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miércoles, 25 de abril de 2012

El nabo

Un abuelo plantó nabos. Creció uno grande, redondo, tremendo. El abuelo quiso arrancarlo. Pero, por más que tiró, no lo logró.

Entonces llamó a la abuela. La abuela tiró del abuelo, y el abuelo del nabo. Pero por mucho que tiraron, no lo arrancaron.

Llamó la abuela a su nietecita. La nieta tiró de la abuela; la abuela, del abuelo, y el abuelo del nabo. Pero por más esfuerzos que hicieron, arrancarlo no pudieron.

La nietecita llamó a la perrita. La perrita tiró de la la nietecita; la nietecita, de la abuelita; la abuela, del abuelo, y el abuelo del nabo. Pero por mucho que se esforzaron, no lo arrancaron.

Llamó la perrita a la gatita. La gatita tiró de la perrita; la perrita de la nietecita; la nietecita, de la abuelita; la abuela, del abuelo, y el abuelo del nabo. Pero por más que sudaron, arrancarlo no lograron.

Llamó la gatita a un ratoncito. El ratoncito tiró de la gatita; la gatita, de la perrita; la perrita de la nietecita; la nietecita, de la abuelita; la abuela, del abuelo, y el abuelo del nabo. Tiraron y tiraron... y lo arrancaron!

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miércoles, 18 de abril de 2012

A la deriva

El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; ésto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

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miércoles, 11 de abril de 2012

La rana del pantano y la del camino

Vivía una rana felizmente en un pantano profundo, alejado del camino, mientras su vecina vivía muy orgullosa en una charca al centro del camino.
La del pantano le insistía a su amiga que se fuera a vivir al lado de ella, alejada del camino; que allí estaría mejor y más segura.

Pero no se dejó convencer, diciendo que le era muy difícil abandonar una morada donde ya estaba establecida y satisfecha.

Y sucedió que un día pasó por el camino, sobre la charca, un carretón, y aplastó a la pobre rana que no quiso aceptar el mudarse.

Si tienes la oportunidad de mejorar tu posición, no la rechaces.

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jueves, 5 de abril de 2012

Los cuatro amigos

Una vez, un gallo cansado de vivir con las gallinas en el corral, decidió marcharse y conocer nuevos amigos. Partió una mañana al amanecer y no tardó mucho en hallarse frente a un ganso muy gordito, que iba solo por la senda.

- Buenos días, ganso -saludó el gallo. - A dónde vas?
- He perdido a mi compañera -respondió el ganso. - Y voy en busca de otra.
- Vente conmigo -propuso el gallo, ahuecando su hermosa cola de plumas. - Me voy a conocer mundo.

El ganso y el gallo caminaron juntos. Más tarde se encontraron con un pato que se bamboleaba al compás del movimiento de sus patitas.

- Buenos días, pato -saludó el gallo. - ¿A dónde vas?
- He oído malas noticias esta mañana -respondió éste. - La gallina roja me dijo que el amo pensaba sacrificarme para su cena. Huyo de él, pero no sé dónde ir.
- Vente con nosotros -ofreció el gallo, estirando el cuello para acentuar su importante categoría. - Nos vamos a ver mundo.

El pato siguió al gallo y al ganso. Muy pronto llegaron a un pastizal de uso común para todos los animales. Allí se tropezaron con un chivo que se había soltado de la cuerda que lo sujetaba a una estaca en el suelo, y deambulaba libre.

- Buenos días -saludó el gallo. - ¿A dónde vas?
- No lo sé -respondió el chivo. Estoy libre por primera vez en mi vida... pero no sé dónde ir.
- Vente con nosotros -invitó el gallo,con la roja cresta muy tiesa. - Nos vamos a ver mundo.

El chivo se unió al ganso, al pato y al gallo y caminaron juntos por el prado.
- ¿Qué haremos? -preguntó el chivo.
- ¿Qué os aprece si nos acercamos a la ciudad de Nottingham y nos detenemos junto a la carretera a pedir? -propuso el gallo. Tengo buena voz y podría cantar a cambio de algunos céntimos.
- Yo pasaría el sombrero -ofreció el pato.
- Y yo sacudiría mis alas al mismo tiempo que tú cantases -dijo el ganso.
- Y yo toparía a quien no diese algunas monedas -aseguró el chivo.

Nuestros amigos se encaminaron hacia Nottingham. Era día de mercado y había muchísima gente. Los cuatro aventureros se detuvieron en una calle y el gallo cantó:

Ki-ki-ri- kiiiiiiii!
Mi bebé ha perdido un zapato
Yo tenía un botón azul
¿Qué hará mi bebé?

