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jueves, 29 de julio de 2010

El traje nuevo del Emperador

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. «¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. Aquí tiene el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente ésto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y tomando al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

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domingo, 25 de julio de 2010

Blancanieve y Rojaflor

Una pobre viuda vivía en una pequeña choza solitaria, ante la cual había un jardín con dos rosales: uno, de rosas blancas, y el otro, de rosas encarnadas.

La mujer tenía dos hijas que se parecían a los dos rosales, y se llamaban Blancanieve y Rojaflor. Eran tan buenas y piadosas, tan hacendosas y diligentes, que no se hallarían otras iguales en todo el mundo; sólo que Blancanieve era más apacible y dulce que su hermana. A Rojaflor le gustaba correr y saltar por campos y prados, buscar flores y cazar pajarillos, mientras Blancanieve prefería estar en casa, al lado de su madre, ayudándola en sus quehaceres o leyendo en voz alta cuando no había otra ocupación a que atender.

Las dos niñas se querían tanto, que salían tomadas de la mano, y cuando Blancanieve decía:
- Jamás nos separaremos -contestaba Rojaflor:
- No, mientras vivamos -y la madre añadía: - Lo que es de una, ha de ser de la otra.

Con frecuencia salían las dos al bosque, a recoger fresas u otros frutos silvestres. Nunca les hizo daño ningún animal; al contrario, se les acercaban confiados. La liebre acudía a comer una hoja de col de sus manos; el corzo pacía a su lado, el ciervo saltaba alegremente en torno, y las aves, posadas en las ramas, gorjeaban para ellas.

Jamás les ocurrió el menor percance. Cuando les sorprendía la noche en el bosque, tumbábanse juntas a dormir sobre el musgo hasta la mañana; su madre lo sabía y no se inquietaba por ello. Una vez que habían dormido en el bosque, al despertarlas la aurora vieron a un hermoso niño, con un brillante vestidito blanco, sentado junto a ellas. Levantóse y les dirigió una cariñosa mirada; luego, sin decir palabra, se adentró en la selva. Miraron las niñas a su alrededor y vieron que habían dormido junto a un precipicio, en el que sin duda se habrían despeñado si, en la oscuridad, hubiesen dado un paso más. Su madre les dijo que seguramente se trataría del ángel que guarda a los niños buenos.

Blancanieve y Rojaflor tenían la choza de su madre tan limpia y aseada, que era una gloria verla. En verano, Rojaflor cuidaba de la casa, y todas las mañanas, antes de que se despertase su madre, le ponía un ramo de flores frente a la cama; y siempre había una rosa de cada rosal. En invierno, Blancanieve encendía el fuego y suspendía el caldero de las llares; y el caldero, que era de latón, relucía como oro puro, de limpio y bruñido que estaba. Al anochecer, cuando nevaba, decía la madre:

- Blancanieve, echa el cerrojo - y se sentaban las tres junto al hogar, y la madre se ponía los lentes y leía de un gran libro. Las niñas escuchaban, hilando laboriosamente; a su lado, en el suelo, yacía un corderillo, y detrás, posada en una percha, una palomita blanca dormía con la cabeza bajo el ala.

Una noche oscura se hallaban las tres así reunidas. El viento zarandeaba la pequeña y aislada casita. Llamaron a la puerta.
- Abre, Rojaflor; será algún caminante que busca refugio -dijo la madre. Corrió Rojaflor a descorrer el cerrojo, pensando que sería un pobre; pero era un oso, el cual asomó por la puerta su gran cabeza negra. La niña dejó escapar un grito y retrocedió de un salto; el corderillo se puso a balar, y la palomita, a batir de alas, mientras Blancanieve se escondía detrás de la cama de su madre.

Pero el oso rompió a hablar:
- No temáis, no os haré ningún daño. Estoy medio helado y sólo deseo calentarme un poquitín.
- ¡Pobre oso! -exclamó la madre-; échate junto al fuego y ten cuidado de no quemarte la piel. Y luego, elevando la voz: - Blancanieve, Rojaflor, salid, que el oso no os hará ningún mal; lleva buenas intenciones.

Las niñas se acercaron, y luego lo hicieron también, paso a paso, el corderillo y la palomita, pasado ya el susto.

Dijo el oso:
- Niñas, sacudidme la nieve que llevo en la piel - y ellas trajeron la escoba y lo barrieron, dejándolo limpio, mientras él, tendido al lado del fuego, gruñía de satisfacción.
Blancanieve acarició su cabeza y, mientras Rojaflor avivaba las llamas, Blancanieve corrió a la alacena y pronto volvió con un platito de miel.

