Bienvenido a nuestro "Libro de Cuentos", esperamos que puedas encontrar aquí tus historias favoritas.
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miércoles, 26 de febrero de 2014

El pollo de Rita

Rita era una cocinera muy buena. Un día su amo le ordenó preparar un pollo asado porque tenía un invitado a cenar.

La mujer se esmeró y preparó el pollo tan bien que la boca se hacía agua con sólo verlo.

- Tengo que probar a ver si tiene bastante sal -se dijo para tener alguna justificación. Arrancó un ala y se la comió.

- Está bueno -se felicitó. Pero si dejo sólo un ala, el amo se dará cuenta de que falta la otra. Mejor será que me las coma a las dos.

Tanto probar, cuando llegó el amo no quedaba nada del pollo, pero la cocinera le aseguró:

- El pollo está listo. Ya podéis afilar el cuchillo para partirlo.

Poco después llegó el invitado que esperaban.

- ¡Escapad! -lo recibió Rita. Mi amo os ha invitado sólo para mataros. ¿No oís cómo afila el cuchillo?

El otro no se lo hizo repetir dos veces y salió corriendo a toda velocidad.

- ¡Menuda gente invitáis a cenar! -se lamentó la cocinera. Ese hombre ha cogido el pollo y se ha escapado.

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lunes, 30 de diciembre de 2013

Los dos hermanos y el nabo

Había dos hermanos, uno riquísimo y poderoso, y el otro más pobre que las ratas. Este, para conseguir algo de comida, limpió y sembró con gran esfuerzo un trozo de tierra.

Crecieron nabos y uno se hizo tan grande que el hombre no sabía qué hacer con él. No podía comerlo porque para terminarlo hubieran hecho falta cien invitados que no se hubieran contentado sólo con nabo; tampoco podía venderlo en el mercado porque la ganancia no le compensaría del trabajo de llevarlo hasta la ciudad.

Después de mucho pensar, decidió regalar el nabo al rey, que agradeció muchísimo el insólito regalo, convencido de que al ser tan raro, debía de valer muchísimo. El rey quiso devolver el gesto con generosidad, y le dio al campesino muchísimo oro.

Cuando su hermano lo supo, pensó que si un nabo había sido recompensado tan espléndidamente, ¡cómo lo sería un regalo realmente importante! Así que metió en un cofre las joyas más preciosas que tenía y se las llevó al rey. Este, por su parte, le dio lo más precioso tenía: ¡el enorme nabo que le había regalado el campesino!

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jueves, 7 de noviembre de 2013

Los doce cazadores

Había una vez un príncipe que estaba prometido con la princesa del Reino del Sur, a la cual quería mucho. El príncipe fue llamado a la cabecera de su padre, que se hallaba mortalmente enfermo, y escuchó su última voluntad:

-Querido hijo mío, he querido verte por última vez antes de morir; prométeme casarte con la princesa del Reino del Norte.

El joven estaba tan afligido que no se atrevió a contradecir a su padre en aquellos momentos, por lo que le contestó:

-Sí, querido padre, cumpliré tu voluntad.

El rey cerró los ojos y murió.

Comenzó entonces a reinar el hijo, y trascurrido el tiempo del luto debía cumplir su promesa, por lo que envió a buscar a la hija del rey del Reino del Sur, con la cual había dado palabra de casarse. Lo supo su primera novia y no pudo resistir el dolor, llegando casi a perder la salud. Entonces le preguntó su padre:

-Dime, querida hija, ¿qué te falta?, ¿qué tienes?

Reflexionó ella un momento y después contestó:

-Querido padre, quisiera encontrar once jóvenes iguales a mi rostro y estatura.

El rey le respondió:

-Se cumplirá tu deseo si es posible.

Y mandó buscar por todo su reino once doncellas que fueran iguales a su hija en rostro y estatura.

Cuando las hubo encontrado, se vistieron todas de cazadores con trajes enteramente iguales; la princesa se despidió después de su padre y se marchó con sus compañeras a la corte de su antiguo novio. Allí preguntó si necesitaba cazadores y si podían entrar todos en su servicio. El rey la miró y no la reconoció; pero como todos eran tan buenos mozos, dijo que sí, que los recibiría con gusto. Y quedaron los doce cazadores al servicio del rey.

Pero el rey tenía un león, que era un animal mágico, pues sabía todo lo oculto y secreto, y una noche le dijo:

-¿Crees que tienes doce cazadores?

-Sí -contestó el rey- los cazadores son doce.

Pero el león añadió:

-Te engañas, son doce doncellas.

El rey replicó:

-No puede ser verdad; ¿cómo me lo probarás?

-Manda echar guisantes en tu cuarto -replicó el león- y lo verás con facilidad. Los hombres tienen el paso firme; cuando andan sobre guisantes, ninguno se mueve; pero las mujeres caminan con inseguridad y vacilan y los guisantes ruedan.

El rey siguió su consejo y mandó extender los guisantes. Mas un criado del rey, que quería mucho a los cazadores, cuando supo que debían ser sometidos a una prueba, se lo contó diciéndoles:

-El león quiere probar al rey que ustedes son mujeres.

Se lo agradeció la princesa y dijo a sus doncellas:

-Vayan con cuidado y anden con paso fuerte por los guisantes.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los cazadores y fue a su cuarto, donde estaban los guisantes, comenzaron a andar con fuerza y con un paso tan firme y seguro, que ni uno solo rodó ni se movió. Cuando se marcharon, dijo el rey al león:

-Me has engañado, andan como hombres.

El león le contestó:

-Lo han sabido, y han procurado salir bien de la prueba, haciendo un esfuerzo. Pero manda traer doce husos a tu cuarto, y cuando entren verás cómo se sonríen, lo cual no hacen los hombres.

Agradó al rey el consejo y mandó llevar las ruecas a su cuarto.

Pero el criado, que tenía cada vez más afición a los cazadores, fue a verlos y les descubrió el secreto. Entonces dijo la princesa a sus once doncellas, así que estuvieron solas:

-Estén con cuidado y no miren las ruecas.

Cuando el rey llamó al día siguiente a los doce cazadores, entraron en su cuarto sin mirar a las ruecas. El rey dijo entonces al león:

-Me has engañado, son hombres, pues no han mirado las ruecas.

El león le contestó:

-Han sabido que debían ser sometidos a esta prueba y han procurado vencerse.

Pero el rey no quiso creer ya al león.

Los doce cazadores seguían al rey constantemente a la caza, el cual había llegado a tenerles verdadero cariño; pero un día, mientras cazaba, llegó la noticia de que había llegado la esposa del rey; su antigua novia, al oírlo, lo sintió tanto, que la faltaron las fuerzas y cayó desmayada en el suelo. El rey creyó que le había dado mal de corazón a su querido cazador, se acercó a él para auxiliarle, le quitó el guante, y vio en su mano la sortija que había regalado a su primera novia; la miró entonces a la cara y la reconoció, conmoviéndose de tal modo su alma, que le dio un beso, y cuando volvió en sí le dijo:

-Tú eres mía y yo soy tuyo, y ningún hombre del mundo puede separarnos.

Envió a su otra novia un caballero diciéndole que regresase a su reino, pues estaba ya casado, y no tardaron en celebrar su boda, perdonando al león, porque había dicho la verdad.

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miércoles, 21 de agosto de 2013

Simplicio y las tres plumas

Un anciano rey tenía que decidira cuál de sus tres hijos nombraba heredero y pensó ponerles una prueba:

- La corona será de quien me traiga el tapiz más hermoso.

Lanzó al aire tres plumas y mandó a sus hijos a que salieran a buscar el tapiz en la dirección en que fueran las plumas. El mayor fue hacia el este y el segundo hacia el oeste; el pequeño, al que sus hermanos llamaban Simplicio porque era muy ingenuo, vio caer su pluma muy cerca, donde seguramente no encontraría ningún tapiz, ni hermoso ni feo.

Comenzó a lamentarse y a desesperarse pero, de pronto, a sus pies se abrió una puerta trampa. Cayó en una sala, que era en el palacio de las ranas. La reina escuchó la historia del joven y le regaló un magnífico tapiz, gracias al cual ganó la prueba; pero sus hermanos, envidiosos, pidieron una segunda prueba y el rey accedió.

- Subiré al trono al que me traiga el anillo más hermoso.

