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martes, 28 de septiembre de 2010

El Paso del Yabebirí

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque "Yabebirí" quiere decir precisamente, "Río de las rayas". Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pescaditos. El no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pescaditos.

Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los pescados quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pescaditos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. El no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
-¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
-¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
-¡Ahí viene!-gritó el zorro de nuevo. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
-¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! -contestaron las rayas. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar! -¡Cuidado en él!-gritó aún el zorro. ¡No se olviden de que es el tigre!

Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y pareció todo ensangrentado y con la camisa rota.

La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.

Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.

-¡El tigre! ¡El tigre! -gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.

Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si le hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.

El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:

-¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
-¡No salimos!-respondieron las rayas.
-¡Salgan!
-¡No salimos! ¡El es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
-¡El me ha herido a mí!
-¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa!
-¡Paso! -rugió por última vez el tigre.
-¡NI NUNCA!-respondieron las rayas.
(Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní, como en Misiones).
-¡Vamos a ver!-bramó aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.

El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.

Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
-¡Fuera de la orilla! -gritaban bajo el agua. Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal ¡A la canal!

Y al segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...

Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.

El tigre quiso continuar, sin embargo, pero el dolor eran tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.

Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.

En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:

-¡Rayas! ¡Quiero paso!
-¡No hay paso! -respondieron las rayas.
-¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso!-rugió la tigra.
-¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa!-respondieron ellas.
-¡Por última vez, paso!
-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas.

La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al bramido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose: -¡Parece que todavía tenemos cola!

Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.

Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.

-¡Va a pasar el río aguas más arriba!-gritaron. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!

Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
-¡Pero qué hacemos!-decían. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!

Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente, dijo de pronto:
-¡Ya está! ¡Que vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
-¡Eso es! -gritaron todas. ¡Que vayan los dorados!

Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.

A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.

Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndolas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba, saltaba en el agua, hacía volar nubes de agua a manotones.

Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco se podía ir a comer al hombre.

Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.

¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
-¡Ya sabemos lo que es. Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. Van a venir todos los tigres y van a pasar!
-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
-¡Sí, pasarán, compañeritas!-respondieron tristemente las más viejas. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.

Y fueron todos a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.

El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida, y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:

-¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
-¡No pasarán!-dijeron las rayas chicas. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
-¡Sí, pasarán, compañeritas!-dijo el hombre. Y añadió hablando en voz baja:
-El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el Winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los pescados... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
-¿Qué hacemos entonces? -dijeron las rayas ansiosas.
-A ver, a ver...-dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...

Las rayas dieron entonces un grito de alegría:
-¡Ya sabemos! ¡Nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡El nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar enseguida!

Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el Winchester y una caja entera de veinticinco balas...

Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.

No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.

Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.

-¡Paso a los tigres!
-¡No hay paso!-respondieron las rayas.

Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:

-¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!

Y el ejército de dorados voló enseguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
-¡Paso, de nuevo!
-¡No se pasa!
-¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no dan paso!
-¡Es posible!-respondieron las rayas. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!

Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
-¡Paso pedimos!
-¡NI NUNCA!

Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos, manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.

El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y bramar en la playa, horriblemente hinchados.

Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.

Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.

Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
-No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan enseguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!

Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligero que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.

-¡No podremos resistir más! -le dijeron tristemente las rayas. Y aún algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
-¡Váyanse, rayas!-respondió el hombre herido. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas en un solo clamor. ¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!

El hombre herido exclamó entonces, contento:
-¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el Winchester, vamos a tener farra para largo rato; ésto yo se lo aseguro a ustedes!
-¡Sí, ya lo sabemos!-contestaron las rayas entusiasmadas.

Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado, se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va a saltar, rugieron:

-¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas lanzándose a la orilla.

Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres bramaban de dolor; pero nadie retrocedía un paso.

Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.

Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarían; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:

-¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!

Pero también ésto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.

Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el Winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.

El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de la rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el Winchester con la rapidez de un rayo.

Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.

-¡Bravo, bravo! -clamaron las rayas, locas de contentas. ¡El hombre tiene el Winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.

Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contentos.

En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla.