Al ser la hora de ir a dormir, se preguntaban qué harían con el oso. Sería de fiar?

- Yo creo que es muy noble -dijo Blancanieve.
- No deja de mirarnos... -murmuró Rojaflor.
- Pero con cariño, como un amigo -replicó su hermana.
- Puedes quedarte en el hogar -la madre dijo al oso, así estarás resguardado del frío y del mal tiempo.

Y durmieron tan confiadas como si en la casa no hubiese un animal feroz.

Al asomar el nuevo día, había cesado de nevar.
- Tengo que irme -dijo el oso.
Sus amiguitas se lamentaron con tristeza.
- ¡Qué lástima!
- Ven siempre que quieras.

Las niñas le abrieron la puerta, y el animal se alejó trotando por la nieve y desapareció en el bosque. El bosque no estaba tan solitario como todos creían. Agazapado tras de una enorme piedra, un enano de sonrisa maligna se hallaba al acecho.

Algún tiempo después, la madre envió a las niñas al bosque a buscar leña. Encontraron un gran árbol derribado, y, cuando más afanadas estaban ellas en el trabajo, oyeron gritar:

- ¡Eh, pareja de tontas, venid!

Al acercarse descubrieron un enanillo de rostro arrugado y marchito, con una larguísima barba, blanca como la nieve, cuyo extremo se le había atrapado en una hendidura del árbol; por lo que el hombrecillo no podía soltarse.

Clavando en las niñas sus ojitos rojos y encendidos, les gritó:
- ¿Qué hacéis ahí paradas? ¿No podéis venir a ayudarme?
- ¿Qué te ha pasado, enanito? -preguntó Rojaflor.
- ¡Tonta curiosa! -replicó el enano-. Quise partir el tronco en leña menuda para mi cocina. Los tizones grandes nos queman la comida, pues nuestros platos son pequeños y comemos mucho menos que vosotros, que sois gente grandota y glotona. Ya tenía la cuña hincada, y todo hubiera ido a las mil maravillas, pero esta maldita madera es demasiado lisa; la cuña saltó cuando menos lo pensaba, y el tronco se cerró, y me quedó la hermosa barba atrapada, sin poder sacarla; y ahora estoy aprisionado. ¡Sí, ya podéis reiros, tontas, caras de cera! ¡Uf, y qué feas sois!
Por más que las niñas se esforzaron, no hubo medio de desasir la barba; tan sólidamente cogida estaba.

- Iré a buscar gente -dijo Rojaflor.
- ¡Bobaliconas! -gruñó el enano. ¿Para qué queréis más gente? A mí me sobra con vosotras dos. ¿No se os ocurre nada mejor?
- No te impacientes -dijo Blancanieve-, ya encontraré un remedio- y, sacando las tijeras del bolsillo, cortó el extremo de la barba. Tan pronto como el enano se vio libre, agarró un saco, lleno de oro, que había dejado entre las raíces del árbol y, cargándoselo a la espalda, gruñó:

- ¡Qué gentezuela más torpe! ¡Con lo preciosas que eran mis barbas y cómo me las has estropeado! ¡Qué os lo pague el diablo!
Y se alejó, sin volverse a mirar a las niñas.

Poco tiempo después, las dos hermanas quisieron preparar un plato de pescado. Salieron, pues, de pesca y, al llegar cerca del río, vieron un bicho semejante a un saltamontes que avanzaba a saltitos hacia el agua, como queriendo meterse en ella. Al aproximarse, reconocieron al enano de marras.

- ¡Eh, bobaliconas! Venid!- las llamó el enano, siempre con sus pésimos modales.
- ¿Adónde vas? -preguntóle Rojaflor-. Supongo que no querrás echarte al agua, ¿verdad?
- No soy tan imbécil -gritó el enano-. ¿No veis que ese maldito pez me arrastra al río?

El caso era que el hombrecillo había estado pescando, pero con tan mala suerte que el viento le había enredado el sedal en la barba y, al picar un pez gordo, la débil criatura no tuvo fuerzas suficientes para sacarlo, por el contrario, era el pez el que se llevaba al enanillo al agua.

El hombrecito se agarraba a las hierbas y juncos, pero sus esfuerzos no servían de gran cosa; tenía que seguir los movimientos del pez, con peligro inminente de verse precipitado en el río.