El hijo mayor se contentó con el primer anillo que encontró y lo mismo hizo el segundo; pero el hermano menor los derrotó: otra vez le había ayudado la reina de las ranas.

Se concertó una tercera prueba:

- El reino lo heredará el que se case con la mujer más hermosa.

La reina de las ranas dijo al joven príncipe que tomara una zanahoria grande y la ahuecara, la atara a seis ratoncitos y pusiera dentro una de sus ranitas.

Simplicio, en su confiada ingenuidad, obedeció y ganó: la zanahoria se transformó en una lujosa carroza, los ratoncitos en espléndidos caballos y la rana en una maravillosa princesa que reinó felizmente al lado del rey Simplicio durante muchos, muchísimos años.

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miércoles, 5 de junio de 2013

El extraño violinista

Un violinista iba por el bosque y para acompañarse se puso a tocar, pero la música atrajo a un enorme y feroz oso.

- ¡Qué bien tocas! - le dijo el oso para vencer su desconfianza. - ¿Podrías enseñarme a tocar?

El violinista no se dejó engañar:

- Desde luego, con tal de que hagas lo que yo te diga. Mete las patas en las grietas de este árbol...

El animal obedeció y el músico se apresuró a bloquearle las patas con una piedra, y el incauto oso quedó atrapado.

El violinista continuó su camino. La segunda vez, el sonido del violín atrajo a un león y se repitió la misma escena.

La fiera cayó en una trampa y acabó colgada por el rabo  de la rama de un árbol. Después le tocó a un tigre, que también quedó inmovilizado por una nueva argucia.

Cuando las tres fieras consiguieron soltarse, persiguieron al violinista para vengarse, pero lo encontraron con el nuevo compañero que había encontrado mientras tanto: un gigantesco leñador, armado de una enorme hacha, que hizo huir a los agresores.

De esta forma, el extraño músico pudo atravesar el bosque sin sufrir ningún daño.

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miércoles, 23 de enero de 2013

El gigante Hans se hace leñador

El gigante Hans se ofreció como leñador. El primer día de trabajo no se preocupó ni siquiera de causar una buena impresión. Al amanecer, cuando sus compañeros lo despertaron para ir al bosque, ni siquiera se levantó.

Cuando por fin se decidió a levantarse, lo primero que hizo fue prepararse un cocido de garbanzos y se los comió todos. Los garbanzos eran el secreto de su fuerza prodigiosa. Después Hans se fue al bosque, arrancó los dos árboles mayores como si fueran hierbecillas y los cargó en el carro.

De vuelta, se encontró con una garganta profunda en el camino, cerrada por una barrera de troncos. Hans no perdió tiempo; levantó por encima de su cabeza el carro, con caballo y todo, y lo dejó al otro lado.

En casa, el patrón se puso contentísimo de verlo regresar antes que los otros con aquellos dos enormes árboles. Hans se fue a dormir, sin perder tiempo en parloteos.

Cuando regresaron sus compañeros, fueron a quejarse al patrón.
- Hans todavía está durmiendo.
- Sí, pero mientras duerme, pesca dos piezas como éstas - y les señaló los dos enormes árboles que había traído Hans.

Los hombres no pudieron decir más nada, y se fueron a descansar.

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miércoles, 7 de marzo de 2012

La paja, la brasa y la alubia

Vivía en un pueblo una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en el hogar y, para que ardiera más deprisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. A poco, una ascua saltó del hogar y cayó al lado de otras dos.

Abrió entonces la conversación la paja: - Amigos, ¿de dónde venís?

Y respondió la brasa: - ¡Suerte que he tenido de poder saltar del fuego! A no ser por mi arrojo, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza.

Dijo la alubia: - También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.

- No habría salido mejor librada yo -terció la paja-. Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de una vez para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.

- ¿Y qué vamos a hacer ahora? -preguntó el carbón.

- Yo soy de parecer -propuso la alubia-, que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía, y, para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marchemos juntos a otras tierras.

La proposición gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de poco llegaron a la orilla de un arroyuelo, y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea: - Yo me echaré de través, y haré de puente para que paséis vosotras.

Tendióse la paja de orilla a orilla, y el ascua, que por naturaleza era fogosa, apresuróse a aventurarse por la nueva pasarela. Pero cuando estuvo en la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más.

La paja comenzó a arder, y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al ascua, que, con un chirrido, expiró al tocar el agua. La alubia, que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.

También ella habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que, un sastre que iba de viaje, se detuviese a descansar a la margen del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón. La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.

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miércoles, 22 de febrero de 2012

Jorinde y Joringel

Érase una vez un viejo palacio en medio de un gran y espeso bosque, y dentro del palacio vivía completamente sola una vieja mujer que era una bruja muy bruja. De día se convertía en un gato o en un búho y por la noche volvía a recuperar su verdadera figura humana.

Sabía atraer a los animales salvajes y a los pájaros, y luego los mataba y los cocía o los asaba. Cuando alguien se acercaba a cien pasos del palacio tenía que detenerse y no se podía mover del sitio hasta que ella le soltaba; en cambio, si una inocente doncella entraba en ese círculo, la transformaba en un pájaro y luego la encerraba en una cesta en los cuartos del palacio. Tenía en el palacio sus buenas siete mil cestas con tan singulares pájaros.

Había una vez una doncella que se llamaba Jorinde y era más bella que ninguna otra muchacha. Ella y un joven muy hermoso llamado Joringel se habían prometido en matrimonio. Estaban en los días de noviazgo y su mayor placer era estar el uno con el otro. Para poder hablar por una vez a solas se fueron a pasear al bosque.

-¡Guárdate mucho de acercarte demasiado al palacio! -dijo Joringel.

Era una bella tarde, el sol brillaba claro entre los troncos de los árboles penetrando en el verde oscuro del bosque y la tórtola cantaba quejumbrosa sobre las viejas hayas.

Jorinde se echó a llorar, se sentó al sol y empezó a lamentarse. Joringel se lamentó también. Estaban tan espantados como si fueran a morirse. Miraron a su alrededor desorientados y no sabían cómo volver a casa. La mitad del sol estaba aún por encima de la montaña y la otra mitad por debajo. Joringel miró entre los matorrales y vio muy cerca de él el viejo muro del palacio, se asustó y le entró pánico. Jorinde cantó:

Pajarito mío de roja banda
canta mi pena, penita, pena.
La palomita su muerte canta,
canta su pe..., ¡pío! ¡pi!, ¡pío! ¡pi!

Joringel buscó a Jorinde con la mirada. Jorinde se había transformado en un ruiseñor que cantaba: «¡Pío! ¡Pi! ¡Pío! ¡Pi!» Un búho con ojos que echaban chispas voló tres veces a su alrededor y gritó tres veces: «¡Uhú! ¡Uhú! ¡Uhú! » Joringel no podía moverse; estaba allí como una piedra, no podía llorar, ni hablar, ni mover las manos ni los pies.

Entonces se puso el sol. El búho voló hasta un matorral, e inmediatamente después salió de él una vieja y encorvada mujer, amarilla y flaca, de grandes ojos rojos y aguileña nariz, cuya punta le llegaba hasta la barbilla. Murmuró algo, capturó al ruiseñor y se lo llevó. Joringel no pudo decir nada ni moverse del sitio.

El ruiseñor desapareció. Finalmente la mujer volvió y dijo con voz bronca:

-¡Hola, Zaquiel! ¡Cuando la luz de la lunita brille en la cestita libéralo, Zaquiel, en buena hora!

Entonces Joringel quedó libre; se arrodilló ante la mujer y le suplicó que le devolviera a su Jorinde, pero ella dijo que jamás volvería a tenerla y se marchó. Él clamó, lloró y se lamentó, pero todo fue en vano. «¡Ay! ¿Qué va a ser de mí?», pensó. Joringel se marchó y finalmente llegó a un pueblo desconocido; allí estuvo apacentando cabras mucho tiempo.

A menudo rodeaba el palacio, pero sin acercarse demasiado. Hasta que una noche soñó que se encontraba una flor roja como la sangre con una perla hermosa y grande en el centro, y cortaba la flor y se iba con ella al palacio. Todo lo que tocaba con la flor quedaba libre del encantamiento. También soñó que de esa manera recuperaba a su Jorinde.

