Bienvenido a nuestro "Libro de Cuentos", esperamos que puedas encontrar aquí tus historias favoritas.
RSS

sábado, 30 de octubre de 2010

Los Siete Cuervos

Había una vez un hombre que tenía siete hijos, y no tenía ninguna hija, aunque deseaba tener una. A los días su esposa le dio la noticia de la próxima llegada de un nuevo hijo. Y sucedió que por fin fue una niña. La dicha fue inmensa, pero la niña era pequeña y enfermiza, y tuvieron que bautizarla privadamente por motivo de su debilidad. El padre envió a uno de sus muchachos con una jarra a que fuera de prisa al pozo para que trajera agua para el bautizo. Los otros seis lo acompañaron, y como cada uno quería ser el primero en llenarla, discutiendo se les cayó la jarra en el pozo.

Se quedaron paralizados, y no sabían que hacer, y ninguno quería volver a la casa. Como ellos no retornaban, el padre se impacientó y dijo:

-¡De seguro se quedaron jugando y olvidaron su deber, esos irresponsables muchachos!

Él se atemorizó tanto de que la niña muriera sin ser bautizada, que en su angustia gritó:

-¡Desearía que todos esos muchachos se convirtieran en cuervos!

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando escuchó un escandaloso ruido de alas en el aire sobre su cabeza, miró hacia arriba y vio a siete negros cuervos alejándose. Los padres no podían creer aquello, y muy tristes con la pérdida de sus siete hijos, se consolaban con la existencia de su pequeña hija, que pronto se restableció y fue creciendo sana y bondadosa.

Por un largo tiempo, ella no supo que tenía hermanos, pues sus padres se cuidaban de no mencionarlo en su presencia. Pero un día, accidentalmente escuchó a otra gente hablando de ella:
- Que la muchacha era ciertamente encantadora, pero que en realidad era la culpable de la mala fortuna que habían tenido sus siete hermanos.

Entonces ella se sintió acongojada, y fue donde sus padres y preguntó si era cierto que ella tenía hermanos, y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ocultar más el secreto, pero le dijeron que lo que les había sucedido a sus hermanos fue la voluntad del cielo, y que su nacimiento solamente fue una causa inocente de aquello.

Pero la joven tomó todo eso a pecho diariamente, y pensó que tenía que salvar a sus hermanos. Ella no tenía descanso ni paz hasta que secretamente se fue, y salió hacia el ancho mundo para encontrar la pista de sus hermanos y liberarlos, le costara lo que fuera. No llevaba nada con ella, a excepción de un pequeño anillo de sus padres como amuleto, un bollo de pan contra el hambre, una pequeña botella de agua contra la sed y una pequeña silla como provisión contra el cansancio.

Y ella avanzaba continuamente hacia adelante, lejos y más lejos, hacia el puro final del mundo. Y llegó hasta donde el sol, pero era muy caliente y terrible, y devoraba a los niños pequeños. Rápidamente ella corrió, y fue hacia la luna, pero era muy helada, y también horrible y maliciosa, y cuando la vio a ella, dijo:

-"Me huele, me huele a carne humana."-

Con eso ella escapó velozmente y llegó hasta las estrellas, que fueron amables y buenas con ella, y cada una de ellas estaba sentada en su propia sillita particular. Pero la estrella matutina se levantó, y le dio el hueso de una pata de pollo, y dijo:

-"Si tú no tienes ese hueso, no podrás abrir la Montaña de Cristal, y es en esa montaña donde están tus hermanos."-

La joven tomó el hueso, lo envolvió cuidadosamente en una manta, y siguió adelante hasta llegar a la Montaña de Cristal. La puerta estaba cerrada, y pensó que debería sacar el hueso, pero cuando desenvolvió la manta, estaba vacía, y se dio cuenta de que había perdido el regalo de la buena estrella.

¿Qué debería hacer ahora? Ella deseaba rescatar a sus hermanos, y no tenía la llave de la Montaña de Cristal. La buena hermana tomó un cuchillo, cortó uno de sus pequeños dedos, lo puso en la puerta y exitosamente se abrió. En cuanto ella entró, un pequeño enano se le acercó, quien le dijo:

-"Mi muchachita, ¿que andas buscando?"-
-"Busco a mis hermanos, los siete cuervos."- replicó ella.

El enano dijo:

-"Los señores cuervos no están en casa, pero si quieres esperar hasta que regresen, pasa adelante."-

Enseguida el pequeño enano trajo la comida de los cuervos, en siete platitos, y siete vasitos, y la pequeña hermana comió una pizca de cada plato, y un pequeñito sorbo de cada vaso, pero en el último vaso dejó caer el anillo que ella había cargado consigo.