Las muchachas llegaron muy oportunamente; lo sujetaron e intentaron soltarle la barba, pero en vano: barba e hilo estaban sólidamente enredados. No hubo más remedio que acudir nuevamente a las tijeras y cortar otro trocito de barba. Al verlo el enanillo, les gritó:

- ¡Estúpidas! ¿Qué manera es esa de desfigurarle a uno? ¿No bastaba con haberme despuntado la barba, sino que ahora me cortáis otro gran trozo? ¡Habráse visto!¡Estropear mis sedosas barbas, que son la maravilla de las maravillas!

Y, recogiendo un saco de perlas que yacía entre los juncos, se marchó sin decir más, desapareciendo detrás de una piedra.

Otro día, la madre envió a las dos hermanitas a la ciudad a comprar hilo, agujas, cordones y cintas. El camino cruzaba por un erial, en el que, de trecho en trecho, había grandes rocas dispersas. De pronto vieron una gran ave que describía amplios círculos encima de sus cabezas, descendiendo cada vez más, hasta que se posó en lo alto de una de las peñas, e inmediatamente oyeron un penetrante grito de angustia.

Corrieron allí y vieron con espanto que el águila había hecho presa en su viejo conocido, el enano, y se aprestaba a llevárselo. Las compasivas criaturas sujetaron con todas sus fuerzas al hombrecillo y no cejaron hasta que el águila soltó a su víctima. Cuando el enano se hubo repuesto del susto, gritó con su malhumor de siempre:

- ¿No podíais tratarme con más cuidado? Me habéis desgarrado la chaquetita, y ahora está toda rota y agujereada, ¡torpes más que torpes!

Y cargando con un saquito de piedras preciosas se metió en su cueva, entre las rocas. Las niñas, acostumbradas a su ingratitud, prosiguieron su camino e hicieron sus recados en la ciudad.

De regreso, al pasar de nuevo por el erial, sorprendieron al enano, que había esparcido, en un lugar desbrozado, las piedras preciosas de su saco, seguro de que a una hora tan avanzada nadie pasaría por allí. El sol poniente proyectaba sus rayos sobre las brillantes piedras, que refulgían y centelleaban como soles; y sus colores eran tan vivos, que las pequeñas se quedaron boquiabiertas, contemplándolas.

- ¡A qué os paráis, con vuestras caras de babiecas! -gritó el enano; y su rostro ceniciento se volvió rojo de ira. Y ya se disponía a seguir con sus improperios cuando se oyó un fuerte gruñido y apareció un oso negro, que venía del bosque.

Aterrorizado, el hombrecillo trató de emprender la fuga; pero el oso lo alcanzó antes de que pudiese meterse en su escondrijo. Entonces se puso a suplicar, angustiado:

- Querido señor oso, perdonadme la vida y os daré todo mi tesoro; fijaos, todas esas piedras preciosas que están en el suelo. No me matéis. ¿De qué os servirá una criatura tan pequeña y flacucha como yo? Ni os lo sentiréis entre los dientes. Mejor es que os comáis a esas dos malditas muchachas; ellas sí serán un buen bocado, gorditas como tiernas codornices. Coméoslas y buen provecho os hagan.

El oso, sin hacer caso de sus palabras, propinó al malvado hombrecillo un zarpazo de su poderosa pata y lo dejó muerto en el acto.
Las muchachas habían echado a correr; pero el oso las llamó:

- ¡Blancanieve, Rojaflor, no temáis; esperadme, soy el mismo que este invierno os visitó una noche!
Ellas reconocieron entonces su voz y se detuvieron, y, cuando el oso las hubo alcanzado, de pronto se desprendió su espesa piel y quedó transformado en un hermoso joven, vestido de brocado de oro:

- Ha terminado mi encantamiento -manifestó-, y ese malvado enano era en realidad un encantador que, envidioso de mis tesoros, me convirtió en oso, robándome mis tesoros y condenándome a errar por el bosque en figura de oso salvaje, hasta que me redimiera con su muerte. Ahora ha recibido el castigo que merecía.

Y continuó:
- Soy hijo del rey de la Montaña Blanca... Te amo por tu bondad, Blancanieve. ¿Quieres casarte conmigo?

Blancanieve accedió muy contenta, y Rojaflor se casó con el hermano menor del príncipe y todos fueron muy felices.

