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sábado, 29 de mayo de 2010

El Gato con Botas

Había una vez un molinero cuya única herencia para sus tres hijos eran su molino, su asno y su gato. Pronto se hizo la repartición sin necesitar de un clérigo ni de un abogado, pues ya habían consumido todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocó el molino, al segundo el asno, y al menor el gato que quedaba.

El pobre joven amigo estaba bien inconforme por haber recibido tan poquito.
- Mis hermanos -dijo él- pueden hacer una bonita vida juntando sus bienes, pero por mi parte, después de haberme comido al gato, y hacer unas sandalias con su piel, entonces no me quedará más que morir de hambre.

El gato, que oyó todo eso, pero no lo tomaba así, le dijo en un tono firme y serio:
- No te preocupes tanto, mi buen amo. Si me das un bolso, y me tienes un par de botas para mí, con las que yo pueda atravesar lodos y zarzales, entonces verás que no eres tan pobre conmigo como te lo imaginas.

El amo del gato no le dio mucha posibilidad a lo que le decía. Sin embargo, a menudo lo había visto haciendo ingeniosos trucos para atrapar ratas y ratones, tal como colgarse por los talones, o escondiéndose dentro de los alimentos y fingiendo estar muerto. Así que tomó algo de esperanza de que él le podría ayudar a paliar su miserable situación.

Después de recibir lo solicitado, el gato se puso sus botas galantemente, y amarró el bolso alrededor de su cuello. Se dirigió a un lugar donde abundaban los conejos, puso en el bolso un poco de cereal y de verduras, y tomó los cordones de cierre con sus patas delanteras, y se tiró en el suelo como si estuviera muerto. Entonces esperó que algunos conejitos, de esos que aún no saben de los engaños del mundo, llegaran a mirar dentro del bolso.

Apenas recién se había echado cuando obtuvo lo que quería. Un atolondrado e ingenuo conejo saltó a la bolsa, y el astuto gato, jaló inmediatamente los cordones cerrando la bolsa y capturando al conejo.

Orgulloso de su presa, fue al palacio del rey, y pidió hablar con su majestad. Él fue llevado arriba, a los apartamentos del rey, y haciendo una pequeña reverencia, le dijo:
- Majestad, le traigo a usted un conejo enviado por mi noble señor, el Marqués de Carabás. (Porque ese era el título con el que el gato se complacía en darle a su amo).
- Dile a tu amo -dijo el rey- que se lo agradezco mucho, y que estoy muy complacido con su regalo.

En otra ocasión fue a un campo de granos. De nuevo cargó de granos su bolso y lo mantuvo abierto hasta que un grupo de perdices ingresaron, jaló las cuerdas y las capturó. Se presentó con ellas al rey, como había hecho antes con el conejo y se las ofreció. El rey, de igual manera recibió las perdices con gran placer y le dió una propina. El gato continuó, de tiempo en tiempo, durante unos tres meses, llevándole presas a su majestad en nombre de su amo.

Un día, en que él supo con certeza que el rey recorrería la rivera del río con su hija, la más encantadora princesa del mundo, le dijo a su amo:
- Si sigues mi consejo, tu fortuna está lista. Todo lo que debes hacer es ir al río a bañarte en el lugar que te enseñaré, y déjame el resto a mí.

El Marqués de Carabás hizo lo que el gato le aconsejó, aunque sin saber por qué. Mientras él se estaba bañando pasó el rey por ahí, y el gato empezó a gritar:
- ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Mi señor, el Marqués de Carabás se está ahogando!

Con todo ese ruido el rey asomó su oído fuera de la ventana del coche, y viendo que era el mismo gato que a menudo le traía tan buenas presas, ordenó a sus guardias correr inmediatamente a darle asistencia a su señor el Marqués de Carabás.

Mientras los guardias sacaban al Marqués fuera del río, el gato se acercó al coche y le dijo al rey que, mientras su amo se bañaba, algunos rufianes llegaron y le robaron sus vestidos, a pesar de que gritó varias veces tan alto como pudo:
-¡Ladrones! ¡Ladrones!

En realidad, el astuto gato había escondido los vestidos bajo una gran piedra.
El rey inmediatamente ordenó a los oficiales de su ropero correr y traer uno de sus mejores vestidos para el Marqués de Carabás. El rey entonces lo recibió muy cortésmente. Y ya que los vestidos del rey le daban una apariencia muy atractiva (además de que era apuesto y bien proporcionado), la hija del rey tomó una secreta inclinación sentimental hacia él.