Por la mañana, cuando se despertó, empezó a buscar una flor así por montañas y valles. Siguió buscando hasta el noveno día y entonces, por la mañana temprano, encontró la flor roja como la sangre. En el centro tenía una gota de rocío, tan grande como la más hermosa perla. Aquella flor la llevó día y noche hasta llegar al palacio.

Cuando llegó a cien pasos del palacio no se quedó paralizado, sino que siguió avanzando hacia la puerta. Joringel se alegró mucho, tocó el portón con la flor y éste se abrió de par en par; entró, atravesó el patio y escuchó con atención a ver si oía los numerosos pájaros.

Por fin los oyó; fue y encontró el salón. Allí estaba la bruja dando de comer a los pájaros en las siete mil cestas. Cuando vio a Joringel se puso furiosa, muy furiosa, escupió veneno y bilis contra él, pero no pudo acercársele a dos pasos. Él no se volvió hacia ella y fue directo a mirar las cestas de los pájaros; pero allí había muchos cientos de ruiseñores. ¿Cómo iba a encontrar a su Jorinde?

Mientras estaba mirando se dio cuenta de que la vieja cogía a escondidas un cestito con un pájaro y se iba con él hacia la puerta. Se fue hacia allí inmediatamente, tocó el cestito con la flor y también a la vieja. Entonces ella ya no pudo hacer magia, y Jorinde estaba allí, abrazada a su cuello, y tan bella como había sido siempre, y él convirtió también de nuevo en doncellas a los demás pájaros y luego se fue con su Jorinde a casa, y juntos vivieron felices durante mucho tiempo.

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miércoles, 18 de enero de 2012

El búho

Un par de siglos atrás, la gente no era tan lista y avisada como es ahora, ni mucho menos. Pues por aquellos días sucedió en una pequeña ciudad el extraño acontecimiento que voy a contaros.

Un anochecer llegó de un bosque próximo una de esas grandes lechuzas que solemos llamar búhos o granduques, y fue a meterse en el granero de un labrador, donde pasó la noche. A la mañana siguiente no se atrevió a abandonar su refugio, por miedo a las demás aves, que, en cuanto la descubren, prorrumpen en un espantoso griterío.

Cuando el mozo de la granja subió al granero por paja, asustóse de tal modo al ver al búho posado en un rincón, que escapó corriendo y dijo a su amo que en el pajar había un monstruo como no viera otro semejante en toda su vida; movía los ojos en torno a la cabeza, y era capaz de tragarse a cualquiera sin cumplidos.

- Ya te conozco -respondió el amo. Eres lo bastante valiente para correr tras un mirlo en el campo; pero en cuanto ves un pollo muerto, te armas de un palo antes de acercarte a él. Tendré que subir yo mismo, a averiguar qué monstruo es ése que dices.

Y dirigiéndose, animoso, al granero, echó una mirada al lugar indicado, y al descubrir al extraño y horrible animal, entróle un espanto parecido al de su criado. Bajó en dos saltos y corrió a alarmar a los vecinos, pidiéndoles asistencia contra un animal peligroso y desconocido, que podía poner en peligro a toda la ciudad si le daba por salir de su granero.

Movióse gran alboroto y griterío en las calles. Los burgueses acudieron armados de chuzos, horquillas, hoces y hachas, como si se tratase de presentar batalla a algún formidable enemigo. Luego se presentaron también los miembros del Consejo, con el burgomaestre a la cabeza, y, una vez formados todos en la plaza del mercado, iniciaron la marcha hacia el granero y lo rodearon por todas partes. Adelantóse entonces uno de los más bravos y entró pica en ristre; pero inmediatamente volvió a salir, pálido como un muerto e incapaz de proferir palabra tras el grito de espanto que le había arrancado la vista del monstruo. Otros dos se aventuraron a probar suerte, pero retrocedieron tan aterrorizados como el primero.

Finalmente, avanzó un individuo alto y forzudo, famoso por sus hazañas guerreras, y dijo:
- Con sólo mirarla no ahuyentaréis esa bestia monstruosa. Hay que actuar en serio; mas veo que todos sois unas mujerzuelas y que nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato.

Pidió que le prestasen una armadura, espada y pica, y se aprestó al combate. Todos ensalzaron su valor, y eran muchos los que temían por su vida. Abrieron la doble puerta del granero y apareció el búho, que, entretanto, se había posado en uno de los grandes travesaños. Mandó él que trajesen una escalera de mano, y cuando la colocó y se dispuso a encaramarse en ella, todos lo animaron a gritos y lo encomendaron a San Jorge, el matador del dragón. Llegado arriba, cuando el búho comprendió sus propósitos agresivos, turbado, además, por el griterío de la multitud y no viendo el medio de escapar, empezó a girar los ojos, erizó las plumas, desplegó las alas y, castañeando con el pico, con voz ronca lanzó su grito: «¡Chuhú, chuhú!».

- ¡Embístele, embístele! - gritaba la gente desde abajo al esforzado héroe.

- Si estuvierais aquí conmigo - respondió él -, a buen seguro que no gritaríais así. Subió otro peldaño; pero entróle un fuerte temblor y emprendió la retirada, casi desmayado.

Ya no quedaba nadie dispuesto a arrostrar el peligro.

- Este monstruo - decían -, con sólo su grito y su aliento ha envenenado y malherido al más fuerte y valiente de nuestros hombres. ¿Vamos también a exponer la vida de los demás?

Deliberaron acerca de lo que convenía hacer para evitar la ruina de la ciudad. Durante buen rato nadie encontró remedio; hasta que, por fin, el alcalde dijo:

- Mi opinión es la de que todos contribuyamos a indemnizar al propietario el valor de este granero con todo lo que contiene, grano, paja y heno, y le peguemos fuego para que se incendie todo con la terrible bestia; de esta manera, nadie habrá de exponer su vida. Es un caso en que no hay que andarse con reparos; la tacañería sería contraproducente.

Todo el mundo se declaró conforme con la proposición e incendiaron el pajar por los cuatro costados, y junto con él quedó el pobre búho reducido a cenizas. Y el que no quiera creerlo, que vaya a preguntarlo.

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viernes, 16 de diciembre de 2011

El flautista de Hamelin

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquitante plaga.

Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".

Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".

Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.

Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.

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miércoles, 5 de octubre de 2011

La reina de las abejas

Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban "el bobo", púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?

Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo: - Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.

Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso: - Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.

Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero "el bobo" los detuvo, repitiendo: - Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.

Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado.

A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: "En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra".

Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor: encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a "el bobo", el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.

El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar "el bobo" a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.

El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.

Compareció entonces la reina de las abejas, que "el bobo" había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y "el bobo" se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

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lunes, 29 de agosto de 2011

El viejo Rinkrank

Érase una vez un rey que tenía una hija. Se hizo construir una montaña de cristal y dijo:

- El que sea capaz de correr por ella sin caerse, se casará con mi hija.

He aquí que se presentó un pretendiente y preguntó al Rey si podría obtener la mano de la princesa.

- Sí -respondióle el Rey-; si eres capaz de subir corriendo a la montaña sin caerte, la princesa será tuya.

Dijo entonces la hija del Rey que subiría con él y lo sostendría si se caía. Emprendieron el ascenso, y, al llegar a media cuesta, la princesa resbaló y cayó y, abriéndose la montaña, precipitóse en sus entrañas, sin que el pretendiente pudiese ver dónde había ido a parar, pues el monte se había vuelto a cerrar enseguida. Lamentóse y lloró el mozo lo indecible, y también el Rey se puso muy triste, y dio orden de romper y excavar la montaña con la esperanza de rescatar a su hija; pero no hubo modo de encontrar el lugar por el que había caído.

Entretanto, la princesa, rodando por el abismo, había ido a dar en una cueva profundísima y enorme, donde salió a su encuentro un personaje muy viejo, de luenga barba blanca, y le dijo que le salvaría la vida si se avenía a servirle de criada y a hacer cuanto le mandase; de lo contrario, la mataría. Ella cumplió todas sus órdenes.

Al llegar la mañana, el individuo se sacó una escalera del bolsillo y, apoyándola contra la montaña, subióse por ella y salió al exterior, cuidando luego de volver a recoger la escalera. Ella hubo de cocinar su comida, hacer su cama y mil trabajos más; y así cada día; y cada vez que regresaba el hombre, traía consigo un montón de oro y plata. Al cabo de muchos años de seguir así las cosas y haber envejecido él en extremo, dio en llamarla «Dama Mansrot», y le mandó que ella lo llamase a él «Viejo Rinkrank».