Las riquezas que el enano había acumulado en su cueva volvieron a donde pertenecían. La anciana madre vivió aún muchos años tranquila y feliz, al lado de sus hijas. Llevóse consigo los dos rosales que, plantados delante de su ventana, siguieron dando todos los años sus hermosísimas rosas, blancas y rojas.

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miércoles, 21 de julio de 2010

Las cabras monteses y el cabrero

Llevó un cabrero a pastar a sus cabras y de pronto vio que las acompañaban unas cabras monteses. Llegada la noche, llevó a todas a su gruta.

A la mañana siguiente estalló una fuerte tormenta y no pudiendo llevarlas a los pastos, las cuidó dentro. Pero mientras a sus propias cabras sólo les daba un puñado de forraje, a las monteses les servía mucho más, con el propósito de quedarse con ellas.

Terminó al fin el mal tiempo y salieron todas al campo, pero las cabras monteses escaparon a la montaña. Las acusó el pastor de ingratas, por abandonarle después de haberlas atendido tan bien; mas ellas le respondieron:

- Mayor razón para desconfiar de ti, porque si a nosotras recién llegadas, nos has tratado mejor que a tus viejas y leales esclavas, significa ésto que si luego vinieran otras cabras, nos despreciarías a nosotras por ellas.

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sábado, 17 de julio de 2010

La Ratita Presumida

En un bonito pueblo había una casita que tenía fama por ser la más limpia y reluciente. En ella, vivía una simpática ratita que era muy, pero que muy presumida.
Un día, mientras barría la puerta de su casa, la Ratita vio algo en el suelo:

-¡Qué suerte, si es una moneda de oro! Me compraré una cinta de seda para hacerme un lazo. Entonces se fue a la mercería del pueblo y se compró el lazo más bonito.

-Tra, lará, larita, limpio mi casita, tra, lará, larita, limpio mi casita cantaba la Ratita, mientras salía a la puerta para que todos la vieran.

- Buenos días, Ratita dijo el señor Burro. Todos los días paso por aquí, pero nunca me había fijado en lo guapa que eres.
- Gracias, señor Burro dijo la Ratita poniendo voz muy coqueta.
- Dime, Ratita, ¿te quieres casar conmigo?
- Tal vez - respondió la ratita -. Pero ¿cómo cantarás por las noches?
-¡Hiooo, hiooo! -bufó el burro soltando su mejor rebuzno. Y la Ratita contestó:
-¡Contigo no me puedo casar, porque con ese ruido me despertarás!

Se fue el Burro bastante disgustado, cuando, al pasar, dijo el señor Perro:
-¿Cómo es que hasta hoy no me había dado cuenta de que eres tan bonita? Dime, Ratita ¿te quieres casar conmigo?
- Tal vez, pero antes dime: ¿cómo cantarás por las noches?
-¡Guauuu, guauuu!
-¡Contigo no me puedo casar, porque con ese ruido me despertarás!

Mientras, un Ratoncito que vivía cerca de su casa y que estaba enamorado de ella veía lo que pasaba. Se acercó y dijo:
-¡Buenos días, vecina!
-¡Ah!, eres tú! -dijo, sin hacerle caso.
-Todos los días estás preciosa, pero hoy más.
-Muy amable, pero no puedo hablar contigo porque estoy muy ocupada.

Después de un rato pasó el señor Gato y dijo:
-Buenos días, Ratita, ¿sabes que eres la joven más bonita? ¿Te quieres casar conmigo?
-Tal vez -dijo la Ratita-, pero ¿cómo cantarás por las noches?
-¡Miauuu, miauuu! -contestó con un dulce maullido.
-¡Contigo me quiero casar, pues con ese maullido me acariciarás!

El día antes de la boda, el señor Gato invitó a la Ratita a ir de picnic al campo, pero mientras preparaba el fuego, la Ratita miró en la cesta para sacar la comida, y...

-¡Qué raro! Sólo hay un tenedor, un cuchillo y una servilleta... ¿dónde está la comida?
- ¡La comida eres tú! -dijo el Gato, y enseñó sus colmillos.

Cuando iba a comerse a la Ratita, apareció el Ratoncito que, como no se fiaba del Gato, los había seguido hasta allí. Entonces, tomó un palo de la fogata y le pegó en el lomo para que saliera corriendo.

-Ratita, Ratita, eres la más bonita - le dijo el Ratoncito. ¿Te quieres casar conmigo?
- Tal vez, pero ¿vas a cantar por las noches?
- Por las noches -dijo él- callar y dormir.
- Entonces, contigo me quiero casar.