Y allí, en las noches de verano le gustaba tenderse en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los pescados que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.

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viernes, 24 de septiembre de 2010

Peter Pan

Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan, un amigo que de vez en cuando la visitaba. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.

Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación.

Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos...

- Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar.

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló:

- Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!

Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.

Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.

Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.

Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz:

- ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!

Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.

El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.

Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa.

- ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños.

- ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos.

- ¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.

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lunes, 20 de septiembre de 2010

Caperucita Roja

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

- ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.

- A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.

- No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo recogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.

La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.

- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

- Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

- Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.

- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

- Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

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jueves, 16 de septiembre de 2010

La Mariposa de alas de Oro

En el hermoso jardín de una casa de veraneo tenía su morada una maravillosa mariposita. Como todos los que se saben admirados, era muy vanidosa, y se pasaba buena parte del día contemplándose en las cristalinas aguas de la piscina.

Cierto día, la flores del jardín observaron que la Mariposa estaba muy triste.

- ¿Qué le sucederá? -se preguntaban las flores. No es fecuente que la Mariposa pierda su alegría de volar.

Sucedía lo siguiente: las bellas flores del jardín ponían mala cara cuando se acercaba a ellas la Mariposa, y ésta lo que más deseó entonces fue casarse con alguna, junto a la cual podría permanecer feliz. Y se dio en volar por el jardín, en busca de su pareja.

Después de dar muchas vueltas, eligió a la rosa.

- Buenos días, querida Rosa -la saludó cariñosamente.
- Ahora ya no están tan buenos -replicó la flor, de mal talante.
- ¡Qué orgullosa eres! ¿Te crees la reina del jardín?
- Lo que sucede es que no quiero que te poses, porque me das sombra y los rayos del sol no hacen resaltar mi belleza.

La pobre Mariposa se separó de ella pensando que aquella flor no le convenía, pues no le haría feliz. Y volando, volando, se detuvo ante la Margarita, de la que le llamó la atención el botón dorado que tenía en su centro.

- Es magnífico, ¿verdad? -le preguntó la Margarita, observando la dirección de su mirada.
- Ciertamente que lo es -convino la Mariposa. Y dime: ¿tardan mucho en desprenderse tus hojas blancas?
- En cuanto se me cae una, se me caen las demás.
- Adiós, adiós, otro día te veré -exclamó la Mariposa, remontando el vuelo.

Le había desagradado saber que pronto la Magarita se quedaría sin pétalos... ¡y como era una flor sin perfume!

De allí la Mariposa se dirigió hacia unas Campanillas que crecían sobre el verde de una pared. ¿Por cuál se decidiría? ¡Había tantas! Finalmente eligió a una, pero cuando iba a posarse sobre ella, todas las Campanillas empezaron a moverse, haciendo un gran alboroto.

Era un ruido tan insoportable que la Mariposa se vio obligada a marchar de allí, provocando las mofas de las Campanillas.

La Mariposa estaba preocupada. ¿No encontraría una flor de su completo agrado? Enseguida descubrió a las Madreselvas y se aproximó a ellas, pero todas le parecieron graves damitas de cara alargada y piel amarilla, y voló en otra dirección.

De allí pasó a los Claveles, y después a los Tulipanes, no encontrando en ninguna de ellas la compañera ideal.

- Ya me he cansado de revolotear de un lado para otro -murmuró la Mariposa. Voy a refrescarme al estanque.

Al llegar a la orilla del agua se vio reflejada en la tersa superficie, sintiéndose satisfecha de los hermosos colores de sus alas. Y de pronto, se oyó un gran bullicio y aparecieron corriendo varios niños.

- ¡Vamos a bañarnos y a jugar a la pelota! -gritaban.

La Mariposa apenas si tuvo tiempo de apartarse para que no la pisaran. Luego permaneció allí, mirando cómo se bañaban los chiquillos, hasta que uno de ellos se fijó en ella y gritó:

- ¡Oh, mirad qué mariposa tan linda! ¿Por qué no la capturamos para nuestra colección?
- No, déjala que siga en libertad -rogó una vocecita más dulce.