De pronto ella oyó el aleteo de alas y un zumbido por el aire, y entonces el pequeño enano dijo:

-"Ahora los señores cuervos están llegando a casa."-

Y ellos llegaron, y querían comer y beber, y buscaron sus pequeños platos y vasos. Entonces se dijeron unos a otros:

-"¿Quien habrá comido algo de mi plato? ¿Quien habrá bebido algo de mi vaso? Es la huella de una boca humana."-

Y cuando el séptimo llegó al fondo de su vaso, el anillo rodó contra su boca. Entonces lo miró, y vio que era el anillo que pertenecía a su padre y madre, y dijo:

-"Dios nos ha otorgado que nuestra hermana pueda estar aquí, y entonces quedaremos libres."-

Cuando la joven, que se había quedado observando detrás de la puerta, escuchó el deseo, avanzó hacia adelante, y en ese instante los cuervos retornaron a su forma humana de nuevo. Y se abrazaron y besaron, y regresaron felizmente a su casa.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

martes, 26 de octubre de 2010

Ricitos de Oro y los Tres Osos

En una preciosa casita, en el medio de un bosque florido, vivían tres ositos. El papá, la mamá, y el pequeño osito. Un día, tras hacer todas las camas, limpiar la casa, y hacer la sopa para la cena, los tres ositos fueron a pasear por el bosque mientras se enfriaba la sopa.

Mientras ellos no estaban, apareció en el bosque una niña llamada Ricitos de Oro, que se puso a recoger flores. Cerca de allí vio una cabaña muy linda, y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso y se asomó por la ventana de la casita.

Entonces, olvidándose de la buena educación que su madre le había dado, la niña decidió empujó la puerta, que estaba abierta, y entró en la casita, que no era otra que la de los tres ositos.

Vio una mesa. Encima de la mesa había tres tazones con sopa. Uno, grande; otro, mediano; y otro, pequeñito. Ricitos de Oro tenía hambre y probó la sopa del tazón mayor. ¡Uf! ¡Está muy caliente! Luego probó del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy fría! Después probó del tazón pequeñito y le supo tan rica que se la tomó toda, toda.

Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana y otra silla era pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero ésta era muy dura. Luego fue a sentarse en la silla mediana, pero era muy blanda. Entonces se sentó en la silla pequeña, que le pareció muy cómoda. Pero la sillita no estaba acostumbrada a llevar tanto peso y el asiento se rompió.

Ricitos decidió al dormitorio a probar las camas, que eran tres. Una era grande; otra era mediana; y otra, pequeñita. La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy alta. Luego se acostó en la cama mediana, pero era muy baja. Después se acostó en la cama pequeña. Y ésta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida.

Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los tres osos. Uno de los osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro era un osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito pequeñín.

Nada más entrar el oso grande vio cómo su cuchara estaba dentro del tazón y dijo con su gran voz:

-¡Alguien ha probado mi sopa! Y mamá oso también vio su cuchara dentro del tazón y dijo:
-¡Alguien ha probado también mi sopa! Y el osito pequeño dijo con voz apesadumbrada:
-¡Alguien se ha tomado mi sopa y se la ha comido toda entera!

Después pasaron al salón y dijo papá oso:
-¡Alguien se ha sentado en mi silla! Y mamá oso dijo:
-¡Alguien se ha sentado también en mi silla! Y el pequeño osito dijo con su voz aflautada:
-¡Alguien se ha sentado en mi sillita y además me la ha roto!

Al ver que allí no había nadie, subieron a la habitación para ver si el ladrón de su comida se encontraba todavía en el interior de la casa. Al entrar en la habitación, papá oso dijo:
-¡Alguien se ha acostado en mi cama! Y mamá oso exclamó:
-¡Alguien se ha acostado en mi cama también! Y el osito pequeño dijo:
-¡Alguien se ha acostado en mí camita... y todavía sigue durmiendo!

Se despertó entonces la niña, y de un salto se sentó en la cama mientras los osos la observaban, y al verlos tan enfadados, se asustó tanto que dio un brinco y salió de la cama.

Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque, tanto que no daban los pies en el suelo, hasta que encontró el camino de su casa.

Desde ese momento, Ricitos de Oro nunca volvió a entrar en casa de nadie ajeno sin pedir permiso primero.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

viernes, 22 de octubre de 2010

Perros de monte

Una propiedad rural en el monte de Misiones está constituída por un rancho de sólo tres paredes, perdido en la inmensidad del bosque, del cual logra apenas aislarse por medio de un mínimo desmonte.

En ese desmonte, el propietario planta maíz, mandioca, porotos y tabaco, todo ello en la cantidad justa e indispensable para no morirse de hambre y fumar. Pueden dar aspecto de vida al rancho algunas gallinas de cuello y rabo desplumados, un chancho alto de patas como un galgo, y dos o tres cabras.

Pero nada de ésto es indispensable. En cambio, sentados a la vista del fuego, en verano, o arrollados en invierno ante la llama misma, con la cola y el hocico ardidos, se ve siempre tres o cuatro perros flacos como esqueletos, y que al levantarse oscilan con las caderas flojas, prontos a caer.

Nada denuncia en estos perros su calidad particular. Reumáticos, siempre huraños y tristes, no habría optimista capaz de concederles vida para una estación más, fuerzas para alcanzar hasta el monte, y decisión para hacer frente a un tímido apereá.