Poco después se casaron y fueron muy pero muy felices.

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martes, 13 de julio de 2010

Los Tres Cerditos

Había una vez tres cerditos que eran hermanos, y se fueron por el mundo a buscar fortuna. A los tres cerditos les gustaba la música y cada uno de ellos tocaba un instrumento. El más pequeño tocaba la flauta, el mediano el violín y el mayor tocaba el piano.

Su vida podría ser tranquila y feliz, de no ser por el lobo feroz, que siempre que tenía hambre intentaba comérselos.

- Construiremos una casa, así podremos meternos dentro cuando venga el lobo y estaremos a salvo de sus fauces. - dijo el mayor de ellos. A los otros dos les pareció una buena idea y pusieron manos a la obra, cada uno construyendo su casita.

- La mía será de paja -dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir a jugar.

El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:
- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores -explicó a sus hermanos. - Construiré mi casa en un santiamén con todos estos troncos y me iré también a jugar.

El mayor decidió construir su casa con ladrillos.
- Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar las bellotas y hacer caldo de zanahorias.

Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos cantaban y bailaban en la puerta, felices por haber acabado con el problema. De detrás de un árbol grande surgió el lobo, rugiendo de hambre y gritando:
- Cerditos, ¡os voy a comer!

Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!

Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la casita de paja se vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano mediano.

- ¡No nos comerá el Lobo Feroz! ¡En casa no puede entrar el Lobo Feroz! -cantaban desde dentro los cerditos.

De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!

La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor. El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba comerse a los tres cerditos más que nunca, y frente a la puerta bramó:
- ¡Soplaré y soplaré y la puerta derribaré! Y se puso a soplar tan fuerte como el viento de invierno

Sopló y sopló, pero la casita de ladrillos era muy resistente y no conseguía su propósito. Decidió trepar por la pared y entrar por la chimenea. Se deslizó hacia abajo... Y cayó en el caldero donde el cerdito mayor estaba hirviendo sopa de zanahorias. Escaldado y con el estómago vacío salió huyendo hacia el lago.

Los cerditos no le volvieron a ver. El mayor de ellos regañó a los otros dos por haber sido tan perezosos y poner en peligro sus propias vidas, y si algún día vais por el bosque y veis tres cerdos, sabréis que son los Tres Cerditos porque les gusta cantar: - ¡No nos comerá el Lobo Feroz! ¡En casa no puede entrar el Lobo Feroz!

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viernes, 9 de julio de 2010

El ratón campestre y el cortesano

Un ratón campesino tenía por amigo a otro de la corte, y lo invitó a que fuese a comer a la campiña. Mas como sólo podía ofrecerle trigo y yerbajos, el ratón cortesano le dijo:
- ¿ Sabes amigo, que llevas una vida de hormiga ? En cambio yo poseo bienes en abundancia. Ven conmigo y a tu disposición los tendrás.

Partieron ambos para la corte. Mostró el ratón ciudadano a su amigo trigo y legumbres, higos y queso, frutas y miel. Maravillado el ratón campesino, bendecía a su amigo de todo corazón y renegaba de su mala suerte.

Dispuestos ya a darse un festín, un hombre abrió de pronto la puerta. Espantados por el ruido los dos ratones se lanzaron temerosos a los agujeros. Volvieron luego a buscar higos secos, pero otra persona incursionó en el lugar, y al verla, los dos amigos se precipitaron nuevamente en una rendija para esconderse.

Entonces el ratón de los campos, olvidándose de su hambre, suspiró y dijo al ratón cortesano:

- Adiós amigo, veo que comes hasta hartarte y que estás muy satisfecho; pero es al precio de mil peligros y constantes temores. Yo, en cambio, soy un pobrete y vivo mordisqueando la cebada y el trigo, mas sin congojas ni temores hacia nadie.

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lunes, 5 de julio de 2010

El Pato de Oro

Éranse tres guapos muchachos muy fuertes, muy trabajadores, muy alegres, hijos de un anciano leñador, y asimismo leñadores.

Todas las mañanas, al amanecer, los tres hermanos salían juntos de casa, pero después tomaban distintas direcciones.

Los dos mayores, al primer gole de vista, escogían los mejores árboles. Enseguida de unos cuantos hachazos... ¡zas!, quedaban dueños y señores de los productos del bosque. En cambio el menor, Carlos, no trabajaba con tanto provecho.

