas encima te harás invisible, y así serás capaz de seguir a las princesas donde quiera que vayan.’

Cuando el soldado oyó este buen consejo, decidió probar suerte, así que fue al rey y le dijo que estaba dispuesto a ocuparse de la tarea.

Fue igualmente bien recibido como lo habían sido los anteriores y el rey ordenó que le entregaran finas ropas reales; y cuando se hizo de noche fue conducido a la habitación exterior.

Justo cuando estaba a punto de acostarse, la mayor de las princesas le trajo una copa de vino, pero el soldado desconfió de la amabilidad de la princesa.

- ¿Qué tendrá este vino? -pensó, y se llevó la copa a los labios fingiendo beber. En un descuido de ella, arrojó el vino a un jarrón . Después se acostó él mismo en su cama, y en un ratito empezó a roncar muy fuerte como si se hubiera dormido rápido.

Cuando las princesas le oyeron se rieron a carcajadas; y la mayor dijo:

- ¡Este chico debería haber hecho algo más sabio que perder su vida de esta manera! ¡Vamos hermanas, he engañado al soldado, que no despertará hasta el amanecer!

Se levantaron todas y abrieron sus cajones y cajas, y sacaron sus mejores ropas, y se vistieron frente al espejo, y saltaron ansiosas por empezar a bailar.

Pero la más joven dijo:

- No sé por qué, pero mientras vosotras estáis tan contentas yo me siento muy inquieta; estoy segura de que alguna desgracia nos va a acontecer.
- ¡Qué inocente! -dijo la mayor. - Siempre tienes miedo, ¿has olvidado cuántos príncipes nos han vigilado ya en vano? Y este soldado, incluso si no le hubiera dado el brebaje para dormirse, se habría dormido lo bastante profundo.

Cuando estaban todas preparadas, fueron a ver al soldado; pero seguía roncando, y ni una mano ni pie movía; así que pensaron que estaban a salvo.
Después la mayor subió a su cama y aplaudió, y la cama se hundió en el suelo y una trampilla se abrió de golpe. El soldado las vio bajarse por la trampilla una detrás de otra, la mayor liderando el camino; y pensando que no tenía tiempo que perder, se levantó de un salto, se puso la capa que le había dado la anciana, y las siguió.

Sin embargo, en medio de las escaleras, pisó el vestido de la princesa más joven, y ésta les gritó a sus hermanas:
- Algo no va bien; alguien me ha agarrado del vestido.
-¡Criatura tonta! -dijo la mayor. - ¡Sólo es un clavo de la pared!

Bajaron todas y en el fondo se encontraron en una arboleda de lo más encantadora; y las hojas eran todas de plata, y brillaban y relucían hermosamente. El soldado deseó llevarse alguna prueba del lugar; así que partió una pequeña rama, la cual hizo un fuerte ruido.

Entonces la hija más joven dijo otra vez:
- Estoy segura de que algo no va bien. ¿No habéis oído ese ruido? Eso nunca había ocurrido antes.
Pero la mayor dijo: - Es sólo nuestros príncipes que están alegres de que estemos en camino.

Llegaron a otra arboleda, donde todas las hojas eran de oro; y después a una tercera, donde todas las hojas eran diamantes brillantes. Y el soldado rompió una rama de cada una; y cada vez se oía un fuerte ruido, lo que hacía a la hermana pequeña temblar de miedo. Pero la mayor volvía a decir que sólo eran los príncipes, que estaban gritando de alegría.

Siguieron hasta que llegaron a un gran lago; y en la orilla del lago había doce pequeñas barcas con doce apuestos príncipes que parecían estar allí esperando a las princesas. Cada una de las princesas se subió a una barca, y el soldado se metió en la misma que la pequeña.

Mientras remaban por el lago, el príncipe que estaba en la barca con la princesa pequeña y el soldado, dijo:

- No sé por qué, pero pese a que estoy remando con todas mis fuerzas no avanzamos tan rápido como de costumbre, y estoy bastante cansado; el barco parece muy pesado hoy.
- Es sólo el caluroso tiempo. -dijo la princesa. - Yo también tengo mucho calor.