El destino de estos perros, sin embargo, es morir en el aire, lanzados allá por las zarpas del tigre. Cuando vuelven a caer, generalmente su vientre está ya vacío. Son, pues, perros de caza, verdaderas fieras de persecución y asalto, capaces de lanzarse sobre su dueño mismo, si llega a interponerse entre ellos y la caza abatida.

Al menor apronte de montería en el rancho, los perros están ya de pie, tembleques siempre, pero con los ojos ya encendidos, puestos en los movimientos del cazador. Y cuando, tras un cuarto de hora de monte, esos mismos perros han hallado un rastro, con el primer vibrante ladrido de caza, extenuación, reumatismo y miseria han desaparecido.

Van a la carrera, en cuanto el monte se lo permite; y su latido, sonoro tras el rastro tibio, y aullante cuando la proximidad de la presa los enloquece, se oye clarinear sin tregua alguna en el monte, desde el alba a la caída de la noche.

Cuesta creer que esa jauría de imponderable aliento sea la misma que agonizaba de debiliad y artritis diez horas antes. Ella es. Si el animal perseguido trepa a un árbol lejano, y el cazador no acude, tal vez la jauría no vuelva a casa hasta haber agotado al pie del árbol su desesperante gañido de impotencia. Y lo que regresará en la alta noche helada, unos primero, luego otros, serán los esqueletos ambulantes, más cojos y sombríos, que la noche anterior temblaban alrededor del fuego.

Su régimen es vegetariano. No comen sino mandioca y maís cocido, o seco, que roban grano tras grano a las gallinas. Una cacería, pues, supone para ellos la delirante felicidad de la carne viva, ya pregustada a mandíbula batiente en su latido.

Pero no siempre la persecucíón se desarrolla a fondo de carrera. A veces, en plena corrida, los perros se detienen bruscamente. Su lomo se eriza, hunden el rabo entre las piernas, y cuanto era ansia y velocidad por llegar, se transforma en un avance alerta y receloso tras el tufo del tigre.

En cierta ocasión, esperando en el monte el fin de la corrida que nuestos perros llevaban desde el amanecer sin mayor entusiasmo, oímos de pronto un aullido, agudo y breve como un relámpago, al que sucedió el más completo silencio.

Era, evidentemente, uno de nuestros perros. Pasó un rato; y en la misma dirección, y con igual carácter, sonó otro aullido. Uno tras otro, nuestros perros nos fueron revelando su existencia en el bosque por este brusco aullido. Y entre uno y otro, y por largo tiempo después, del monte no nos llegó un sólo rumor.

Cuando un tigre ha sido corrido una vez sin éxito, adquiere un conocimiento exacto del valer de una jauría de caza. Ocúltase entonces tras un árbol caído, sobre su propio rastro, y cuando el perro erizado pasa, éste lanza un grito, y se acabó. El tigre cambia de rumbo, ocúltase de nuevo; y de esta simple manera, sin fatiga alguna, arranca al cazador, uno tras otro, sus peligrosos aliados. Luego toca el turno al cazador.

Esto es, por lo menos, lo que se cree allá. En la circunstancia referida, y desde el último aullido, pasamos dos horas esperando en el monte mudo; dos horas con todos sus interminables minutos, tan largo cada uno de ellos, como una vida entera.

Al caer la noche emprendimos el regreso hacia el río. Y arrancábamos ya la canoa del barro, cuando nuestros perros fueron surgiendo del monte, cansados y taciturnos, sin explicarnos qué habían visto para haber aullado de aquel modo.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

lunes, 18 de octubre de 2010

Aladino y la Lámpara maravillosa

Erase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor, y como eran muy pobres aceptó.

-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.
-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.

El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este último iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.

- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven. ¿Siempre ha estado ahí?

El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:

-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lámpara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.
-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.
-Algo más- agrego el extranjero. No toques nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lámpara de aceite.

El tono de voz con que el extranjero le dijo ésto último alarmó a Aladino. Por un momento pensó huir, pero cambió de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podría comprar con ella.

-No se preocupe, le traeré su lámpara. -dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lámpara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no sería su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.

"Si el extranjero sólo quiere su vieja lámpara -pensó Aladino-, o está loco o es un brujo. Mmm... ¡tengo la impresión de que no está loco! ¡Entonces es un ... !"

-¡La lámpara! ¡Tráemela inmediatamente!- gritó el brujo impaciente.
-De acuerdo, pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.
-¡No! ¡Primero dame la lámpara! -exigió el brujo cerrándole el paso
-¡No! -gritó Aladino.
-¡Peor para ti! -exclamó el brujo, empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo, el cual rodó hasta los pies de Aladino.

En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacía rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.

De repente, la cueva se llenó de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas, mi señor?

Aladino, aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.

Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lámpara de aceite entre las manos.

Emocionado, el joven narró a su madre lo sucedido y le entregó la lámpara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

La está frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.

-Soy el genio de la lámpara. ¿Qué deseas? La madre de Aladino contempló aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Por qué no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años. Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.

Un día, cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:

-¡Madre, éste es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.

Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas. Aunque muy impresionado por el presente, el Sultán preguntó:

-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.