Estando un día Eduardo, el mayor, comiendo, se le apareció un enanito sonrosado y burlón:

- ¡Hola, hola, leñador! Veo que tienes buen apetito... ¡Ejem...! Yo no he comido todavía...

Eduardo, sin darse por aludido, siguió comiendo y por todo saludo masculló:
- ¡Hmmm...!
Y era que los enanitos no le inspiraban simpatía.

Al no ser invitado, el enanito se marchó, pero nada más empezar a caminar tropezó con un tocón y se lastimó el tobillo.

- ¡Ay, ay de mí! ¡Qué daño me he hecho! -gimió.

Eduardo se hizo el disimulado, diciendo para sí:
- Que se fastidie por entrometido.
- Leñador, leñador -llamó el enano. - Si curas mi mal te regalaré un pato de oro.
- Lárgate, no necesito para nada tu pato de oro.

Andando, andando, el enanito acabó tropezando con otro leñador. Era Ignacio, el segundo de los hermanos.

- ¡Hola, hola, leñador! Te cambio tu hacha por mi pato de oro.
- ¡Vete y déjame trabajar! ¡Enanitos, enanitos...!
- Pues soy nada menos que un enviado del Hada de los Bosques, que quiere salvar a los árboles, sus amigos, de la violenta muerte que les dan los leñadores.
- ¡Hadas! ¡Valiente cuento! ¡Vete y déjame trabajar!

Estaba Carlos, el menor de los leñadores, con su hacha al lado y meditando tristemente:
- Todos me desprecian porque el producto de mi trabajo es escaso; pero... ¿cómo cortar árboles tan hermosos, en los que los pajaritos hacen sus nidos?
- ¡Hola, leñador! -díjole el enanito repentinamente apareciendo a su lado. - Te veo preocupado. Por cierto... si me dieras algo de comer... siento apetito.
- ¡Claro que sí, amigo mío! -y le presentó el envoltorio de su comida.
- Por tu atención, leñador, toma este pato de oro.
- Pero... no puedo aceptarlo, es demasiado valioso.
- Nada, nada... tuyo es el pato. El te dará la felicidad que bien mereces.

Avergonzado de recibir algo de tanto valor, Carlos regaló su hacha al enanito.

Al entrar en la ciudad con el pato de oro en la mano, una muchacha se le acercó, tocó el pato e inmediatamente quedó pegada a él.

- ¡Ay, ay, que no me puedo despegar de tu pato! -le gritó al leñador.
- ¿Quién te mandó tocarlo? - replicó Carlos, que se moría de risa.

A los gritos acudieron otras muchachas de la ciudad. Tan curiosas como la primera, quisieron tocar el pato y, conforme llegaban, quedaban unas pegadas a otras, y por más que tiraban y tiraban, no se podían despegar.

- ¡Buena hilera de curiosas! -decía el joven, burlándose de ellas.
- ¡Socorro, auxilio!

Formaban una graciosa procesión, Carlos delante y ellas como si fueran las ensartadas cuentas de un rosario.

Sucedió que la princesa real, enferma de melancolía, llevaba muchos años sin reír. Su padre había prometido darla en matrimonio a aquel que le arrancara una breve sonrisa. Al oír gritos en la calle, la princesa se asomó al balcón.

Precisamente entonces, Carlos pregonaba:
- ¡Vean, señores! ¡Vean el muestrario de curiosas de la ciudad!

La princesa, al principio más seria que un iceberg, no pudo más, y empezó a reír. Y tanto y tanto se divertía, que luego casi no podía parar. Lo cierto fue que inmediatamente se curó.

El rey cumplió su palabra, y como a la princesa le gustó el guapo y buen leñador, se convirtió en príncipe.

Después de la boda, montando un caballo blanco, la real pareja fue de visita a la casa del leñador. Orgulloso de su posesión, Carlos llevaba bien a la vista el pato de oro.

La familia del joven, de tanto que se alegró, se pusieron a bailar.

- Hermanos míos -dijo Carlos, pasado el primer momento de regocijo- os ruego que pidáis perdón al enanito.

Eduardo e Ignacio buscaron al enano y le pidieron perdón, prometiéndole sólo cortar leña en caso de gran necesidad.

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jueves, 1 de julio de 2010

La Vendedora de Fósforos

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

- Esto quiere decir que alguien ha muerto -pensó la niña- porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

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