Un día en que el viejo había salido como de costumbre, hizo ella la cama y fregó los platos. Luego cerró bien todas las puertas y ventanas, dejando abierta sólo una ventana de corredera por la que entraba la luz. Cuando volvió el viejo Rinkrank, llamó a la puerta, diciendo:

- ¡Dama Mansrot, ábreme!

- No -respondió ella-, no, viejo Rinkrank, no te abriré.

Dijo él entonces:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, friega los platos».

- Ya he fregado los platos- respondió ella.

Y prosiguió él:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, hazme la cama».

- Ya hice tu cama -respondió ella.

Y él, de nuevo:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, ábreme la puerta».

Dando la vuelta a la casa, vio que el pequeño tragaluz estaba abierto, y pensó: «Echaré una miradita para ver qué está haciendo, y por qué se niega a abrirme la puerta». Y, al tratar de meter la cabeza por el tragaluz, se lo impidió la barba. Entonces empezó introduciendo la barba en la ventanilla, y, cuando ya la tuvo dentro, acudió Dama Mansrot, cerró el postigo y lo ató con una cinta, dejándolo bien sujeto, con la barba aprisionada en él. ¡Qué alaridos daba el viejo, lamentándose y quejándose de dolor, y rogando a la mujer que lo soltase! Pero ella le replicó que no lo haría sino a cambio de la escalera con que él salía de la montaña.

Atando una larga cuerda a la ventana, colocó la escalera debidamente y trepó por ella hasta llegar a cielo abierto; entonces, tirando desde arriba, levantó la tapa del tragaluz. Marchóse luego en busca de su padre y le refirió sus aventuras. Alegróse el Rey y le dijo que su novio aún vivía. Y saliendo todos a excavar la montaña, encontraron al fondo al Viejo Rinkrank con todo su oro y plata. Mandó el Rey ejecutar al viejo y se llevó todos sus tesoros. La princesa se casó con su novio, y vivieron felices y satisfechos.

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sábado, 13 de agosto de 2011

La lámpara azul

Érase un soldado que durante muchos años había servido lealmente a su rey. Al terminar la guerra, el mozo, que, debido a las muchas heridas que recibiera, no podía continuar en el servicio, fue llamado a presencia del Rey, el cual le dijo:

- Puedes marcharte a tu casa, ya no te necesito. No cobrarás más dinero, pues sólo pago a quien me sirve.

Y el soldado, no sabiendo cómo ganarse la vida, quedó muy preocupado y se marchó a la ventura. Anduvo todo el día, y al anochecer llegó a un bosque. Divisó una luz en la oscuridad, y se dirigió a ella. Así llegó a una casa, en la que habitaba una bruja.

- Dame albergue, y algo de comer y beber -pidióle- para que no me muera de hambre.

- ¡Vaya! -exclamó ella-. ¿Quién da nada a un soldado perdido? No obstante, quiero ser compasiva y te acogeré, a condición de que hagas lo que voy a pedirte.

- ¿Y qué deseas que haga? -preguntó el soldado.

- Que mañana caves mi huerto.

Aceptó el soldado, y el día siguiente estuvo trabajando con todo ahínco desde la mañana, y al anochecer, aún no había terminado.

- Ya veo que hoy no puedes más; te daré cobijo otra noche; pero mañana deberás partirme una carretada de leña y astillarla en trozos pequeños.

Necesitó el mozo toda la jornada siguiente para aquel trabajo, y, al atardecer, la vieja le propuso que se quedara una tercera noche.

- El trabajo de mañana será fácil -le dijo-. Detrás de mi casa hay un viejo pozo seco, en el que se me cayó la lámpara. Da una llama azul y nunca se apaga; tienes que subírmela.

Al otro día, la bruja lo llevó al pozo y lo bajó al fondo en un cesto. El mozo encontró la luz e hizo señal de que volviese a subirlo. Tiró ella de la cuerda, y, cuando ya lo tuvo casi en la superficie, alargó la mano para coger la lámpara.

- No -dijo él, adivinando sus perversas intenciones-. No te la daré hasta que mis pies toquen el suelo.

La bruja, airada, lo soltó, precipitándolo de nuevo en el fondo del pozo, y allí lo dejó.

Cayó el pobre soldado al húmedo fondo sin recibir daño alguno y sin que la luz azul se extinguiese. ¿De qué iba a servirle, empero? Comprendió enseguida que no podría escapar a la muerte. Permaneció tristemente sentado durante un rato. Luego, metiéndose, al azar, la mano en el bolsillo, encontró la pipa, todavía medio cargada. "Será mi último gusto", pensó; la encendió en la llama azul y se puso a fumar. Al esparcirse el humo por la cavidad del pozo, aparecióse de pronto un diminuto hombrecillo, que le preguntó:

- ¿Qué mandas, mi amo?.

- ¿Qué puedo mandarte? -replicó el soldado, atónito.

- Debo hacer todo lo que me mandes -dijo el enanillo.

- Bien -contestó el soldado-. En ese caso, ayúdame, ante todo, a salir del pozo.

El hombrecillo lo cogió de la mano y lo condujo por un pasadizo subterráneo, sin olvidar llevarse también la lámpara de luz azul. En el camino le fue enseñando los tesoros que la bruja tenía allí reunidos y ocultos, y el soldado cargó con todo el oro que pudo llevar.

Al llegar a la superficie dijo al enano:

- Ahora amarra a la vieja hechicera y llévala ante el tribunal.

Poco después veía pasar a la bruja, montada en un gato salvaje, corriendo como el viento y dando horribles chillidos. No tardó el hombrecillo en estar de vuelta:

- Todo está listo -dijo-, y la bruja cuelga ya de la horca. ¿Qué ordenas ahora, mi amo?.

- De momento nada más -le respondió el soldado-. Puedes volver a casa. Estáte atento para comparecer cuando te llame.

- Pierde cuidado -respondió el enano-. En cuanto enciendas la pipa en la llama azul, me tendrás en tu presencia. - Y desapareció de su vista.

Regresó el soldado a la ciudad de la que había salido. Se alojó en la mejor fonda y se encargó magníficos vestidos. Luego pidió al fondista que le preparase la habitación más lujosa que pudiera disponer. Cuando ya estuvo lista y el soldado establecido en ella, llamando al hombrecillo negro, le dijo:

- Serví lealmente al Rey, y, en cambio, él me despidió, condenándome a morir de hambre. Ahora quiero vengarme.

- ¿Qué debo hacer? -preguntó el enanito.

- Cuando ya sea de noche y la hija del Rey esté en la cama, la traerás aquí dormida. La haré trabajar como sirvienta.

- Para mí eso es facilísimo -observó el hombrecillo-. Mas para ti es peligroso. Mal lo pasarás si te descubren.

Al dar las doce abrióse la puerta bruscamente, y se presentó el enanito cargado con la princesa.

- ¿Conque eres tú, eh? -exclamó el soldado-. ¡Pues a trabajar! Ve a buscar la escoba y barre el cuarto.

Cuando hubo terminado, la mandó acercarse a su sillón y, alargando las piernas, dijo:

- ¡Quítame las botas! -y se las tiró a la cara, teniendo ella que recogerlas, limpiarlas y lustrarlas. La muchacha hizo sin resistencia todo cuanto le ordenó, muda y con los ojos entornados. Al primer canto del gallo, el enanito volvió a trasportarla a palacio, dejándola en su cama.

Al levantarse a la mañana siguiente, la princesa fue a su padre y le contó que había tenido un sueño extraordinario:

- Me llevaron por las calles con la velocidad del rayo, hasta la habitación de un soldado, donde hube de servir como criada y efectuar las faenas más bajas, tales como barrer el cuarto y limpiar botas. No fue más que un sueño, y, sin embargo, estoy cansada como si de verdad hubiese hecho todo aquello.

- El sueño podría ser realidad -dijo el Rey-. Te daré un consejo: llénate de guisantes el bolsillo, y haz en él un pequeño agujero. Si se te llevan, los guisantes caerán y dejarán huella de tu paso por las calles.