Del otro lado del lago se levantaba un magnífico castillo iluminado del cual provenía una alegre música de cuernos y trompetas. Todos desembarcaron allí, y entraron al castillo, y cada príncipe bailó con su princesa, y el soldado, que aún era invisible, bailó con ellos también.

Bailaron hasta casi el amanecer, y entonces todas sus zapatillas estaban gastadas, por lo que estuvieron forzadas a irse. Los príncipes remaron de vuelta otra vez por el lago (pero esta vez el soldado se situó en la barca con la princesa mayor); y en la orilla opuesta se despidieron unos de otros, prometiendo las princesas volver otra vez la siguiente noche.

Cuando llegaron a las escaleras, el soldado adelantó a las princesas y se acostó. Y cuando las doce hermanas cansadas subieron despacio, le oyeron roncando en su cama y dijeron ‘Estamos a salvo’. Después se desvistieron, se quitaron sus elegantes trajes y las zapatillas y se fueron a la cama.

Por la mañana el soldado no dijo nada de lo ocurrido, pero estaba determinado a ver más de esta extraña aventura, y fue otra vez la segunda y la tercera noche. Todo ocurrió igual que antes: las princesas bailaban hasta que sus zapatillas se gastaban y quedaban hechas pedazos y después se volvían a casa.

Tan pronto como llegó el momento en que debía revelar el secreto, fue llevado ante el rey con las tres ramas, y las doce princesas se quedaron escuchando detrás de la puerta para oír lo que él iba a decir.

- ¿Has descubiert por qué las princesas me están arruinando día a día a fuerza de comprar zapatitos? -El rey le preguntó.
- Sí, majestad. A las princesas les gusta bailar con doce príncipes en un castillo subterráneo. Bailan desde que sale la luna hasta que aparece el sol. Entonces le contó al rey todo lo que había sucedido y le mostró las tres ramas que se había traído.

El rey llamó a las princesas, y les preguntó si lo que había dicho el soldado era verdad y cuando vieron que habían sido descubiertas, y que no valía la pena negar lo que había ocurrido,lo confesaron todo.

El rey tuvo que conformarse con las aficiones de sus hijas, y Lucinda se casó con el soldado. Para celebrarlo sus hermanas bailaron aún más, y hasta el rey se contagió y también se puso a bailar.

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martes, 15 de junio de 2010

El Cuervo y la Zorra

Erase en cierta ocasión un cuervo, el de más negro plumaje, que habitaba en el bosque y que tenía cierta fama de vanidoso.

Ante su vista se extendían campos, sembrados y jardines llenos de florecillas... Y una preciosa casita blanca, a través de cuyas abiertas ventanas se veía al ama de la casa preparando la comida del día.
-¡Un queso!- murmuró el cuervo, y sintió que el pico se le hacía agua.

El ama de la casa, pensando que así el queso se mantendría más fresco, colocó el plato con su contenido cerca de la abierta ventana.

-¡Qué queso tan sabroso! -volvió a suspirar el cuervo, imaginando que se lo apropiaba.

Voló el ladronzuelo hasta la ventana, y tomando el queso en el pico, se fue muy contento a saborearlo sobre las ramas de un árbol.

Todo esto que acabamos de referir había sido visto también por una astuta zorra, que llevaba bastante tiempo sin comer.

En estas circunstancias vio la zorra llegar ufano al cuervo a la más alta rama del árbol.

-Ay, si yo pudiera a mi vez robar a ese ladrón!
-Buenos días, señor cuervo.

El cuervo callaba. Miró hacia abajo y contempló a la zorra, amable y sonriente.
-Tenga usted buenos días -repitió aquella, comenzando a adularle de esta manera. - Vaya, ¡que está usted bien elegante con tan bello plumaje!

El cuervo, que, como ya sabemos era vanidoso, siguió callado, pero contento al escuchar tales elogios.
-Sí, sí -prosiguió la zorra. - Es lo que siempre digo. No hay entre todas las aves quien tenga la gallardía y belleza del señor cuervo.