El Marqués de Carabás sólo tuvo que dar dos o tres respetuosas y algo tiernas miradas a ella para que ésta se sintiera fuertemente enamorada de él. El rey le pidió que entrara al coche y los acompañara en su recorrido.

El gato, sumamente complacido del éxito que iba alcanzando su proyecto, corrió adelantándose. Reunió a algunos lugareños que estaban preparando un terreno y les dijo:
- Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que los terrenos que ustedes están trabajando pertenecen al Marqués de Carabás, los harán picadillo de carne.

Cuando pasó el rey, éste no tardó en preguntar a los trabajadores de quién eran esos terrenos que estaban limpiando.
- Son de mi señor, el Marqués de Carabás -contestaron todos a la vez, pues las amenazas del gato los habían amedrentado.
- Puede ver señor -dijo el Marqués- éstos son terrenos que nunca fallan en dar una excelente cosecha cada año.

El hábil gato, siempre corriendo adelante del coche, reunió a algunos segadores y les dijo:
- Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que todos estos granos pertenecen al Marqués de Carabás, los harán picadillo de carne.
El rey, que pasó momentos después, les preguntó a quien pertenecían los granos que estaban segando.

- Pertenecen a mi señor, el Marqués de Carabás -replicaron los segadores, lo que complació al rey y al marqués. El rey lo felicitó por tan buena cosecha. El fiel gato siguió corriendo adelante y decía lo mismo a todos los que encontraba y reunía. El rey estaba asombrado de las extensas propiedades del señor Marqués de Carabás.

Por fin el astuto gato llegó a un majestuoso castillo, cuyo dueño y señor era un ogro, el más rico que se hubiera conocido entonces. Todas las tierras por las que había pasado el rey anteriormente, pertenecían en realidad a este castillo.

El gato, que con anterioridad se había preparado en saber quién era ese ogro y lo que podía hacer, pidió hablar con él, diciendo que era imposible pasar tan cerca de su castillo y no tener el honor de darle sus respetos.
El ogro lo recibió tan cortésmente como podría hacerlo un ogro, y lo invitó a sentarse.

- Yo he oído -dijo el gato- que eres capaz de cambiarte a la forma de cualquier criatura en la que pienses. Que tú puedes, por ejemplo, convertirte en león, elefante, u otro similar.
- Es cierto -contestó el ogro muy contento- y para que te convenzas, me haré un león.

El gato se aterrorizó tanto por ver al león tan cerca de él, que saltó hasta el techo, lo que lo puso en más dificultad pues las botas no le ayudaban para caminar sobre el tejado. Sin embargo, el ogro volvió a su forma natural, y el gato bajó, diciéndole que ciertamente estuvo muy asustado.

- También he oído -dijo el gato- que también te puedes transformar en los animales más pequeñitos, como una rata o un ratón. Pero eso me cuesta creerlo. Debo admitirte que yo pienso que realmente eso es imposible.
- ¿Imposible? -gritó el ogro- ¡Ya lo verás!

Inmediatamente se transformó en un pequeño ratón y comenzó a correr por el piso. En cuanto el gato vio aquello, lo atrapó y se lo tragó.
Mientras tanto llegó el rey, y al pasar vio el hermoso castillo y decidió entrar en él. El gato, que oyó el ruido del coche acercándose y pasando el puente, corrió y le dijo al rey:
- Su majestad es bienvenido a este castillo de mi señor el Marqués de Carabás.
- ¿Qué? ¡Mi señor Marqués! -exclamó el rey- ¿Y este castillo también te pertenece? No he conocido nada más fino que esta corte y todos los edificios y propiedades que lo rodean. Entremos, si no te importa.

El marqués brindó su mano a la princesa para ayudarle a bajar, y siguieron al rey, quien iba adelante. Ingresaron a una espaciosa sala, donde estaba lista una magnífica fiesta, que el ogro había preparado para sus amistades, que llegaban exactamente ese mismo día, pero no se atrevían a entrar al saber que el rey estaba allí.

Su majestad estaba perfectamente encantado con las buenísimas cualidades de mi señor el Marqués de Carabás, y observando que su hija se había enamorado violentamente de él, y después de haber visto sus grandes posesiones, y además de haber bebido ya cinco o seis vasos de vino, le dijo:
- Será solamente tu culpa, mi señor Marqués de Carabás, si no llegas a ser mi yerno.

El marqués, haciendo varias pequeñas reverencia, aceptó el honor que Su Majestad le estaba confiriendo, y enseguida, ese mismo día se casó con la princesa.
El gato llegó a ser un gran señor, y ya no tuvo que correr tras los ratones, excepto para entretenerse.