Mientras el Rey decía esto, el enanito estaba presente, invisible, y lo oía. Por la noche, cuando la dormida princesa fue de nuevo transportada por él calles a través, cierto que cayeron los guisantes, pero no dejaron rastro, porque el astuto hombrecillo procuró sembrar otros por toda la ciudad. Y la hija del Rey tuvo que servir de criada nuevamente hasta el canto del gallo.

Por la mañana, el Rey despachó a sus gentes en busca de las huellas; pero todo resultó inútil, ya que en todas las calles veíanse chiquillos pobres ocupados en recoger guisantes, y que decían:

- Esta noche han llovido guisantes.

- Tendremos que pensar otra cosa -dijo el padre-. Cuando te acuestes, déjate los zapatos puestos; antes de que vuelvas de allí escondes uno; ya me arreglaré yo para encontrarlo.

El enanito negro oyó también aquellas instrucciones, y cuando, al llegar la noche, volvió a ordenarle el soldado que fuese por la princesa, trató de disuadirlo, manifestándole que, contra aquella treta, no conocía ningún recurso, y si encontraba el zapato en su cuarto lo pasaría mal.

- Haz lo que te mando -replicó el soldado; y la hija del Rey hubo de servir de criada una tercera noche. Pero antes de que se la volviesen a llevar, escondió un zapato debajo de la cama.

A la mañana siguiente mandó el Rey que se buscase por toda la ciudad el zapato de su hija. Fue hallado en la habitación del soldado, el cual, aunque -aconsejado por el enano- se hallaba en un extremo de la ciudad, de la que pensaba salir, no tardó en ser detenido y encerrado en la cárcel.

Con las prisas de la huida se había olvidado de su mayor tesoro, la lámpara azul y el dinero; sólo le quedaba un ducado en el bolsillo. Cuando, cargado de cadenas, miraba por la ventana de su prisión, vio pasar a uno de sus compañeros. Lo llamó golpeando los cristales, y, al acercarse el otro, le dijo:

- Hazme el favor de ir a buscarme el pequeño envoltorio que me dejé en la fonda; te daré un ducado a cambio.

Corrió el otro en busca de lo pedido, y el soldado, en cuanto volvió a quedar solo, apresuróse a encender la pipa y llamar al hombrecillo:

- Nada temas -dijo éste a su amo-. Ve adonde te lleven y no te preocupes. Procura sólo no olvidarte de la luz azul.

Al día siguiente se celebró el consejo de guerra contra el soldado, y, a pesar de que sus delitos no eran graves, los jueces lo condenaron a muerte. Al ser conducido al lugar de ejecución, pidió al Rey que le concediese una última gracia.

- ¿Cuál? -preguntó el Monarca.

- Que se me permita fumar una última pipa durante el camino.

- Puedes fumarte tres -respondió el Rey-, pero no cuentes con que te perdone la vida.

Sacó el hombre la pipa, la encendió en la llama azul y, apenas habían subido en el aire unos anillos de humo, apareció el enanito con una pequeña tranca en la mano y dijo:

- ¿Qué manda mi amo?

- Arremete contra esos falsos jueces y sus esbirros, y no dejes uno en pie, sin perdonar tampoco al Rey, que con tanta injusticia me ha tratado.

Y ahí tenéis al enanito como un rayo, ¡zis, zas!, repartiendo estacazos a diestro y siniestro. Y a quien tocaba su garrote, quedaba tendido en el suelo sin osar mover ni un dedo. Al Rey le cogió un miedo tal que se puso a rogar y suplicar y, para no perder la vida, dio al soldado el reino y la mano de su hija.

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jueves, 28 de julio de 2011

El viejo "Sultán"

Un campesino tenía un perro muy fiel, llamado "Sultán", que se había hecho viejo en su servicio y ya no le quedaban dientes para sujetar su presa.

Un día, estando el labrador con su mujer en la puerta de la casa, dijo: - Mañana mataré al viejo Sultán; ya no sirve para nada.

La mujer, compadecida del fiel animal, respondió: - Nos ha servido durante tantos años, siempre con tanta lealtad, que bien podríamos darle ahora el pan de limosna.

- ¡Qué dices, mujer! -replicó el campesino-. ¡Tú no estás en tus cabales! No le queda un colmillo en la boca, ningún ladrón le teme; ya ha terminado su misión. Si nos ha servido, tampoco le ha faltado su buena comida.

El pobre perro, que estaba tendido a poca distancia tomando el sol, oyó la conversación y entróle una gran tristeza al pensar que el día siguiente sería el último de su vida. Tenía en el bosque un buen amigo, el lobo, y, al caer la tarde, se fue a verlo para contarle la suerte que le esperaba.

- Ánimo, compadre -le dijo el lobo-, yo te sacaré del apuro. Se me ha ocurrido una idea. Mañana, de madrugada, tu amo y su mujer saldrán a buscar hierba y tendrán que llevarse a su hijito, pues no quedará nadie en casa. Mientras trabajan, acostumbran dejar al niño a la sombra del vallado. Tú te pondrás a su lado, como para vigilarlo. Yo saldré del bosque y robaré la criatura, y tú simularás que sales en mí persecución. Entonces, yo soltaré al pequeño, y los padres, pensando que lo has salvado, no querrán causarte ya ningún daño, pues son gente agradecida; antes, al contrario, en adelante te tratarán a cuerpo de rey y no te faltará nada.

Parecióle bien al perro la combinación, y las cosas discurrieron tal como habían sido planeadas. El padre prorrumpió en grandes gritos al ver que el lobo escapaba con su hijo; pero cuando el viejo Sultán le trajo al pequeñuelo sano y salvo, acariciando contentísimo al animal, le dijo: - Nadie tocará un pelo de tu piel, y no te faltará el sustento mientras vivas. Luego se dirigió a su esposa: - Ve a casa enseguida y le cueces a Sultán unas sopas de pan, que ésas no necesita mascarlas, y le pones en su yacija la almohada de mi cama; se la regalo.

Y, desde aquel día, Sultán se dio una vida de príncipe.

Al poco tiempo acudió el lobo a visitarlo, felicitándolo por lo bien que había salido el ardid.

- Pero, compadre -añadió-, ahora será cosa de que hagas la vista gorda cuando se me presente oportunidad de llevarme una oveja de tu amo. Hoy en día resulta muy difícil ganarse la vida.

- Con eso no cuentes -respondióle el perro-; yo soy fiel a mi dueño, y en esto no puedo transigir.

El lobo pensó que no hablaba en serio, y, al llegar la noche, presentóse callandito, con ánimo de robar una oveja; pero el campesino, a quien el leal Sultán había revelado los propósitos de la fiera, estaba al acecho, armado del mayal, y le dio una paliza que no le dejó hueso sano. El lobo escapó con el rabo entre piernas; pero le gritó al perro: - ¡Espera, mal amigo, me la vas a pagar!

A la mañana siguiente, el lobo envió al jabalí en busca del perro, con el encargo de citarlo en el bosque, para arreglar sus diferencias. El pobre Sultán no encontró más auxiliar que un gato que sólo tenía tres patas, y, mientras se dirigían a la cita, el pobre minino tenía que andar a saltos, enderezando el rabo cada vez, del dolor que aquel ejercicio le causaba.

El lobo y el jabalí estaban ya en el lugar convenido, aguardando al can; pero, al verlo de lejos, creyeron que blandía un sable, pues tal les pareció la cola enhiesta del gato. En cuanto a éste, que avanzaba a saltos sobre sus tres patas, pensaron que cada vez cogía una piedra para arrojársela después. A los dos compinches les entró miedo; el jabalí se escurrió entre la maleza, y el lobo se encaramó a un árbol. Al llegar el perro y el gato, extrañáronse de no ver a nadie.

El jabalí, empero, no había podido ocultarse del todo entre las matas y le salían las orejas. El gato, al dirigir en torno una cautelosa mirada, vio algo que se movía y, pensando que era un ratón, pegó un brinco y mordió con toda su fuerza. El jabalí echó a correr chillando desaforadamente y gritando: - ¡El culpable está en el árbol!

Gato y perro levantaron la mirada y descubrieron al lobo, que, avergonzado de haberse comportado tan cobardemente, hizo las paces con Sultán.