Tal vez el genio de la lámpara pueda ayudarnos -contestó Aladino.

Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino. Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.

-¡Al palacio del Sultán! -ordenó Aladino.

El Sultán, muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija.

Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado del del Sultán (con la ayuda del genio claro está). El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo, que era atento y generoso. Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regresó a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lámparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lámparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también -entregándole la lampara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lámpara y ahora era demasiado tarde.

El brujo frotó la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundo, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

Cuando Aladino regresó, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido. Entonces, acordándose del anillo, le dio tres vueltas.

-Gran genio del anillo, dime: ¿qué sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.
-El brujo que te empujó al interior de la cueva hace algunos años regresó, mi amo, y se llevó con él tu palacio y esposa y la lámpara -respondió el genio.
-Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.
-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran.

Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla, la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporcionó el veneno.

Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo. Sin quitarle los ojos de encima, esperó a que se tomara hasta la última gota. Casi inmediatamente, éste se desplomó, inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lámpara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la frotó con fuerza.

-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo el genio. ¿Podemos regresar ahora?
-¡Al instante!-respondió Aladino y el palacio se elevó por el aire y flotó suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.

Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aún se pueden ver cada vez que alguien da brillo a una vieja lámpara de aceite.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

jueves, 14 de octubre de 2010

El Campesino y el Diablo

Érase una vez un campesino ingenioso y muy socarrón, de cuyas picardías mucho habría que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda, cómo en cierta ocasión consiguió jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.

El campesinito, un buen día en que había estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se disponía a regresar a su casa, descubrió en medio de su campo un montón de brasas encendidas. Cuando, asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado sobre las ascuas a un diablillo negro.

-¡De modo que estás sentado sobre un tesoro! -dijo el campesinito.
-Pues sí -respondió el diablo-, sobre un tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas podido ver en toda tu vida.
-Pues entonces el tesoro me pertenece, porque está en mis tierras -dijo el campesinito.
-Tuyo será -repuso el diablo-, si me das la mitad de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.

El campesino aceptó el trato.

-Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto -dijo-, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia abajo.

Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero resultó que el avispado campesino había sembrado remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de la tierra sus remolachas.

-Esta vez tú has salido ganando -dijo el diablo-, pero la próxima no será así de ningún modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra hacia abajo.

-Pues también estoy de acuerdo -contestó el campesinito.

Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando llegó el diablo no encontró más que los rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas de la tierra.

-Así es como hay que tratar a los pícaros -dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

domingo, 10 de octubre de 2010

Los cachorros del Aguará-Guazú

Voy a contarles ahora, chiquitos, la historia muy corta de tres cachorritos salvajes que asesiné –bien puede decirse–, llevado por las circunstancias.

Hace ya algún tiempo, poco después del asunto con la serpiente de cascabel, que les conté con detalles, tres indios de Salta enfermos del chu­cho y castañeteando los dientes, los tres, llegaron a venderme tres cachorritos de aguará–guazú casi recién nacidos.

Yo no tenía vacas, ustedes bien saben; ni una mala cabra para ali­mentar con su leche a los recién nacidos. Iba, pues, a desistir de adqui­rirlos, por mucho que me interesaran los zorritos, cuando uno de los in­dios, el más flaco y más tiritante de chucho, me ofreció en venta también, dos tarros de leche condensada, que extrajo con gran pena del bolsillo del pantalón.

¿Habrán visto indio más pillo? ¿De dónde podía haber sacado sus ta­rros de leche? De un ingenio, seguramente. Estos indios de Salta van todos los otoños a trabajar en los ingenios de azúcar de Tucumán. Allí aprenden muchas cosas. Y entre las cosas que aprenden, aprenden a apreciar la bon­dad de la leche cuando sus chicos están enfermos del vientre.

El indio poseedor de los tarros de leche condensada era seguramente padre de familia. Y pensó con mucha razón que yo le compraría sus tarros para criar a los aguaracitos. Y el demonio de indio acertó, pues yo, entu­siasmado con los cachorritos, que compré por un peso los tres, pagué diez por los dos tarros de leche. Y a más pagué un paquete de tabaco, y un re­trato de mi tío, que vio colgado en la carpa. Hasta hoy no sé qué utilidad puede haberle reportado ese retrato de mi tío.

Crié, pues, a los cachorros de aguará–guazú, o gran zorro del Chaco, como también se le llama.

El aguará–guazú es, en efecto, un zorro altísimo y flaco que tiene to­da la apariencia del lobo. No hay en toda la selva sudamericana un animal más arisco, huraño y ligero para correr. Tiene la particularidad de caminar moviendo al mismo tiempo las patas del mismo lado, como lo hace tam­bién la jirafa. Es decir, todo lo contrario del perro, el caballo y la gran ma­yoría de los animales, que caminan avanzando al mismo tiempo las patas alternadas y cruzadas.

En el campo, sin embargo, se suele enseñar a los caballos un paso muy distinto del que tienen, y que se llama "paso andador". Este paso, que no fatiga al jinete y es muy veloz, se efectúa precisamente, avanzando al mis­mo tiempo las patas del mismo lado, como la jirafa y el aguará–guazú.