El ave, sobre su rama, se esponjaba lleno de satisfacción. Y en su fuero interno estaba convencido de que todo cuanto decía el animal que estaba a sus pies era verdad. Pues, ¿acaso había otro plumaje más lindo que el suyo?

Desde abajo volvió a sonar, con acento muy suave y engañoso, la voz de aquella astuta zorra:
- Bello es usted, a fe mía, y de porte majestuoso. Como que si su voz es tan hermosa como deslumbrante es su cuerpo, creo que no habrá entre todas las aves del mundo quien se le pueda igualar en perfección.

Al oír aquel discurso tan dulce y halagüeño, quiso demostrar el cuervo a la zorra su armonía de voz y la calidad de su canto, para que se convenciera de que el gorjeo no le iba en zaga a su plumaje.

Llevado de su vanidad, quiso cantar.

Abrió su negro pico y comenzó a graznar, sin acordarse de que así dejaba caer el queso. ¡Qué más deseaba la astuta zorra! Se apresuró a coger entre sus dientes el suculento bocado. Y entre bocado y bocado dijo burlonamente a la engañada ave:

-Señor bobo, ya que sin otro alimento que las adulaciones y lisonjas os habéis quedado tan hinchado y repleto, podéis ahora hacer la digestión de tanta adulación, en tanto que yo me encargo de digerir este queso.

Nuestro cuervo hubo de comprender, aunque tarde, que nunca debió admitir aquellas falsas alabanzas.

Desde entonces apreció en el justo punto su valía, y ya nunca más se dejó seducir por elogios inmerecidos. Y cuando, en alguna ocasión, escuchaba a algún adulador, huía de él, porque, acordándose de la zorra, sabía que todos los que halagan a quien no tiene méritos, lo hacen esperando lucrarse a costa del que linsonjean. Y el cuervo escarmentó de esta forma para siempre.

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viernes, 11 de junio de 2010

El Loro Pelado

Había una vez una banda de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: "¡Buen día. lorito!..." "¡Rica la papa!..." "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.

Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.
Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o'clock tea.

Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:
-"¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!..."-y volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.

Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz.
-¿Qué será?-se dijo el loro-. "¡Rica, papa!..." ¿Qué será eso?... "¡Buen día, Pedrito!..."

El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.

-¡Buen día, tigre!-le dijo-. "¡La pata, Pedrito!..."
Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene le respondió:
-¡Bu-en-día!
-¡Buen día, tigre! -repitió el loro-. "¡Rica papa!... ¡rica papa!... ¡rica papa!..."

Y decía tantas veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.
-¡Rico té con leche!-le dijo-. "¡Buen día, Pedrito!..." ¿Quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?

Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:
-¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sordo!

El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.

-¡Rica papa, en casa! -repitió, gritando cuanto podía.
-¡Más cer-ca! ¡No oi-go! -respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó un poco más y dijo:
-¡Rico té con leche!
-¡Más cer-ca toda-vía! -repitió el tigre.

El pobre loro se acercó aun más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.
-¡Tomá! -rugió el tigre. Andá a tomar té con leche...

El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor; con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.

Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:
- ¿Dónde estará Pedrito? -decían. Y llamaban: ¡Pedrito! ¡Rica papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a llorar.

Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.

Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.

Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

-¡Pedrito, lorito! -le decían. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!

Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que había pasado: un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada cuento cantando:
-¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.

El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al Tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.

Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.

Entonces el loro se puso a gritar:
-¡Lindo día!... ¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con leche?...

El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:
-¡Acer-ca-te más! ¡Soy sor-do!
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
-¡Rico, pan con leche! ... ¡ESTA AL PIE DE ESTE ÁRBOL !

Al oír estas últimas palabras, el tigre, lanzó un rugido y se levantó de un salto.
-¿Con quién estás hablando? -bramó. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?
-¡A nadie, a nadie! -gritó el loro. "¡Buen día, Pedrito! ... ¡La pata, lorito! ... "
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.
Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
-¡Rica papa! ... " ¡ATENCIÓN!
-¡Más cer-ca aun! -rugió el tigre, agachándose para saltar.
-¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO VA A SALTAR!

Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.

Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado, ¡y bien vengado! del feísimo animal que le había sacado las plumas!
El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.

Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.

Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

-¡Rica papa!... -le decía. ¿Querés té con leche? ¡La papa para el tigre!...
Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.

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lunes, 7 de junio de 2010

La Rosa

Antes de emprender largo viaje, el rey de un lejano país preguntó a sus tres hijas:

- ¿Qué queréis que os traiga a mi vuelta, como regalo?
- Yo, un collar de esmeraldas -dijo la mayor.
- Un collar de rubíes -dijo la segunda.

Y la tercera, preferida del rey, pidió:
- Sólo una rosa, padre y señor.

Para complacer a sus hijas, el rey fue al País de las Esmeraldas, y su barco se vio en medio de una horrible tempestad. Pero venció la tempestad y adquirió el collar.

Después se trasladó al País de los Rubíes. Atravesó montañas altísimas y pudo comprar el collar.

Dejó la rosa para último lugar, por miedo a que se fuera a marchitar. Cerca ya de los límites del reino, envió a un paje de la escolta en busca de la flor.

- Llamad en aquel castillo. No dejarán de tener rosas y os darán.

Cuando el paje llamó a la puerta del castillo, llovía torrencialmente. El hombre que apareció en el umbral no pudo ocultar su malhumor:

- ¿Por qué tenéis que venir a fastidiar a estas horas, jovenzuelo? ¡Largo, marchaos de aquí!
- Perdonad, señor, pero vengo buscando una rosa para la hija del rey.
- ¿Una rosa? A fe que sois insensato. ¿No sabéis que en esta estación, y con el tiempo que tenemos, no las hay en la región?
- ¡Oh, va a sentirse muy apenado el rey!

Antes de volverse a la cama, el dueño del castillo aconsejó al paje:
- Seguid el camino del más alto de los montes, donde hay un jardín mágico lleno de rosas tan hermosas como no podéis soñar.
- Gracias, señor -dijo el paje. Y regresó a dar cuenta a su rey.
- Entonces, vayamos a ese lejano monte de las rosas -ordenó Su Majestad.

Largo fue el camino; pero cuando se vieron en aquel campo de rosas de ensueño, la satisfacción fue general.

El rey cortó la más hermosa y, cuando ya se iban a marchar, un extraño monstruo apareció ante el rey. Era un hombre, pero con la terrible cabeza de un león.

- ¿Qué osadía es ésta? -indignóse el hombre-león. Soy el señor de estos lugares y nadie puede llevarse mis rosas.
- Lo lamento, pero es el regalo que debo llevar a mi hija menor, explicó el rey.
- Llévale la rosa, pero con una condición: me enviarás a la primera persona que veas al llegar a tu casa.
- Concedido -prometió el rey.

Y resultó que, precisamente, la menor de sus hijas, ansisosa de verle, se adelantó a recibirle:
- ¡Qué hermosa rosa, padre y señor!
- ¡Hija mía, qué habéis hecho! -gimió el rey.

Tuvo que relatar a la joven lo sucedido, pero ella lo tranquilizó enseguida.
- No temáis; me pondré muy bonita e iré a suplicar al león. Veréis como pronto me permite volver.

Llamando a sus doncellas, la princesita les pidió su vestido de hilos de oro y su manto de seda de India. Trenzaron sus cabellos con perlas y entonces la princesa partió.

- Hasta pronto, querido padre, y no temáis.

Nada más despedirse del rey, tomó la dirección de aquel monte alto, alto y lejano, lejano.
Grande fue su temor al tener frente a ella al temido hombre-león.

- Bienvenida a mi casa, hermosa princesa.
- Gracias señor hombre-león.
- Siento que hayáis llegado al anochecer, alteza. Pasad y descansad.

Al día siguiente, la joven halló junto a las rosas a un apuesto príncipe.