Los niños continuaron bañándose en la piscina, pero el chiquillo que tuvo la idea de atrapar a la mariposa seguía en sus trece.

La volvió a ver y el deseo de apoderarse de ella se hizo irresistible. Salió del agua y comenzó a perseguirla por todo el jardín, pero la mariposa, muy asustada, volaba con todas sus fuerzas.

El niño, viendo que de ese modo no la atraparía, fue en busca de una red y con ella la capturó fácilmente. Después, entre todos la llevaron a la casa y en una habitación se dispusieron a a clavarla en la gran caja donde guardaban todas las demás de la colección.

El niño levantó la aguja en el aire, la pobre Mariposa cerró los ojitos, espantada... y en ese momento se oyó, procedente del jardín, una gran algarabía causada por los cientos de Campanillas que colgaban de las paredes de la finca.

Habían visto cómo era apresada la Mariposa y, animadas por las demás flores, quisieron salvarla, recurriendo a aquel ruido para distraer a los niños.

Y así sucedió. Cuando el grupo de mocitos volvió la cabeza, la Mariposa alzó el vuelo y salió por la ventana. Ya sólo le quedó regresar junto a sus amigas las flores y agradecer a la Rosa, a la Margarita, a los Claveles, a los Tulipanes y, sobre todo, a las Campanillas por haberle salvado la vida.

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domingo, 12 de septiembre de 2010

La Guerra de los Yacarés

En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.

Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.

-¡Despiértate! -le dijo. Hay peligro.
-¿Qué cosa? -respondió el otro, alarmado.
-No sé -contestó el yacaré que se había despertado primero. Siento un ruido desconocido.

El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:

-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.

Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
-¡No tengan miedo! -les gritó. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!

Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero enseguida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.

El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.

-¡Eso no es una ballena! -le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo. ¿Qué es eso que pasó?

El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.

Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.

Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.

-¿No les decía yo? -dijo entonces el viejo yacaré. Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se han ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.

Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.

-Bueno -dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
-Sí, un dique! ¡Un dique! -gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla. Hagamos un dique!

Enseguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados. Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.

Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del vapor. Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.

En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.

El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:

-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
-¡Nos esta estorbando eso! -continuaron los hombres.
-¡Ya lo sabemos!
-¡No podemos pasar!
-¡Es lo que queremos!
-¡Saquen el dique!
-¡No lo sacamos!

Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
-¿Qué hay? -contestaron ellos.
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta mañana, entonces!
-¡Hasta cuando quieran!

Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.

Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!

-¡No, no va a pasar! -gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.

El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:

-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron éstos.
-¿No sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está bien -dijo el oficial. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
-¡Echen! -contestaron los yacarés.

Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:

-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!

Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y enseguida cayó otra bala, y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda fuerza.

Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.

Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.

-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay! -respondieron los yacarés.
-¡Saquen ese otro dique!
-¡No lo sacamos!
-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
-¡Deshagan... si pueden!

Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.

Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.

-Bueno -dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua. Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.

Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.

El viejo yacaré dijo entonces:
-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.

El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.

-¡Eh, Surubí! -gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién me llama? -contestó el Surubí.
-¡Somos nosotros, los yacarés!
-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.

Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah, no te había conocido! -le dijo cariñosamente a su viejo amigo. ¿Qué quieres?
-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.

El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?

Ninguno sabía, y todos callaron.
-Está bien -dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.

Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha.

El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y comenzaron enseguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.

Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.

-¡Eh, yacarés! -gritó el oficial.
-¡Qué hay! -respondieron los yacarés.
-¿Otra vez el dique?
-¡Sí, otra vez!
-¡Saquen ese dique!
-¡Nunca!
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Bueno; entonces, oigan -dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo, ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.

El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana estos dientes? -añadió, abriendo su inmensa boca.
-¿Qué van a comer, a ver? -respondieron los marineros.
-A ese oficialito -dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.

Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. Enseguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.

De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.

Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-Suelten el torpedo, ligero, suelten!

Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.

¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.

Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.

No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.

Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.

Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.

No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.

-¿Quién es ése? -preguntó un yacarecito ignorante.
-Es el oficial -le respondió el Surubí. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.

Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí.

El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nadó una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.

Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.

Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

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miércoles, 8 de septiembre de 2010

El Gran Karambé

Erase una vez un joven llamado Karambé, hábil cazador de pájaros. Había cazado toda clase de pájaros que hay en el mundo, excepto una tórtola de garganta negra.

El caso llegó a representar para él un problema de amor propio y decidió apoderarse de ella empleando un nuevo procedimiento.

Preparó una cola especial con la corteza hervida de cierto árbol y embadurnó con ella todos los árboles del país. Y cuando la tórtola se posó en una rama, quedó aprisionada y Karambé se apoderó de ella.

- Si me perdonas la vida -le suplicó la tórtola- te daré algo que te maravillará.
- ¿Qué será? -preguntó el joven cazador.
- Muchas cabezas de ganado.
- No me interesa. Yo no pruebo la leche.
- Entonces -prosiguió la tórtola- te daré muchísimas conchas de infinitos colores.
- Las conchas no se comen -dijo Karambé, y sujetó fuertemente el cuello de la infortunada tórtola, dispuesto a colocarla enseguida sobre el fuego.
- Te daré.. te daré... -suspiró la tórtola, casi ahogada. Te daré... ¡Todo el oro que ambiciones!

Sólo entonces Karambé aflojó la presión de sus dedos. La tórtola puso un huevo y dijo al joven:

- Dentro de este huevo encontrarás una sortija, que deberás mojar con agua. Después te la colocas en un dedo y te bastará golpear el suelo con la mano y solicitar un deseo para ver éste cumplido.

Antes de dejar a la tórtola en libertad, Karambé quiso averiguar si le había engañado. Hizo todo lo que le había indicado y después golpeó la mano contra el suelo, exclamando:

- ¡Cuscuz!

Al punto aparecieron cien calabazas grandes; Karambé se hartó de ellas, y luego, volviendo a golpear la sortija contra el suelo, pronunció: "¡Padre, madre! ¡Venid a comer aquí conmigo!", y sus padres aparecieron al momento.

- Me has convencido -dijo Karambé a la tórtola. Te has ganado tu libertad. Vete en buena hora y prometo no volver a cazar ningún pájaro más.

Y la soltó, mientras él con sus padres regresaba a su aldea.

Lo primero que hizo Karambé al llegar fue pedir a la sortija un palacio maravilloso, que sustituyera a la pobre cabaña en que habitaban. Y la sortija se lo proporcionó.

Luego la madre deseó cientos de cabezas de ganado, y la sortija se las entregó. Su pobreza había acabado para siempre.

La noticia de aquella sortija maravillosa llegó a oídos del gobernador de aquella provincia, y deseó poseerla. Puso en pie de guerra a su ejército y marchó sobre la aldea de Karambé, el cual, advertido, golpeó su sortija contra una roca.

- Que aparezcan muchísimos guerreros para vencer a los invasores -pidió, y al punto surgieron como de la tierra miles de soldados perfectamente armados, que se enfrentaron y derrotaron a los del gobernador.

Este, entonces, decidió recurrir a la astucia. Tenía una hija bellísima y muy fiel, a la que envió al palacio de Karambé, y éste, efectivamente, se enamoró de ella y la pidió por esposa.

- Sólo me casaré contigo si me haces un regalo nunca visto -exigió la joven siguiendo las instrucciones de su padre.
- Te daré cien esclavos - ofrecióle Karambé.
- Tenía doscientos en el palacio de mi padre -respondió ella.
- Te regalaré cien collares y cien brazaletes, de latón.
- En el palacio de mi padre los tenía a millares, y de oro.
- Entonces, ¿qué deseas?
- Esa sortija que llevas.

Karambé estaba tan enamorado de la joven, que le entregó la sortija maravillosa y le explicó cómo servirse de ella.
En cuanto la tuvo en su poder, la joven ordenó:

- Sortija, condúceme al palacio de mi padre.

Y en un momento se encontró en el lugar deseado, juntamente con el palacio de Karambé y todos sus bienes, que ahora seguían al nuevo dueño de la sortija.