En nuestro zoo, detrás del pabellón de las grandes fieras, había hace tiempo un aguará–guazú que iba constantemente de un lado a otro, con su gran paso fantástico. Creo que murió al poco tiempo de estar encerrado, co­mo mueren todos los aguarás a quienes se priva de su libertad.

Yo también perdí a mis aguaracitos: pero no de tristeza –¡pobreci­tos!– sino por la mala alimentación. Yo les di leche tibia cada tres horas, los abrigaba de noche, les frotaba el cuerpecito con un cepillo para reem­plazar a la lengua de las madres que lamen horas enteras a sus cachorros. Hice cuanto puede hacer un hombre solo y desprovisto de recursos para criar tres fieras recién nacidas.

Durante dos semanas, y mientras duró la leche condensada, no hubo novedad alguna. A los siete días los cachorritos caminaban ya gravemente, aunque todavía un poco de costado. Tenían los ojos de un azul ceniciento y desvanecido. Miraban con gran atención las cosas, aunque apenas veían. Y cuando una mosca se plantaba delante de ellos, bufaban de susto, echán­dose atrás.

Como yo venía a ser su madre para ellos, me seguían por todas partes, pegados a mis botas, debiendo yo tener gran cuidado para no pisarlos. To­maban de mi mano la mamadera que construí con un recipiente de tomar mate y un trapito arrollado.

Nunca se hallaban más a gusto conmigo que a la hora de mamar. Pe­ro el día que, previendo la falta de leche, les di un pedacito de pava del monte para irlos acostumbrando al cambio de alimentación, ese día no re­conocí a mis hijos.

Apenas olfatearon la carne en mi mano, se agitaron como locos, bus­cándola desesperadamente entre mis dedos, y cuando les hube dado a cada uno su presa de ave, se alejaron cada cual por su lado y con el pescuezo ba­jo, a esconderse entre el pasto para devorar su presa.

Yo los seguí uno por uno para ver cómo procedían. Pero apenas me sintieron, se erizaron en una bolita colérica, enseñándome los dientes. Ya comenzaban a ser fieras.

A nadie en el mundo sino a mí conocían y querían. Tomaban de mi mano su mamadera, gruñendo imperceptiblemente de satisfacción. Y ha­bía bastado un trozo de carne para despertar en ellos bruscamente su con­dición de fieras salvajes y cazadoras, que defienden ferozmente su presa. Y ante mí mismo, que los había criado y era su madre para ellos.

Al concluirse el segundo tarro de leche, yo supuse que mis tres aguaracitos debían hallarse ya acostumbrados a la alimentación carnívora, úni­co alimento que yo podía proporcionarles en adelante. Pero no fue así. Al suprimirles la leche, decayeron de golpe. Los tres comenzaron a sufrir des­composturas de vientre que no los dejaban ni descansar. Tenían el cuerpo muy caliente, y salían del cajón con el pelo erizado y tambaleándose.

Cuando yo les silbaba, volvían lentamente la cabeza a todos lados, sin lograr verme. Tenían ya en los ojos un velo lechoso, como los animales y las mismas personas en agonía. Las descomposturas de vientres se hicieron cada vez más continuas hasta que una mañana los tres aguaracitos amane­cieron muertos, en su cajón, y ya cubiertos de hormigas.

Esta es, chiquitos, la corta historia de tres zorritos salvajes privados de su madre desde el nacer, y a quienes un hombre desprovisto de todos los recursos hizo lo posible para prolongar la vida. Muchas veces, allí, en Buenos Aires, al pasar delante de las lecherías tan baratas, me he acorda­do de aquellos pobres cachorritos de teta, envenenados por la alimentación carnívora.

Recuérdenlo también ustedes, hijitos míos. No críen animales si no pueden proporcionarles la misma alimentación que tendrían junto a su ma­dre. Muchísimo más que por debilidad, mueren los pichones y cachorros por exceso de comida. Los empachos de harina de maíz han matado más tórtolas que la más atroz hambre.

Robar un animalito a su nido para criarlo por diversión, por jugue­te, sabiendo que fatalmente va a morir, es un asesinato que los mismos pa­dres enseñan a veces a sus criaturas. Y no lo hagan ustedes, nunca chiqui­tos míos.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

miércoles, 6 de octubre de 2010

El Hada Alegría

Erase una vez un rey muy bueno cuyos súbditos le respetaban y le amaban entrañablemente por la justa manera en que les gobernaba y las incesantes obras de caridad que entre ellos realizaba.

Sin emabargo, un soberano que sabía hacer felices a los demás, no había encontrado la dicha dentro de su corazón, debido a que su único hijo se hallaba aquejado de una grave dolencia desconocida.

Los médicos de la corte pusieron a disposición toda su ciencia, pero nada pudieron hacer.

- ¿Qué debe hacer un padre en mi situación? -exclamó el desgraciado. ¿Qué puede hacer un rey?