- ¿Quién sois? -le preguntó ella.
- El señor de este reino -replicó él.

La princesa ya no volvió a acordarse del hombre-león. Ambos jóvenes se prendaron uno de otro, se casaron y eran felices.
Una noche que oyó rugir en el jardín, la princesa salió, tropezando con el hombre-león.

- ¿Cómo estáis aquí?
- Soy vuestro esposo. Estoy aquí encantado y por la noche me transformo en lo que ahora veis.

Mucho se afligió la princesa, aunque enseguida preguntó:
- ¿Qué puedo hacer para libraros de vuestro terrible encantamiento?
- Hay una caña que crece a orillas del Mar Rojo. Si la pudiérais traer... Pero debes ir sola.

La princesa, que amaba mucho a su esposo, emprendió el largo viaje sola y a pie. Pasó frío y calor, hambre y soledad. Algunos caravaneros, compadecidos, la llevaron en sus camellos. Así llegó hasta donde la caña crecía, y entonces emprendió el regreso.

Halló al hombre-león dormido, le dio tres veces con la caña y el encanto cesó, con lo que siempre fueron felices.

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viernes, 4 de junio de 2010

La Rana Encantada


Erase que se era una princesa tan hermosa que causaba admiración. Debido precisamente a su belleza y a lo mucho que el rey la mimaba, tan preciosa criatura se había vuelto insolente y caprichosa.

Si se le antojaba un rayo de luna, como si se trataba de un rayo de sol, los caballeros de la corte veíanse obligados a ir en su busca.

A la princesa le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bola de oro macizo con el sello real. En los días calurosos, le gustaba sentarse a la orilla del estanque para jugar con ella. Cierto día, su linda bola de oro fue a parar al agua. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver el fondo.

- ¡Ay, mi bolita! La he perdido -se lamentó la princesa. ¡Que alguien me la traiga! -ordenó.

De repente, la princesa escuchó una voz.

- ¿Qué te pasa, hermosa niña? ¿Por qué te lamentas?

La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.

- Aquí abajo -dijo la voz.

La princesa mirando hacia abajo y vio que, sobre un nenúfar, se hallaba aposentada una rana que la observaba con sus redondos ojuelos.

- ¡Ay, ay, qué bicho más feo! -chilló la princesa.
- Vamos, vamos, princesita, que no os voy a devorar -se burló la rana. Además, yo puedo devolverte tu bola.
- ¡Devuélvemela! -exigió.
- Ha de ser con ciertas condiciones...
- ¡Aceptadas! -exclamó imprudentemente la princesa.
- Pues bien; durante una semana tendrás que llevarme contigo a tu mesa y dejarme dormir bajo tu almohada.
- ¡Qué rana más ridícula! ¡Bien, tráeme la bolita de oro y así se hará!

Mientras la rana descendía al fondo del estanque, la princesa pensó: "Si cree que voy a hacerle caso, está fresca".

Poco después la rana y salía con la bola de oro en la boca. Dejó la bola de oro a los pies de la princesa.
- He cumplido mi parte -dijo.
- Gracias, ranita. -replicó burlona la princesa. Recogió rápidamente la bola y echó a correr hacia el castillo sin aguardar a la rana que no cesaba de llamarla.

- ¡Espera, princesa! -dijo la rana- ¡No puedo correr tan rápido!

Pero la princesa no hizo caso. Al día siguiente, al llegar la hora del almuerzo, la princesa había olvidado el pacto, la rana y hasta la bola. Tenía un nuevo capricho:

- Quiero tener un collar de luciérnagas. Encargadlo, padre mío.
- Desde luego, querida hija. ¡A ver, mis caballeros! ¡Que vayan en busca de ese collar!
Cuando más satisfecha estaba la princesa, la rana se presentó en el comedor.

- ¡Ay, ay! -chillaron las damas, a punto de desmayarse.
- ¿Qué es ésto? -quiso saber el rey.
- Es sólo una rana - contestó ella.
- ¿Y qué quiere esa rana? - preguntó el rey.
- Vuestra hija me prometió que me sentaría a su mesa -dijo la rana.