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viernes, 10 de junio de 2011

La serpiente blanca

Hace ya de esto mucho tiempo. He aquí que vivía un rey, famoso en todo el país por su sabiduría. Nada le era oculto; habríase dicho que por el aire le llegaban noticias de las cosas más recónditas y secretas. Tenía, empero, una singular costumbre. Cada mediodía, una vez retirada la mesa y cuando nadie hallaba presente, un criado de confianza le servía un plato más. Estaba tapado, y nadie sabía lo que contenía, ni el mismo servidor, pues el Rey no lo descubría ni comía de él hasta encontrarse completamente solo.

Las cosas siguieron así durante mucho tiempo, cuando un día picóle al criado una curiosidad irresistible y se llevó la fuente a su habitación. Cerrado que hubo la puerta con todo cuidado, levantó la tapadera y vio que en la bandeja había una serpiente blanca. No pudo reprimir el antojo de probarla; cortó un pedacito y se lo llevó a la boca.

Apenas lo hubo tocado con la lengua, oyó un extraño susurro de melódicas voces que venía de la ventana; al acercarse y prestar oído, observó que eran gorriones que hablaban entre sí, contándose mil cosas que vieran en campos y bosques. Al comer aquel pedacito de serpiente había recibido el don de entender el lenguaje de los animales.

Sucedió que aquel mismo día se extravió la sortija más hermosa de la Reina, y la sospecha recayó sobre el fiel servidor que tenía acceso a todas las habitaciones. El Rey le mandó comparecer a su presencia, y, en los términos más duros, le amenazó con que, si para el día siguiente no lograba descubrir al ladrón, se le tendría por tal y sería ajusticiado. De nada sirvió al leal criado protestar de su inocencia; el Rey lo hizo salir sin retirar su amenaza.

Lleno de temor y congoja, bajó al patio, siempre cavilando la manera de salir del apuro, cuando observó tres patos que solazaban tranquilamente en el arroyo, alisándose las plumas con el pico y sosteniendo una animada conversación. El criado se detuvo a escucharlos. Se relataban dónde habían pasado la mañana y lo que habían encontrado para comer. Uno de ellos dijo malhumorado:

- Siento un peso en el estómago; con las prisas me he tragado una sortija que estaba al pie de la ventana de la Reina.

Sin pensarlo más, el criado lo agarró por el cuello, lo llevó a la cocina y dijo al cocinero:

- Mata éste, que ya está bastante cebado.

- Dices verdad -asintió el cocinero sopesándolo con la mano-; se ha dado buena maña en engordar y está pidiendo ya que lo pongan en el asador.

Cortóle el cuello y, al vaciarlo, apareció en su estómago el anillo de la Reina. Fácil le fue al criado probar al Rey su inocencia, y, queriendo éste reparar su injusticia, ofreció a su servidor la gracia que él eligiera, prometiendo darle el cargo que más apeteciera en su Corte.

El criado declinó este honor y se limitó a pedir un caballo y dinero para el viaje, pues deseaba ver el mundo y pasarse un tiempo recorriéndole. Otorgada su petición, púsose en camino. y un buen día llegó junto a un estanque, donde observó tres peces que habían quedado aprisionados entre las cañas y pugnaban, jadeantes, por volver al agua. Digan lo que digan de que los peces son mudos, lo cierto es que el hombre entendió muy bien las quejas de aquellos animales, que se lamentaban de verse condenados a una muerte tan miserable. Siendo, como era, de corazón compasivo, se apeó y devolvió los tres peces al agua. Coleteando de alegría y asomando las cabezas, le dijeron:

- Nos acordaremos de que nos salvaste la vida, y ocasión tendremos de pagártelo.

Siguió el mozo cabalgando, y al cabo de un rato parecióle como si percibiera una voz procedente de la arena, a sus pies. Aguzando el oído, diose cuenta de que era un rey de las hormigas que se quejaba:

- ¡Si al menos esos hombres, con sus torpes animales, nos dejaran tranquilas! Este caballo estúpido, con sus pesados cascos, está aplastando sin compasión a mis gentes. El jinete torció hacia un camino que seguía al lado, y el rey de las hormigas le gritó:

- ¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!

La ruta lo condujo a un bosque, y allí vio una pareja de cuervos que, al borde de su nido, arrojaban de él a sus hijos:

- ¡Fuera de aquí, truhanes! -les gritaban-. No podemos seguir hartándoos; ya tenéis edad para buscaros pitanza.
Los pobres pequeñuelos estaban en el suelo, agitando sus débiles alitas y lloriqueando:

- ¡Infelices de nosotros, desvalidos, que hemos de buscarnos la comida y todavía no sabemos volar! ¿Qué vamos a hacer, sino morirnos de hambre?

Apeóse el mozo, mató al caballo de un sablazo y dejó su cuerpo para pasto de los pequeños cuervos, los cuales lanzáronse a saltos sobre la presa y, una vez hartos, dijeron a su bienhechor:

- ¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!

El criado hubo de proseguir su ruta a pie, y, al cabo de muchas horas, llegó a una gran ciudad. Las calles rebullían de gente, y se observaba una gran excitación; en esto apareció un pregonero montado a caballo, haciendo saber que la hija del rey buscaba esposo. Quien se atreviese a pretenderla debía, empero, realizar una difícil hazaña: si la cumplía recibiría la mano de la princesa; pero si fracasaba, perdería la vida. Eran muchos los que lo habían intentado ya; mas perecieron en la empresa. El joven vio a la princesa y quedó de tal modo deslumbrado por su hermosura, que, desafiando todo peligro, presentóse ante el Rey a pedir la mano de su hija.

Lo condujeron mar adentro, y en su presencia arrojaron al fondo un anillo. El Rey le mandó que recuperase la joya, y añadió:

- Si vuelves sin ella, serás precipitado al mar hasta que mueras ahogado.

Todos los presentes se compadecían del apuesto mozo, a quien dejaron solo en la playa. El joven se quedó allí, pensando en la manera de salir de su apuro. De pronto vio tres peces que se le acercaban juntos, y que no eran sino aquellos que él había salvado. El que venía en medio llevaba en la boca una concha, que depositó en la playa, a los pies del joven. Éste la recogió para abrirla, y en su interior apareció el anillo de oro.

Saltando de contento, corrió a llevarlo al rey, con la esperanza de que se le concediese la prometida recompensa. Pero la soberbia princesa, al saber que su pretendiente era de linaje inferior, lo rechazó, exigiéndole la realización de un nuevo trabajo. Salió al jardín, y esparció entre la hierba diez sacos llenos de mijo:

- Mañana, antes de que salga el sol, debes haberlo recogido todo, sin que falte un grano.
Sentóse el doncel en el jardín y se puso a cavilar sobre el modo de cumplir aquel mandato. Pero no se le ocurría nada, y se puso muy triste al pensar que a la mañana siguiente sería conducido al patíbulo. Pero cuando los primeros rayos del sol iluminaron el jardín... ¡Qué era aquello que veía! ¡Los diez estaban completamente llenos y bien alineados, sin que faltase un grano de mijo! Por la noche había acudido el rey de las hormigas con sus miles y miles de súbditos, y los agradecidos animalitos habían recogido el mijo con gran diligencia, y lo habían depositado en los sacos.

Bajó la princesa en persona al jardín y pudo ver con asombro que el joven había salido con bien de la prueba. Pero su corazón orgulloso no estaba aplacado aún, y dijo:

- Aunque haya realizado los dos trabajos, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del Árbol de la Vida.

El pretendiente ignoraba dónde crecía aquel árbol. Púsose en camino, dispuesto a no detenerse mientras lo sostuviesen las piernas, aunque no abrigaba esperanza alguna de encontrar lo que buscaba. Cuando hubo recorrido ya tres reinos, un atardecer llegó a un bosque y se tendió a dormir debajo de un árbol; de súbito, oyó un rumor entre las ramas, al tiempo que una manzana de oro le caía en la mano. Un instante después bajaron volando tres cuervos, que, posándose sobre sus rodillas, le dijeron:

- Somos aquellos cuervos pequeños que salvaste de morir de hambre. Cuando, ya crecidos, supimos que andabas en busca de la manzana de oro, cruzamos el mar volando y llegamos hasta el confín del mundo, donde crece el Árbol de la Vida, para traerte la fruta.

Loco de contento, reemprendió el mozo el camino de regreso para llevar la manzana de oro a la princesa, la cual no puso ya más dilaciones. Partiéronse la manzana de la vida y se la comieron juntos. Entonces encendióse en el corazón de la doncella un gran amor por su prometido, y vivieron felices hasta una edad muy avanzada.