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miércoles, 26 de mayo de 2010

El Rey Midas

Érase una vez un rey muy rico cuyo nombre era Midas. Tenía más oro que nadie en todo el mundo, pero a pesar de eso no le parecía suficiente. Nunca se alegraba tanto como cuando obtenía más oro para sumar en sus arcas. Lo almacenaba en las grandes bóvedas subterráneas de su palacio, y pasaba muchas horas del día contándolo una y otra vez.

Midas tenía una hija llamada Caléndula. La amaba con devoción, y decía: "Será la princesa más rica del mundo". Pero la pequeña Caléndula no daba importancia a su fortuna. Amaba su jardín, sus flores y el brillo del sol más que todas las riquezas de su padre. Era una niña muy solitaria, pues su padre siempre estaba buscando nuevas maneras de conseguir oro, y contando el que tenía, así que rara vez le contaba cuentos o salía a pasear con ella, como deberían hacer todos los padres.

Un día el rey Midas estaba en su sala del tesoro. Había echado la llave a las gruesas puertas y había abierto sus grandes cofres de oro. Lo apilaba sobre mesa y lo tocaba con adoración. Lo dejaba escurrir entre los dedos y sonreía al oír el tintineo, como si fuera una dulce música. De pronto una sombre cayó sobre la pila del oro. Al volverse, el rey vio a un sonriente desconocido de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó. ¡Estaba seguro de haber atrancado la puerta! ¡Su tesoro no estaba seguro! Pero el desconocido se limitaba a sonreír.

- Tienes mucho oro, rey Midas -dijo.
- Sí -respondió el rey-, pero es muy poco comparado con todo el oro que hay en el mundo.
- ¿Qué? ¿No estás satisfecho? -preguntó el desconocido.
- ¿Satisfecho? -exclamó el rey. Claro que no. Paso muchas noches en vela planeando nuevos modos de obtener más oro. Ojalá todo lo que tocara se transformara en oro.
- ¿De veras deseas eso, rey Midas?
- Claro que sí. Nada me haría más feliz.
- Entonces se cumplirá tu deseo. Mañana por la mañana, cuando los primeros rayos del sol entren por tu ventana, tendrás el toque de oro.

Apenas hubo dicho estas palabras, el desconocido desapareció. El rey Midas se frotó los ojos.
- Debo haber soñado -se dijo- pero qué feliz sería si eso fuera cierto.

A la mañana siguiente el rey Midas despertó cuando las primeras luces aclararon el cielo. Extendió la mano y tocó las mantas. Nada sucedió.

- Sabía que no podía ser cierto, suspiró. En ese momento los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Las mantas donde el rey Midas apoyaba la mano se convirtieron en oro puro. - ¡Es verdad! -exclamó con regocijo. ¡Es verdad!

Se levantó y corrió por la habitación tocando todo. Su bata, sus pantuflas, los muebles, todo se convirtió en oro. Miró por la ventana, hacia el jardín de Caléndula. "Le daré una grata sorpresa", pensó. Bajó al jardín, tocando todas las flores de Caléndula y transformándolas en oro. "Ella estará muy complacida", se dijo.

Regresó a su habitación para esperar el desayuno, y recogió el libro que leía la noche anterior, pero en cuanto lo tocó se convirtió en oro macizo. "Ahora no puedo leer -dijo-, pero desde luego es mucho mejor que sea de oro". Un criado entró con el desayuno del rey. "Qué bien luce -dijo-. Ante todo quiero ese melocotón rojo y maduro." Tomó el melocotón con la mano, pero antes que pudiera saborearlo se había convertido en una pepita de oro. El rey Midas lo dejó en la bandeja. "Es precioso, pero no puedo comerlo", se lamentó. Levantó un panecillo, pero también se convirtió en oro.

En ese momento se abrió la puerta y entró la pequeña Caléndula. Sollozaba amargamente, y traía en la mano una de sus rosas.

- ¿Qué sucede, hijita? -preguntó el rey.
- ¡Oh, padre! ¡Mira lo que ha pasado con mis rosas! ¡Están feas y rígidas!
- Pues son rosas de oro, niña. ¿No te parecen más bellas que antes?
- No -gimió la niña-, no tienen ese dulce olor. No crecerán más. Me gustan las rosas vivas.
- No importa -dijo el rey-, ahora toma tu desayuno.

Pero Caléndula notó que su padre no comía y que estaba muy triste.