Finalmente llamó a los dos hombres más sabios del reino y solicitó su consejo. El primero le dijo:

- Enviad a vuestro hijo a los países de los eternos calores. Sudará tanto que su mal se le irá a través de la piel.

El segundo hombre sabio le recomendó:

- Que el príncipe vaya a las regiones de los grandes hielos. El cambio de clima obrará un efecto saludable.

El rey exclamó: "¡Bah!", y les volvió la espalda, por parecerle ridículas aquellas indicaciones.

Entonces llegó hasta él un anciano, quien tímidamente le sugirió:

- Majestad: convendría enviar un emisario al País de la Felicidad, gobernado por el Hada Alegría. Es casi seguro que ella conocerá el remedio para sanar a vuestro hijo.

Estimando que la idea era excelente, el rey ordenó que se organizara inmediatamente una embajada con destino al País de la Felicidad.

Pero cuando llegó y fue recibida por el Hada Alegría, ésta comunicó a los enviados que era el príncipe en persona quien debía presentarse ante ella.

- Así conseguirá la total curación -concluyó el Hada.

Cuando el rey fue enterado de lo que aconsejó el Hada Alegría, se puso inmediatamente en camino al frente de una numerosa comitiva, y llevando al príncipe en una litera.

Pero, según pasaban los días de viaje, el soberano advirtió que su hijo estaba cada vez más postrado y triste, y temiendo seguir adelante, decidió hacer un descanso.

Cerca de allí había una cabaña, de la que salió una anciana. El rey le preguntó:

- ¿A qué distancia se encuentra el País de la Felicidad?
- A cinco jornadas -le respondió la anciana. Os ofrezco mi casa, si en algo os puedo servir.

Iba el rey a aceptar cuando uno de los caballeros de su séquito se le acercó para decirle:

- Majestad, nos encontramos en un país encantado, en el que hablan las aves. Comprobadlo.

Guió al soberano hasta un árbol en cuyas ramas un pajarillo cantaba así:

"Chío, chío, el príncipe doliente
no debe detenerse".

- Creo que nos conviene seguir su consejo -dijo el rey.

Nada más ponerse el cortejo en marcha, la cabaña de la anciana desapareció. El mismo pajarillo que había hablado guió al rey y a los suyos por el buen camino, retirándose cuando las murallas del País de la Felicidad estuvieron a la vista.

El Hada Alegría en persona salió a recibirles, invitándoles a su palacio de plata y cristal. Inmediatamente inició sus operaciones para curar al príncipe enfermo, pero sin ningún resultado.

Así transcurrieron varias semanas de inútiles tentativas, hasta que finalmente, el Hada declaró:

- El mal que aqueja al príncipe no es natural. Me refiero a que está provocado por un encantamiento muy velado.

Seguidamente el Hada Alegría se encerró en los sótanos de su palacio y consultó durante varios días viejos tratados de alquimia y brujería, hasta que salió y dijo:

- La bruja Culebrina posee un jardín cuyas plantas son todas jóvenes encantados por ella. En el más apartado rincón de ese jardín hay una gruta, y en ella un manantial. Sólo bañándose en sus aguas el príncipe recobrará la salud. Sin embargo, esas aguas han de ser traídas a este lugar, por una joven de singulares virtudes.

- ¿Y dónde encontrarla? -preguntó el rey.
- Mis libros me han revelado -prosiguió el Hada Alegría- que esa joven vive en una de las cumbres que rodean mi palacio. Ved: en tres de ellas se elevan sendos castillos, habitados por hermosas princesas. En la cuarta también hay un castillo, pero se encuentra deshabitado. Visitaré a las tres princesas.

Al día siguiente el Hada se dirigió al primer castillo, donde vivía su ahijada Genoveva, a la que explicó el asunto que allí la llevaba.

- Confiad en mí, madrina - le aseguró Genoveva. Yo me enfrentaré a la bruja Culebrina y la venceré. Mi premio por salvar al príncipe será la obtención de fuerza y de poder.

Luego el Hada Alegría se encaminó al segundo castillo, donde vivía otra de sus ahijadas, Magdalena, joven que destacaba por su pereza y glotonería, y a la que al Hada costó mucho convencer para que fuera en busca del agua prodigiosa, caso de que no regresara Genoveva.

El tercer castillo estaba habitado por Valentina, la cual sólo consintió en emprender aquel viaje si el rey le prometía regalarle el collar más valioso del mundo.

Después de consultar de nuevo sus viejos libros, el Hada Alegría dio a Genoveva las últimas instrucciones:

- Llevarás un pequeño cántaro para recoger el agua, y un zurrón conteniendo pan y queso. Si eres la joven señalada por la leyenda, conseguirás llegar al manantial y podrás tomar agua en el cántaro y verterla en el jardín de la bruja. Entonces todas las plantas se transformarán en jóvenes. Hecho ésto, volverás a llenar el cántaro y regresarás al País de la Felicidad.

Prometiendo seguir todas esas indicaciones, Genoveva montó en su caballo y emprendió el camino. Viajó durante casi todo el día y al llegar la noche pidió albergue en una casa.

