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jueves, 27 de septiembre de 2012

La gallina de los huevos de plata

En una ciudad árabe, una mujer un día fue al mercado y compró una gallina. Pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que la gallina ponía huevos ¡de plata!

Ya no tendría necesidad de trabajar; con que la gallina pusiera un huevo al día no necesitaría nada más. Después de mucho pensar, decidió que la gallina tendría que darle mucho de comer: cuanto más comiera, más huevos pondría.

Y así lo hizo. Pero lo que pasó es que la gallina murió de indigestión y ya no pudo poner ningún huevo.

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miércoles, 19 de septiembre de 2012

La casita de la liebrecita - Parte 2

Otra vez estaba la liebre llora que te llora. Se le acercó un oso viejo.

- ¿Por qué lloras, liebre?
- ¡Cómo no voy a llorar! Tenía yo una casita de troncos buenos, mientras que la de la raposa era de hielo. Y al llegar la primavera, se derritió. La raposa me pidió que la dejara dormir en mi casa, y ahora me ha echado a la calle.
- No llores, liebrecita -dijo el oso. Yo la echaré de allí.
- ¡No, no la echarás! Unos perros echarla quisieron, pero no lo consiguieron. Un lobo feroz la quiso echar, y no lo pudo lograr. Tú tampoco podrás.
- Sí, podré.

 Entró el oso en la casita y empezó a rugir:
- ¡Groarr, groarr! ¡Largo de ahí, raposa!

Pero ella contestó:
- Como baje,
de un zarpazo,
¡te destrozo
en mil pedazos!

Se asustó el oso y emprendió la retirada.

Ya estaba nuevamente llorando la liebre. Se le acercó un gallo con una guadaña.

- ¡Kikirikí! ¿Por qué lloras, liebre?
- ¡Cómo no voy a llorar, gallito! Tenía yo una casita de troncos buenos, mientras que la de la raposa era de hielo. Y al llegar la primavera, se derritió. La raposa me pidió que la dejara dormir en mi casa, y ahora me ha echado a la calle.
- No te apures, liebrecita. Yo echaré de tu casa a esa asquerosa.
- ¡No, no la echarás! Unos perros echarla quisieron, pero no lo consiguieron. Un lobo feroz la quiso echar, y no lo pudo lograr. Un oso lo intentó, y con las ganas se quedó. ¡Menos podrás tú!
- Sí, podré.

Se metió el gallo en la casita:
- ¡Kikiriquí!
Ya estoy aquí.
Traigo botas coloradas
y una guadaña afilada.
Si quiero, el cuello te corto.
¡Baja enseguida del horno!

Al oír aquello, la raposa se asustó y repuso:
- Ahora mismo me visto...

Pero el gallo repitió:
- ¡Kikiriquí!
Ya me tienes aquí.
Traigo botas coloradas
y una guadaña afilada.
Si quiero, el cuello te corto.
¡Baja enseguida del horno!

Y la raposa contestó:
- Ya me estoy poniendo el abrigo...

El gallo advirtió, por tercera vez:
- ¡Kikiriquí!
Ya me tienes aquí.
Traigo botas coloradas
y una guadaña afilada.
Si quiero, el cuello te corto.
¡Baja enseguida del horno!

La raposa, despavorida, bajó de un salto y escapó a todo correr. Y la liebrecita y el gallito vivieron felices y comieron perdices.


La casita de la liebrecita - Parte 1

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miércoles, 12 de septiembre de 2012

La casita de la liebrecita - Parte 1

Eranse que se eran una raposa y una liebre. La raposa tenía una casita de hielo; la liebre, una de troncos buenos. Pero la raposa hacía rabiar a la liebre:

- En mi casita hay mucha claridad, mientras que en la tuya reina la oscuridad. La mía es luminosa; la tuya, tenebrosa.

Llegó la primavera y la casita de la raposa se derritió. Entonces, la raposa le pidió a la liebre:

- Déjame, liebrecita, alojarme junto a tu casita, aunque sea en el patio.
- No, raposita, no te dejaré. ¿Por qué me hacías rabiar?

La raposa suplicó con mayor insistencia, y la liebre le permitió alojarse en el patio.