El rey interpeló a la princesa:
- ¿Es cierto lo que oigo?
- Lo es, pero no pensaba cumplir la promesa.
- ¡Cómo que no! -se enfureció el rey, que no admitía en nadie, ni aún en su hija, que se fuera informal.
- Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla – dijo el rey.
- La ranita es muy fea -se quejó la princesa.
- ¡Pues como si fuera guapa! -exclamó el rey.

Y aunque su hija vertió unas lagrimitas, cosa que siempre le daba buenos resultados, esta vez no le valió.

- Rana, sube a la mesa -ordenó muy severo el rey.

¡Qué ascos hizo la princesita cuando la vio acomodada entre el frutero y su plato!
Enfadada con su padre, le amenazó con objeto de asustarle:
- No te querré nunca más.

A la princesa se le quitó por completo el apetito. Al rato, cuando la la rana cayó en el plato de natillas de la princesa, ésta exageró lo enferma que se sentía.

Sin embargo, lo peor llegó cuando, al dejar la mesa, la ranita dijo muy dispuesta:
- Ya sabes que me tienes que llevar a dormir a tu cama.

La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que se echó a llorar. Contra lo que esperaba, el rey ni se conmovió y dijo:

- Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su ayuda en un momento de necesidad.

La princesa obedeció, recogiendo a la rana lentamente, sólo con dos dedos. Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la rana saltó hasta el lado de la cama.

- Estoy cansada - dijo la rana- Súbeme a la cama por favor.

De mala gana, no tuvo más remedio que subir la rana a la cama apenas tocándola y acomodarla en las mullidas almohadas.

- Fea, horrorosa, verdinegra -la insultó mientras se acostaba, hipando de continuo por el sofocón.
- Aguántate, princesita -replicó la rana, poco respetuosa con la real personita de la mimada joven.
- Deja de llorar y seremos muy amigas - ofreció al rato la ranita.
- No quiero ser amiga tuya ni dormir contigo.

Y diciendo ésto exclamó:
- ¡Fuera, ranucha! mientras la arrojaba con fuerza contra la pared.

Entonces, ¡oh, sorpresa! La verde piel cayó y un apuesto príncipe se irguió en su lugar. La princesa estaba tan sorprendida como complacida.

- Hermosa niña, soy el príncipe Florisel, al que un mago envidioso encantó cuando niño.
- ¡Oh, oh...! -apenas pudo decir ella, sin atinar con otra cosa, de puro avergonzada.
Florisel añadió:
- Sólo si una princesa real me tomaba entre sus manos podría desencantarme. Cierto que a poco me rompes todos los huesos.
- ¡Oh, Florisel, perdóname!

Era la primera vez que la princesita se humillaba.
- Todo está olvidado. Además, desde que día a día te veía en el estanque, estoy enamorado de tí. ¿Quieres casarte conmigo?
La princesa, deslumbrada, aceptó, se casaron y fueron muy felices.

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martes, 1 de junio de 2010

El Zapatero y los Duendecillos

Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un país mágico un humilde zapatero con tan escasos clientes que casi no ganaba para comer.

- ¡Qué mal oficio este mío! -se quejaba el zapatero, viéndose con los bolsillos vacíos de monedas.

Era tan pobre que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar el cuero necesaria para hacer un par de zapatos.

- No sé qué va a ser de nosotros -decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte. Ni siquiera podremos conseguir comida un día más.

Esa noche cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al otro día, pues estaba ya muy cansado y tuvo que irse a dormir. Sucedió que al día siguiente, al disponerse a trabajar en las suelas, descubrió sobre la mesa de trabajo un par de maravillosos zapatos del mejor tafilete, hechos con tal lujo de detalles, cosidos con tanto esmero, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos.

- ¡Ésto sí que es sorprendente! No me lo explico -dijo el buen artesano.

Su mujer tampoco podía creer aquel suceso.