El ganso movió sus alas al compás del canto y el pató pasó el sombrero en demanda de monedas. El chivo permaneció atento a embestir a quien no diese nada.

Antes de que el gallo acabase de cantar, un agricultor malencarado se acercó a ellos.

- ¿Qué significa todo ésto? -gritó. Estos cuatro se han escapado de su corral. Deténganlos!

Nuestros amiguitos no esperaron a oír más y huyeron por las calles de Nottingham hasta que se encontraron en una colina fuera de la ciudad.

- Por poco nos cogen! -se lamentó el chivo. Ni hablar de acercarnos a otra ciudad! ¿Qué haremos?
- Busquemos una cueva donde vivir -propuso el gallo. Mirad, allí a media ladera de esta montaña hay una.
- Allí vive una bruja con su hija, que es muy fea -explicó el pato.
- Iremos a preguntarle si hay otra cueva cerca -habló el ganso.

Y allí se fueron. En la cueva no hallaron a nadie, pero sí un aparador lleno de cosas buenas, que los hambrientos animalitos devoraron. Luego se echaron a dormir.

Más tarde, ya de noche, la vieja bruja y su hija regresaron a la cueva. Eran malas y desde mucho tiempo atrás los vecinos de Nottingham intentaban liberarse de ellas. La bruja entró primero en la cueva, encendió una vela y vio la mesa llena de restos de comida.

- Alguien ha estado aquí! -gritó pateando el suelo.

Madre e hija salieron al exterior y se fueron a un árbol cercano a pensar qué podían hacer. Temían que hubiese un enemigo en la cueva.

- Hija, arrástrate y averígualo -ordenó la bruja. Yo prepararé un sortilegio por si algún hombre o mujer está en la cueva que no pueda hacerte daño.

Sin embargo, cuando la bruja gritó y pateó el suelo, los cuatro animales se despertaron alarmados. El chivo dormía cerca de la entrada, el ganso junto al aparador, el pato debajo de la mesa y el gallo en el respaldo de una silla. Los cuatro esperaron a ver si sucedía algo más. Entonces oyeron a la hija de la bruja que regresaba.

- "Es mi ama!" -pensó el chivo
- "Es mi amo!" -pensó el pato.
- "Es mi ama!" -pensó el gallo.
- "Es la niña de los gansos!" -pensó el ganso.

Todos temblaron de miedo. La hija de la bruja se arrastró al interior de la cueva. No oyó nada en absoluto y se dirigió a la mesa, donde pisó al pato, que estaba debajo.

- Cuá - cuá! Cuá - cuá! -se quejó éste.

El pato se enfadó y hundió su pico en la pierna de la niña, que asustada retrocedió hacia el aparador y tropezó con el ganso.

- Ss-ss-ss-ss-ss! -siseó éste.

Las grandes alas del ganso golpearon a la hija de la bruja que, aún más asustada y porque le temblaban las piernas, se sentó en la silla. Al echar la cabeza hacia atrás, casi derribó al gallo, que le clavó sus espolones y chilló:

- Coco-rocó-cocó! Coco-rocó-cocó!

La brujita no puso soportarlo y corrió a la entrada de la cueva. Pero se cayó encima del chivo, que le dio un topetazo y la hizo rodar ladera abajo, hasta que la detuvo el árbol donde estaba su madre.

- ¿Qué ocurre? ¿Es que no surtió efecto mi sortilegio?
- Oh, madre, madre! -lloró la hija. La cueva está llena de poderosos hechiceros. Cuando entré había uno debajo de la mesa que gritó: "Vete, vete!" y clavó un cuchillo en mi pierna. Junto al aparador había una serpiente que siseó amenazadora y me golpeó en la cabeza. En el respaldo de la silla había otro hechicero que chilló: "Vaya bribona! Vaya bribona!" y casi me tiró de la silla. Pero el peor de todos es un brujo gigante que estaba tendido cerca de la entrada. Este me tiró por la pendiente de la montaña, y aquí estoy.

- Qué cosa más terrorífica! -exclamó la bruja temblando. Nuestros pecados nos piden cuentas! No podemos quedarnos aquí más tiempo. Vamos, nos iremos antes de que amanezca.

Nunca más se oyó hablar de ellas. Los cuatro amigos durmieron pacíficamente hasta la mañana. Al despertarse observaron la cueva y se sintieron muy complacidos.

- Viviremos aquí -dijo el gallo. Nadie nos molestará porque les asusta la bruja. Aquí viviremos felices.

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