- Henos de nuevo en la pobreza -suspiró la madre de Karambé.

Este decidió capturar de nuevo a la tórtola, pero recordó la promesa que se lo impedía. Su perro entonces le habló y le dijo que dejase el asunto en sus manos.

El perro se dirigió al gato, pidiéndole ayuda ya que eran buenos amigos. El gato se dirigió a unas ratitas, hábiles en sustracciones, y les contó la situación.

Las ratitas se introdujeron en el palacio del gobernador, al que despojaron de la sortija maravillosa mientras dormía. Después se la entregaron al gato, y el gato se la llevó al perro, quien la depositó en manos de Karambé.

Este, queriendo evitar nuevos robos, pidió a la sortija que le condujera con sus padres a un lugar lejos de los hombres, y la sortija les llevó a una altísima montaña, donde vivieron en adelante tranquilos y felices.

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sábado, 4 de septiembre de 2010

Día de Fiesta

Marisa era una nena tan simpática y encantadora que tenía un sinfín de amigos. Como Marisa tenía siempre la sonrisa a flor de labios, era raro el día que no recibía la visita de alguno de sus muchos amigos.

Así fue como una tarde fueron a saludarla el Osito Peluchín y el Pollito Pío-Pí, a quienes Marisa invitó enseguida a entrar en su casa y quedarse a merendar.

Acompañada por sus alegres amiguitos, Marisa fue a la cocina y empezó a preparar una suculenta merienda.

El Osito Peluchín se hizo cargo de batir los huevos mientras que Marisa preparaba la masa de las rosquillas. Entretanto, y para no estar sin hacer nada, el Pollito Pío-Pí se encargó de preparar la mesa y de poner en ella las tazas y los platos.
Cuando las rosquillas estuvieron hechas, muy doraditas y crujientes, Marisa hizo un chocolate espeso y dulzón, cuyo olor bastó para que el Osito Peluchín se realmiese de gusto.

Luego, los tres se sentaron a la mesa y muy felices y contentos se pusieron a merendar. Comieron con tanto apetito que no dejaron ni una sola de las rosquillas que llenaban la fuente.

Apenas habían terminado de merendar cuando llegó el alegre Monete, con un tocadiscos bajo el brazo. Sólo faltaba un poco de música para que la fiesta fuese completa y allí la tenían ya gracias a Monete, que enseñó a Pío-Pí cómo funcionaba el aparato y cómo se cambiaban los discos y así la complaciente Marisa pudo enseñar a bailar al Osito Peluchín.

Monete tenía muchas ganas de divertirse y bailó también con Marisa, pero como sólo podían formar una pareja paró el tocadiscos y propuso a los demás que saliesen al jardín donde se divertirían mucho más.

Marisa y sus amigos aplaudieron la idea de Monete y, tomados de las manos, salieron de la casa para jugar a la gallinita ciega, a prendas y a brincar y parar.

Marisa sacó de su garaje el tren de juguete que le habían regalado sus papás el día de su cumpleaños y, mientras ella hacía de pasajera, el Osito Peluchín se rió mucho al hacer de conductor, yendo hacia la estación donde Monete estaba de jefe y donde esperaba Pío-Pí con una flor para ofrecérsela a la viajera cuando llegase y bajara al andén.

Todavía jugaron mucho más, gracias a la inventiva de Monete, hasta que, viendo que empezaba a oscurecer y como no querían que se preocupsen sus papás, suspendieron los juegos y se pusieron a recoger todas las cosas para dejarlas en su sitio.

Luego los tres amigos ayudaron a Marisa a lavar las tazas y platos, sucios de chocolate, y sólo después de terminar se despidieron de su amiguita, asegurándole que no tardarían mucho en volver.

El Osito Peluchín y el Pollito Pío-Pí dejaron a Monete en su casita y luego marcharon a la de ellos, acostándose enseguida porque estaban cansados de tanto jugar.

Y luego, mientras el sueño cerraba sus ojitos, tanto Peluchín como Pío-Pí pensaron en lo divertido que sería pasar con la alegre Marisa otro día de fiesta tan feliz como aquél.

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