Al día siguiente, la raposa volvió a pedir:

- Anda, liebrecita, sé buenecita. Déjame vivir en el zaguán...
- No, no te dejaré. ¿Por qué me hacías rabiar?

La raposa rogó, imploró, y la liebre accedió a que se instalase en el zaguán.

Al tercer día, la raposa volvió a suplicar:

- Déjame, liebrecita, vivir en tu casita.
- No, no te dejaré. ¿Por qué me hacías rabiar?

La raposa tanto suplicó, que la liebre le permitió vivir en la casita. La raposa se acostó en el banco, y la liebre en lo alto del horno.

Al cuarto día, la raposa volvió a rogar:

- Liebrecita, sé buenecita, ¡déjame que me acueste contigo en lo alto del horno!
- No, no te dejaré. ¿Por qué me hacías rabiar?

Rogó una y otra vez la raposa con tan tiernas palabras, que la liebre la dejó subir a lo alto del horno.
Al cabo de un par de días, la raposa empezó a decirle a la liebre:

- Lárgate de aquí, bisoja. ¡No quiero vivir contigo!
Hasta que la echó de su casa.

La liebre, ya en la calle, lloraba a lágrima viva y se limpiaba las lágrimas con las patitas delanteras. Pasaron corriendo unos perros y le preguntaron:

- ¡Guau, guau, guau! ¿Por qué lloras, liebre?
- ¡Cómo no voy a llorar! Tenía yo una casita de troncos buenos, mientras que la de la raposa era de hielo. Y al llegar la primavera, se derritió. La raposa me pidió que la dejara dormir en mi casa, y ahora me ha echado a la calle.
- No llores, liebrecita -dijeron los perros. Nosotros la echaremos de allí.
- ¡No, no la echaréis!
- ¡Sí, la echaremos!

Y se acercaron a la casita:
- ¡Guau, guau, guau! ¡Fuera de ahí, raposa!

Pero ella les contestó desde lo alto del horno:
- Como baje,
de un zarpazo,
¡os destrozo
en mil pedazos!

Los perros se asustaron y huyeron.
Ya estaba de nuevo llorando la liebrecita. Pasó junto a ella un lobo:

- ¿Por qué lloras, liebre?
- ¡Cómo no voy a llorar! Tenía yo una casita de troncos buenos, mientras que la de la raposa era de hielo. Y al llegar la primavera, se derritió. La raposa me pidió que la dejara dormir en mi casa, y ahora me ha echado a la calle.
- No llores, liebrecita -dijo el lobo. Yo la echaré de allí.
- ¡No, no la echarás! Unos perros echarla quisieron, pero no lo consiguieron. Tú tampoco podrás.
- Sí, podré.

Llegó el lobo feroz a la casita y aulló con pavorosa voz:
- ¡Au-u... au-u-u! ¡Largo de ahí, raposa!

Pero la raposa respondió:
- Como baje,
de un zarpazo,
¡te destrozo
en mil pedazos!

El lobo se asustó y salió corriendo.

(Continuará)

La casita de la liebrecita - Parte 2

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miércoles, 5 de septiembre de 2012

El molino embrujado

Aquel viejo molino estaba habitado por fantasmas y nadie sabía lo que sucedía en él, porque todos los que habían ido de noche al día siguiente no podían hablar de miedo.

El molinero estaba desesperado porque la gente se apartaba a su paso y nadie quería trabajar para él. Se puso muy contento cuando se le presentó un muchachote de aspecto ingenuo, que ni siquiera tenía miedo.

Aquella noche, al sentarse el joven en el banco, la puerta se abrió sola y avanzó hacia él una mesa dispuesta con toda clase de manjares. Invisibles comensales empezaron a comer y el joven se les unió, sin asustarse porque los cubiertos se movieran solos.

Poco después se apagó la luz y el joven sintió que le daban una bofetada.

- Intentadlo otra vez y os la devuelvo -dijo.

Cuando recibió la segunda bofetada, empezó a pegar también él. Así pasó toda la noche, golpe va, golpe viene. Al amanecer se acabó todo.

Desde entonces, no volvió a pasar nada: hasta los fantasmas tienen miedo de quien no tiene miedo, y habían preferido poner tierra de por medio.

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