- ¿No será que has estado trabajando en la noche sin darte cuenta?
- ¡Quita, mujer, quita! Te digo que no.
- Sea que sí, sea que no, los zapatos los pondremos en el escaparate -dijo la mujer, haciéndolo así.

Al poco oyeron el trote de un caballo, e inmediatamente un caballero entró en la tienda.

- Zapatero, quiero esos zapatos que veo ahí. ¿Qué pedís por ellos?
- La voluntad.

Satisfecho con su adquisición, el cliente pagó en monedas de oro.

- ¡Qué barbaridad! Nunca ha habido zapatos tan caros -se admiró la mujer.
- Ni tampoco mejores -añadió muy satisfecho el marido.

Lo cierto fue que, gracias al providencial dinero, podía comprar más material para seguir trabajando.

- Con este dinero, podré comprar cuero suficiente para hacer dos pares.

A la siguiente noche estuvo cortando con mucho afán la suela precisa para fabricar dos pares más. Como el día anterior, sucedió que estaba muy cansado y se fue a la cama, pensado continuar el trabajo al otro día.

- Desengáñate, remendón -le decía su mujer. Estos pares no podrás venderlos tan bien como el anterior. Lo que tú haces, y no es por criticar, no se puede comparar.

- Lo intentaré, mujer, lo intentaré -prometió él.

- Será igual por mucho que lo intentes. Reconoce que los zapatos de ayer eran únicos.

¡Cuál no sería la sorpresa del matrimonio cuando a la mañana siguiente vieron sobre la mesa, bien alineados, dos pares de zapatos de la mejor calidad!

- ¡Qué maravilla!
- ¡Qué preciosidad!
- ¡Ay, marido, que ricos nos vamos a hacer si ésto sigue así!
- Mira: yo creo que lo mejor será que hoy pongas una buena olla para celebrarlo -dijo el zapatero.

Inmediatamente entraron en la tienda dos caballeros que, entusiasmados con los zapatos, los compraron sin regatear.
El buen zapatero compró abundante material, que para eso tenía la bolsa bien provista.

Cada noche dejaba varios pares de suelas cortadas y al día siguiente siempre ocurría lo mismo: los zapatos, listos y acabados, aparecían sobre la mesa.

Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa. Ya se acercaba la Navidad cuando, muerta de curiosidad, la mujer propuso:

- ¿Qué te parece si bajamos despacito a medianoche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera?
- Sí que me gustaría conocer a mi desinteresado amigo -respondió el zapatero.

Y, dicho y hecho, cuando todo estaba silencioso y temblando de emoción, bajaron muy suavemente las escaleras.
¿Qué fue lo que vieron? Ni más ni menos que un par de graciosos duendecillos descolgándose por la chimenea. El marido se llevó el dedo a los labios para indicarle silencio a su mujer. Escondidos tras un arca, se sorprendieron con la habilidad que desplegaban los duendecillos haciendo zapatos.

La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. Una vez el taller en orden, con aire feliz volvieron a desaparecer por la chimenea, dejando al zapatero y a su mujer estupefactos.

- ¿Has visto? Deben tener el corazón de oro para hacer el bien sin exigir nada a cambio -dijo la mujer.

El marido pensó que habría que pagar de algún modo tanta abnegación.

- He observado que los duendecillos no han comido en toda la noche. Y también que tenían frío.
- Dejaremos encendida la estufa, no la chimenea -aceptó ella con alegría.
- Prepárales unas cuantas golosinas. Lo mejor de lo mejor.

A la siguiente noche fueron los duendecillos los asombrados.

- ¡Mira, mira! ¡Qué comida más rica! -dijo uno.
- ¿Podremos probarla?
- Sí, pero cuando hayamos terminado.
- Se ven que son agradecidos...

Empezaron a trabajar a velocidad vertiginosa y al terminar dijeron:

- ¡Ahora, a cenar como reyes!

Así pasaron muchos años. Los duendecillos trabajando para los zapateros y éstos agradeciéndolo. Una noche dejaron para ellos una lezna de oro con la inscripción: "Con todo nuestro afecto".

¡Qué felices se sintieron los duendecillos!

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