- Sólo puedo ofreceros un jergón de paja junto al fuego -le dijo el dueño, un anciano de rostro amable.

Genoveva entró en la casa y, al mirar a su alrededor, descubrió que todas las paredes estaban llenas de mariposas disecadas. Para ser más exactos, sólo una de las mariposas, con su cuerpecillo atravesado por un alfiler, agitaba desesperadamente sus alitas. Genoveva la contempló durante un rato y, sin sentir la menor compasión, se retiró a su jergón y se durmió.

A la mañana siguiente se levantó, volvió a mirar a la pobre mariposa con la mayor frialdad, agradeció al anciano su hospitalidad y se marchó.

Antes del anochecer alcanzó el jardín encantado. Rodeada de extrañas plantas, una anciana se hallaba agachada, cuidándolas, y a ella dirigió Genoveva su pregunta:

- ¿Dónde está la fuente prodigiosa?
- Atraviesa el jardín y toca con tu mano el agua del lago que allí la verás.

Impaciente por llegar, Genoveva espoleó su caballo y se lanzó a veloz carrera a través del jardín y, al alcanzar la orilla del lago, desmontó y se inclinó para tocar el agua con su mano, y en ese momento quedó convertida en planta, semejante a las muchas que por allí se veían.

Como ni regresaba Genoveva ni había noticias de ella, emprendió el viaje la segunda princesa, Magdalena, cuyo viaje resultó idéntico al de su antecesora, con un final semejante, transformada en planta junto a Genoveva.

Luego partió la tercera princesa, Valentina, corriendo la misma suerte.

Cuando todo parecía perdido, se presentó en el Palacio del Hada Alegría una niña, solicitando hablar con la dama. Y al encontrarse ante ella le dijo:

- Estoy dispuesta a ponerme en camino para conseguir el agua de la fuente encantada.
- Tu gesto me conmueve en extremo -exclamó el Hada, abrazando a la niña.

En pocas horas estuvieron ultimados los preparativos, de manera que a la mañana siguiente la niña pudo emprender el viaje. Como las tres princesas, también ella llegó a la casa del anciano, donde se alojó. Sin embargo, al ver la mariposa atravesada por la aguja, sintió profunda pena y propuso al anciano:

- Si dejáis en libertad a la mariposa os entregaré mis pendientes de coral.
- De acuerdo -contestó el viejo, extrayendo la aguja y soltando a la mariposa, que echó a volar alegremente y desapareció enseguida.

A la mañana siguiente la niña se despidió del anciano de la casita y siguió su camino, muy satisfecha de haber realizado aquel acto de bondad con la pobre mariposita.

Andando, andando, llegó hasta un precioso prado alfombrado de flores de mil colores, donde se detuvo a descansar. Y en el momento en que iba a recoger una flor, surgió a su lado la mariposa y le dijo:

- Estoy al servicio del Hada Alegría y mi misión consiste en ayudar a los que desean salvar al príncipe. Pero no basta sólo con el deseo, sino que la persona indicada ha de reunir condiciones de extrema virtud. Por ejemplo, las tres princesas que salieron antes que tú no se apiadaron de mí cuando me vieron clavada en la pared con la aguja, y han quedado descartadas. Tú conseguiste mi libertad y ahora te hallas en condiciones de seguir adelante. Si cumples todas mis instrucciones, triunfarás. Escúchame con atención: sigue tu camino sin que te distraiga cosa alguna que suceda a tu alrededor, y además, deberás ir sola. Una vez en el jardín de la bruja, no interrumpas tu andar; sigue adelante y que sea tu corazón quien te guíe.

Despidióse la niña de la mariposa y continuó su marcha, y cuando llegó al jardín encantado vio en él a una hermosa mujer que peinaba sus largos cabellos mojando el peine en las aguas del lago.

- Soy amiga del Hada Alegría y voy a ayudarte -dijo aquella dama a la niña. Descansa a mi lado y te mostraré algo que nunca olvidarás.

La niña se acercó y la mujer le señaló las aguas del lago, bajo las cuales vio desfilar soberbios palacios, brillantes joyas y maravillosos vestidos.

- Todo ésto te pertenecerá si resuelves no acercarte a la fuente.

La niña no vaciló en contestar:
- La oferta es tentadora, pero nada quiero.

Poco después llegaba a la gruta del manantial y allí se le apareció la bruja Culebrina.

- No des un paso más si no quieres morir -gritó la bruja.

Pero la valiente niña se encomendó al Hada Alegría y avanzó. Y en el momento de hacerlo la bruja lanzó un alarido y quedó convertida en humo. La entrada a la gruta estaba libre.

La niña penetró resueltamente y en el manantial llenó de agua su cántaro saliendo a verterla en el jardín, y todas las plantas que allí había recobraron su forma humana. Es decir, no todas, pues quedaron tres sin sufrir transformación: eran Genoveva, Magdalena y Valentina, a quienes su escasa virtud habíales perdido.

Sin embargo, la niña entró de nuevo a la gruta por más agua, la arrojó sobre las tres plantas, y entonces las princesas quedaron desencantadas, y juntamente con la niña, quien había recogido más agua para el príncipe, salieron del jardín guiadas por la mariposa.