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martes, 23 de noviembre de 2010

Los músicos de Bremen

Erase una vez un asno que, por desgracia, se quedó sin trabajo. Era muy viejo y por lo tanto ya no podía transportar sacos de cereales al molino. Pero aunque era viejo, el asno no era tonto. Decidió irse a la ciudad de Bremen, donde pensó que podrían contratarlo como músico municipal. ¡Y dicho y hecho!
El asno abandonó la granja donde había trabajado durante años y emprendió un viaje hacia Bremen.

El asno había caminado ya un buen rato cuando se encontró a un perro cansado por el camino. Y le dijo:

- Debes estar muy cansado, amigo.

Y le contestó el perro:

- ¡Ni que lo digas! Como ya soy viejo, mi amo quiso matarme, pues dice que ya no sirvo para la casa. Así que decidí alejarme rápidamente. Lo que no sé es qué podré hacer ahora para no morirme de hambre.
- Mira -le dijo el asno. A mí me pasó lo mismo. Decidí irme a Bremen a ver si me contratan como músico de la ciudad. Si vienes conmigo podrías intentar que te contratasen a ti también. Yo tocaré el laúd. Tú puedes tocar los timbales.

La idea le gustó al perro y decidió acompañar al asno. Caminaron un buen trecho cuando se encontraron a un gato con cara de hambriento, y le dijo el asno:

- No tienes buena cara, amigo.

A lo que le contestó el gato:

- Pues ¿cómo voy a tener buena cara si mi ama intentó ahogarme porque dice que ya soy demasiado viejo y no cazo ratones como antes? Conseguí escapar, pero ¿qué voy a hacer ahora?
- A nosotros -le dijo el asno- nos ha pasado lo mismo, y nos decidimos ir a Bremen. Si nos acompañas, podrías entrar en la banda que vamos a formar, pues podrías colaborar con sus maullidos.

El gato, como no tenía otra alternativa, aceptó la invitación y se fue con el asno y el perro.

Después de mucho caminar, y al pasar cerca de una granja, los tres animales vieron a un gallo que cantaba con mucha tristeza en lo alto de un portal. Y le dijo el asno:

- Debes estar muy triste, amigo.

A lo que le contestó el gallo:

- Pues en realidad estoy más que triste. ¡Estoy desesperado! Va a haber una fiesta mañana y mi ama ha ordenado a la cocinera que me corte el cuello para hacer conmigo un buen guiso. Y le dijo el asno:

- No te desesperes. Vente con nosotros a Bremen, donde formaremos una banda musical. Tú, con la buena voz que tienes, nos serás muy útil allí.

El gallo levantó su cabeza y aceptó la invitación, siguiendo a los otros tres animales por el camino.

Llegó la noche y los tres decidieron descansar un poco en el bosque. Se habían acomodado bajo un árbol cuando el gallo, que se había subido a la rama más alta, avisó a sus compañeros de que veía una luz a los lejos.

El asno le dijo que podría ser una casa y deberían irse a la casa para que pudiesen estar más cómodos. Y así lo hicieron.

Al acercarse a la casa averiguaron que la casa se trataba de una guarida de ladrones. El asno, como era el más alto, miró por la ventana para ver lo que pasaba en su interior.

- ¿Qué ves?, le preguntaron todos.
- Veo una mesa con mucha comida y bebida, y junto a ella hay unos ladrones que están cenando, les contestó el asno.
- ¡Ojalá pudiéramos hacer lo mismo nosotros! -exclamó el gallo.
- Pues sí -concordó el asno.

Los cuatro animales se pusieron a montar un plan para ahuyentar a los bandidos para que les dejaran la comida. El asno se puso de manos al lado de la ventana; el perro se encaramó a las espaldas del asno; el gato se montó encima del perro, y el gallo voló y se posó en la cabeza del perro.

Enseguida empezaron a gritar, y de un golpe, rompieron los cristales de la ventana. Armaron tal confusión que los bandidos, aterrorizados, salieron rápidamente de la casa. Los cuatro amigos, después de lograr su propósito, se dieron un verdadero banquete. Acabada la comida, los cuatros apagaron la luz y cada uno se buscó un rincón para descansar.

Pero en el medio de la noche, los ladrones, viendo que todo parecía tranquilo en la casa, mandaron a uno de ellos que inspeccionara la casa. El enviado entró en la casa a oscuras y, cuando se dirigía a encender la luz, vio que algo brillaba en el fogón. Eran los ojos del gato que se había despertado. Y sin pensar dos veces, saltó a la cara del ladrón y empezó a arañarle.

El bandido, con miedo, echó a correr. Pero no sin antes llevarse una coz del asno, ser atacado por el perro, y llevarse un buen susto con los gritos del gallo.

Al reunirse con sus compañeros, el bandido les dijo que en la casa había una bruja que le atacó por todos lados. Le arañó, le acuchilló, le golpeó y le gritó ferozmente. Y que todos deberían huir rápidamente. Y así lo hicieron.

Y fue así, gracias al buen plan que habían montado los animales, que los cuatros músicos de Bremen pudieron vivir su vejez, tranquila y cómodamente en aquella casa.

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sábado, 30 de octubre de 2010

Los Siete Cuervos

Había una vez un hombre que tenía siete hijos, y no tenía ninguna hija, aunque deseaba tener una. A los días su esposa le dio la noticia de la próxima llegada de un nuevo hijo. Y sucedió que por fin fue una niña. La dicha fue inmensa, pero la niña era pequeña y enfermiza, y tuvieron que bautizarla privadamente por motivo de su debilidad. El padre envió a uno de sus muchachos con una jarra a que fuera de prisa al pozo para que trajera agua para el bautizo. Los otros seis lo acompañaron, y como cada uno quería ser el primero en llenarla, discutiendo se les cayó la jarra en el pozo.

Se quedaron paralizados, y no sabían que hacer, y ninguno quería volver a la casa. Como ellos no retornaban, el padre se impacientó y dijo:

-¡De seguro se quedaron jugando y olvidaron su deber, esos irresponsables muchachos!

Él se atemorizó tanto de que la niña muriera sin ser bautizada, que en su angustia gritó:

-¡Desearía que todos esos muchachos se convirtieran en cuervos!

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando escuchó un escandaloso ruido de alas en el aire sobre su cabeza, miró hacia arriba y vio a siete negros cuervos alejándose. Los padres no podían creer aquello, y muy tristes con la pérdida de sus siete hijos, se consolaban con la existencia de su pequeña hija, que pronto se restableció y fue creciendo sana y bondadosa.

Por un largo tiempo, ella no supo que tenía hermanos, pues sus padres se cuidaban de no mencionarlo en su presencia. Pero un día, accidentalmente escuchó a otra gente hablando de ella:
- Que la muchacha era ciertamente encantadora, pero que en realidad era la culpable de la mala fortuna que habían tenido sus siete hermanos.

Entonces ella se sintió acongojada, y fue donde sus padres y preguntó si era cierto que ella tenía hermanos, y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ocultar más el secreto, pero le dijeron que lo que les había sucedido a sus hermanos fue la voluntad del cielo, y que su nacimiento solamente fue una causa inocente de aquello.

Pero la joven tomó todo eso a pecho diariamente, y pensó que tenía que salvar a sus hermanos. Ella no tenía descanso ni paz hasta que secretamente se fue, y salió hacia el ancho mundo para encontrar la pista de sus hermanos y liberarlos, le costara lo que fuera. No llevaba nada con ella, a excepción de un pequeño anillo de sus padres como amuleto, un bollo de pan contra el hambre, una pequeña botella de agua contra la sed y una pequeña silla como provisión contra el cansancio.

Y ella avanzaba continuamente hacia adelante, lejos y más lejos, hacia el puro final del mundo. Y llegó hasta donde el sol, pero era muy caliente y terrible, y devoraba a los niños pequeños. Rápidamente ella corrió, y fue hacia la luna, pero era muy helada, y también horrible y maliciosa, y cuando la vio a ella, dijo:

-"Me huele, me huele a carne humana."-

Con eso ella escapó velozmente y llegó hasta las estrellas, que fueron amables y buenas con ella, y cada una de ellas estaba sentada en su propia sillita particular. Pero la estrella matutina se levantó, y le dio el hueso de una pata de pollo, y dijo:

-"Si tú no tienes ese hueso, no podrás abrir la Montaña de Cristal, y es en esa montaña donde están tus hermanos."-

La joven tomó el hueso, lo envolvió cuidadosamente en una manta, y siguió adelante hasta llegar a la Montaña de Cristal. La puerta estaba cerrada, y pensó que debería sacar el hueso, pero cuando desenvolvió la manta, estaba vacía, y se dio cuenta de que había perdido el regalo de la buena estrella.

¿Qué debería hacer ahora? Ella deseaba rescatar a sus hermanos, y no tenía la llave de la Montaña de Cristal. La buena hermana tomó un cuchillo, cortó uno de sus pequeños dedos, lo puso en la puerta y exitosamente se abrió. En cuanto ella entró, un pequeño enano se le acercó, quien le dijo:

-"Mi muchachita, ¿que andas buscando?"-
-"Busco a mis hermanos, los siete cuervos."- replicó ella.

El enano dijo:

-"Los señores cuervos no están en casa, pero si quieres esperar hasta que regresen, pasa adelante."-

Enseguida el pequeño enano trajo la comida de los cuervos, en siete platitos, y siete vasitos, y la pequeña hermana comió una pizca de cada plato, y un pequeñito sorbo de cada vaso, pero en el último vaso dejó caer el anillo que ella había cargado consigo.

De pronto ella oyó el aleteo de alas y un zumbido por el aire, y entonces el pequeño enano dijo:

-"Ahora los señores cuervos están llegando a casa."-

Y ellos llegaron, y querían comer y beber, y buscaron sus pequeños platos y vasos. Entonces se dijeron unos a otros:

-"¿Quien habrá comido algo de mi plato? ¿Quien habrá bebido algo de mi vaso? Es la huella de una boca humana."-

Y cuando el séptimo llegó al fondo de su vaso, el anillo rodó contra su boca. Entonces lo miró, y vio que era el anillo que pertenecía a su padre y madre, y dijo:

-"Dios nos ha otorgado que nuestra hermana pueda estar aquí, y entonces quedaremos libres."-

Cuando la joven, que se había quedado observando detrás de la puerta, escuchó el deseo, avanzó hacia adelante, y en ese instante los cuervos retornaron a su forma humana de nuevo. Y se abrazaron y besaron, y regresaron felizmente a su casa.

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jueves, 14 de octubre de 2010

El Campesino y el Diablo

Érase una vez un campesino ingenioso y muy socarrón, de cuyas picardías mucho habría que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda, cómo en cierta ocasión consiguió jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.

El campesinito, un buen día en que había estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se disponía a regresar a su casa, descubrió en medio de su campo un montón de brasas encendidas. Cuando, asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado sobre las ascuas a un diablillo negro.

-¡De modo que estás sentado sobre un tesoro! -dijo el campesinito.
-Pues sí -respondió el diablo-, sobre un tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas podido ver en toda tu vida.
-Pues entonces el tesoro me pertenece, porque está en mis tierras -dijo el campesinito.
-Tuyo será -repuso el diablo-, si me das la mitad de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.

El campesino aceptó el trato.

-Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto -dijo-, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia abajo.

Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero resultó que el avispado campesino había sembrado remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de la tierra sus remolachas.

-Esta vez tú has salido ganando -dijo el diablo-, pero la próxima no será así de ningún modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra hacia abajo.

-Pues también estoy de acuerdo -contestó el campesinito.

Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando llegó el diablo no encontró más que los rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas de la tierra.

-Así es como hay que tratar a los pícaros -dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

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lunes, 20 de septiembre de 2010

Caperucita Roja

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

- ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.

- A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.

- No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo recogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.

La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.

- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

- Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

- Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.

- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

- Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

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lunes, 16 de agosto de 2010

La Guardadora de Gansos

Existió una vez una bella princesa llamada Rosabel, cuyo padre concertó su boda con el príncipe de un lejano país.

- Soy anciano y estoy enfermo. Tendrás que hacer el viaje sola, hija mía -dijo el Rey.
- No sufras, querido padre.

Partió la princesa, amazona en caballo veloz, llevando por toda compañía a Sharanaz, la doncella.

Resultó que Rosabel, cuyo bondadoso corazón ignoraba el mal, no tenía noción del mucho que albergaba el de su doncella, a la que como a todos en general, trataba con gran cariño.

Muy atrás había quedado el reino de su padre, cuando la princesa sintió fatiga.

- Creo que vamos a descansar -dijo. Además, tengo sed.

Sharanaz, con vistas a su plan, propuso:

- Será mejor más adelante, mi señora; veo a lo lejos la cinta plateada de un río.

Al llegar a la orilla, Rosabel descendió del caballo para saciar su sed. Sharanaz se apeó también y, con toda rapidez, golpeó la cabeza de la princesa.

Al verla aturdida, le exigió:

- ¡Rápido, dadme vuestras ropas, vuestras joyas y el manto real!

La aturdida Rosabel ni siquiera pensó en defenderse, y pronto cada una de ellas llevó el vestido de la otra.

- Ahora soy la princesa y me llamarás alteza.

Y volvieron a montar a caballo, sólo que ahora Rosabel iba detrás.

No contenta con aquello, la falaz doncella exigió:

- Júrame que no contarás a nadie que eres la princesa. Si lo cuentas, me vengaré con el príncipe, con el que pienso unirme en matrimonio.

Por miedo a sus amenazas, Rosabel lo prometió.

En cuanto llegaron al reino del joven príncipe Fabián, éste salió a recibirlas acompañado de su padre. Sharanaz les dijo:

- Esta joven que viene conmigo es una holgazana, así que bueno será que la pongáis a trabajar.

Fabián, prendado de la belleza y dulzura de la doncella, ni siquiera se fijó en la que suponían princesa. En cambio el rey, para complacer a ésta, ordenó que Rosabel fuera trasladada a una de sus granjas.

Sorprendiendo las miradas de Fabián, fijas en la linda Rosabel, Sharanaz siguió a la princesita a la granja.

- Los vestidos que fueron míos aún son demasiado buenos para tí, así que devuélvemelos.
- Lo haré, pero a cambio de que seáis buena con el príncipe.
- No me déis consejos.

Y aún tuvo la audacia de confesar que pensaba invertir en joyas y boato todo el oro del reino. Mucho se angustió la princesita, creyéndola capaz.

Sin embargo, mientras cuidaba de los gansos, poco podía sospechar que el apuesto príncipe Fabián, escondido cerca, la contemplaba con placer, y que se decía:

- No es tan haragana como la fea princesa pretende hacernos creer...

Desde su escondite observó que hablaba con el caballo que la trajera, lo que no dejó de sorprenderle, aunque lo que decían no llegaba hasta él.

- ¡Mi pobre caballito! -se compadecía Rosabel.
- ¡Mi pobre princesita! -decía él.
- He jurado callar, y si hablo, mi querido príncipe se perjudicará.

Un día Fabián, deseando conversar con la niña, dejó su escondite.

- Pareces triste -le dijo. ¿Es que echas de menos tu país?
- Quizás, pero no os preocupéis por mí. ¿Es verdad que os vais a casar?
- ¡Ay de mí! -suspiró Fabián. Me dijeron que mi princesita era muy linda y muy buena y no ha sido verdad.
- ¡Mi pobre señor! -se apiadó ella.
- ¿Sabéis? Me hubiera gustado que la princesa fuese como vos.

Rosabel se emocionó mucho. Sucedió que el mozo de cuadra, intrigado por las conversaciones de la granjerita y su caballo, se puso a escuchar.

Lo que oyó lo dejó con la boca de a palmo, y a todo correr fue a contárselo al rey.

Cuando le hubo dicho todo, añadió:

- Y si no me creéis, podéis ir vos a escuchar, Majestad.

El rey fue a la granja y se ocultó bajo la paja del establo. Así oyó al caballo decir:

- ¡Ay mi princesita Rosabel, qué triste se pondría vuestro padre, el rey, si os pudiese ver!
- Pero como no me ve, se evita ese pesar. ¡Si no le hubiera jurado a mi doncella Sharanaz callar...!

El rey se dio buena prisa en alzarse de la paja. Convencido de la realidad, envió a por hermosos vestidos para Rosabel y la llevó ante su hijo, diciendo:

- ¡He aquí a tu princesa, la verdadera!

Con lo que ambos príncipes fueron tan dichosos, que ni se puede contar.

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