El príncipe enfermo dejó de estarlo y la alegría se reflejó en su rostro. Las ahijadas del Hada Alegría prometieron ser mejores -y lo cumplieron- y el príncipe suplicó a la valiente niña que lo aceptara por esposo.

Y fue así como la virtud alacanzó al fin el triunfo y la felicidad, pues no será preciso añadir que el joven matrimonio fue sumamente feliz.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

sábado, 2 de octubre de 2010

La Plaga de Mendigos

Pocos problemas habrá tan graves para un rey como una plaga de mendigos. Deambulan por todo el reino pidiendo limosna, entorpeciendo la actividad de los ciudadanos trabajadores y componen un numeroso ejército de desocupados, cuya carga para la economía del país llega a ser insostenible. El rey de nuestra historia se enfrentaba a un problema de esa naturaleza.

Para librarse de la plaga de mendigos, dictó una ley por la que se cortarían las manos a quien entregara una limosna. Y como ningún ciudadano se atrevió a contravenirla, los mendigos tuvieron que emigrar a otras regiones.

Sin embargo, tiempo después apareció un mendigo en la capital, y pidió de comer en la puerta de una mujer joven.

- Yo... no me atrevo -vaciló la mujer.
- No hagas tú como las demás gentes de esta ciudad -insistió el mendigo. Dame de comer en nombre de Dios.

En cuanto el mendigo mencionó a Dios, la buena mujer se compadeció y le entregó dos panes.

Lenguas maliciosas refirieron al rey lo sucedido, y éste ordenó que apresaran a la mujer y le fueran cortadas las manos.

Semanas después, el rey expuso a su primer ministro su deseo de casarse, indicándole que le buscase una novia joven y bella.

- Conozco una joven que reúne esas condiciones -le dijo el primer ministro-, pero tiene un defecto.
- ¿Cuál es? -quiso saber el rey.
- No tiene manos, señor.
- Puedo olvidarme de ese defecto si, verdaderamente, es joven y bella -contestó el monarca. Deseo verla enseguida.

El primer ministro condujo a la muchacha a pesencia del rey y éste quedó al punto prendado de ella, tal era la hermosura de la joven. Esta no era otra que a la que le fueron cortadas las manos por haber entregado dos panes a un mendigo hambriento.

Se desposó con el rey y fue feliz durante algún tiempo, dando a su regio esposo u hermoso niño.

Pero las doncellas de la corte, que habían sido despreciadas por el rey, envidiosas de la felicidad de la actual reina, llevadas por su odio, concibieron un plan para destriur a la rival.

Tan hábilmente lo llevaron a cabo y con tanto tesón, que el rey acabó por dar crédito a sus lenguas de víbora y repudió a su esposa y a su hijo.

- Que sean llevados al desierto y en él abandonados para que mueran de hambre y sed -ordenó cruelmente.

Cuando la pobre madre se vio con su hijito en medio de los ardientes arenales, rompió a llorar desconsoladamente, tendida sobre el desierto.

- ¡Ah, Señor, ten misericordia de nosotros! -gimió.

De pronto oyó a su lado el murmullo de un torrente. Levantó la cabeza y, efectivamente, junto a ella se deslizaba un fresco río. Aproximó a él sus labios para calmar su ardiente sed, mas en el momento de inclinarse se le cayó al agua el niño que llevaba a su espalda. Iba la madre a arrojarse a la corriente, cuando aparecieron dos hombres a su lado.

- ¿Qué quieres hacer, pobre mujer? -le preguntó uno de ellos. - ¿Cuál es el motivo de tu desesperación?
- ¡Mi hijo se ha caído al río! -gritó la desgraciada madre. ¡Se ahogará sin remedio... y yo no puedo vivir sin él!
- ¿Quieres que lo salve? -preguntó el hombre.
- ¡Sí, sí, por Dios!

Entonces aquel hombre se puso a rezar, y poco después el niño salía sano y salvo del río.

- ¿Te gustaría tener de nuevo tus manos? -preguntó a la sonriente madre el otro hombre.
- Os lo agradecería toda mi vida -exclamó ella.

Los dos hombres se pusieron a rezar juntos, y no tardó en descubrir la mujer que volvía tener dos manos, mucho más bellas que las anteriores. Repuesta de su asombro, preguntó a sus dos bienhechores:

- ¿Quiénes sois?
- Somos los dos panes que tú entregaste al mendigo, desobedeciendo la cruel orden del rey.

Así diciendo, los dos hombres dieron a la mujer dos panes y, extendiendo los brazos, le mostraron una ciudad rodeada de verdes prados y bosques. Y aquella ciudad estaba situada en un lugar donde poco antes sólo había terribles arenales.

Después, los dos hombres desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado, pero la madre y el hijo ya estaban a salvo, y todo debido al bello gesto de la bella mujer de dar de limosna dos panes al pobre mendigo hambriento.

Leer los comentarios
  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS
 
Adaptación de la Plantilla para Blogger por e-nomad