- ¿Qué sucede, querido padre?, preguntó, acercándose. Le echó los brazos al cuello y él la besó, pero de pronto el rey gritó de espanto y angustia. En cuanto la tocó, el adorable rostro de Caléndula se convirtió en oro reluciente. Sus ojos no veían, sus labios no podían besarlo, sus bracitos no podían estrecharlo. Ya no era una hija risueña y cariñosa, sino una pequeña estatua de oro. El rey Midas agachó la cabeza, rompiendo a llorar.

- ¿Eres feliz, rey Midas?, dijo una voz.

Al volverse, Midas vio al desconocido.
- ¡Feliz! ¿Cómo puedes preguntármelo? ¡Soy el hombre más desdichado de este mundo!-dijo el rey.
- Tienes el toque de oro -replicó el desconocido. ¿No es suficiente?.

El rey Midas no alzó la cabeza ni respondió.
- ¿Qué prefieres, comida y un vaso de agua fría o estas pepitas de oro? El rey Midas no pudo responder.
- ¿Qué prefieres, oh rey, esa pequeña estatua de oro, o una niña vivaracha y cariñosa?
- Oh, devuélveme a mi pequeña Caléndula y te daré todo el oro que tengo -dijo el rey. He perdido todo lo que tenía de valioso.
- Eres más sabio que ayer, rey Midas -dijo el desconocido. Zambúllete en el río que corre al pie de tu jardín, luego recoge un poco de agua y arrójala sobre aquello que quieras volver a su antigua forma.

El rey Midas se levantó y corrió al río. Se zambulló, llenó una jarra de agua y regresó deprisa al palacio. Roció con agua a Caléndula y devolvió el color a sus mejillas. La niña abrió los ojos azules. Con un grito de alegría, el rey Midas la tomó en sus brazos. Nunca más el rey Midas se interesó en otro oro que no fuera el oro de la luz del sol, o el oro del cabello de la pequeña Caléndula.

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domingo, 23 de mayo de 2010

Conejito Blanco

Hay repartidos muchos bosques por toda la superficie de la tierra, pero quizás ninguno tan frondoso, alegre y tan densamente habitado como éste de nuestra historia. Sin embargo, a pesar de estar tan lleno de toda clase de seres, éstos jamás se peleaban entre sí, tratándose como hermanos.

Allí estaban la ardillita Rapidina; la urraca, siempre desconfiada y ladrona; don Severo, el búho con levita achocolatada; además, lagartijas, caracoles, escarabajos, gusanos, hormigas y mil animales más.

Pero, posiblemente, el más simpático de todos ellos era el gracioso conejito Blanco.

El conejito Blanco no tenía padre, el cual había muerto de frío cierta mañana en que se alejó demasiado de su abrigada guaridad. Entonces el conejito Blanco contaba solamente un mes.

Su madre, la conejita Chirlita, se creyó en la obligación de sustituir al padre y enseñar al pequeñín los secretos del bosque, enseñándole cuanto le era preciso saber para sobrevivir.

El conejito Blanco aprendió con rapidez los mil trucos de la vida salvaje. Aprendió a correr en zig-zag para esquivar mejor a sus perseguidores, a evitar las piedras que se interponían en su camino, a precipitarse en el interior de la madriguera cuando el enemigo estaba demasiado cerca, y a mover adecuadamente sus grandes orejitas para captar mejor los ruidos sospechosos.

En realidad, el conejito Blanco no había tenido ocasión de exhibir todas estas habilidades, pues en aquel bosque no había fieras. El único ser aparentemente temible era el Gran Oso, pero era tan viejo que ya no perseguía a ningún animal, con los que había hecho un pacto de amistad y mutuo respeto.

Vivía retirado en un castillete de piedra, en lo alto de la montaña.

En consecuencia, en el bosque reinaba la paz más envidiable. Los hombres, los sanguinarios cazadores, jamás habían penetrado en él. Sin embargo, cierto día...

Una mañana aquellas paradisíacas soledades fueron profanadas por el eco de estruendosos disparos. Los animalitos, aterrorizados, emprendieron veloz carrera y se ocultaron rápidamente en sus madrigueras. En un instante, el bosque cambió de fisonomía, desapareciendo de él la alegría.

Por desgracia, no todos los animales tuvieron la suerte de encontrarse en las proximidades de sus guaridas. Dos de ellos siguieron corriendo y corriendo, en busca de un cobijo, por sencillo que fuese.

- ¡Corre! ¡Corre! -le gritaba la conejita Chirlita a su pequeñuelo conejito Blanco, mientras ambos cruzaban vertiginosamente la floresta.

Y el conejito Blanco corría con todas sus fuerzas, poniendo en práctica todas las útiles enseñanzas que recibiera durante los meses precedentes. Hasta que finalmente, cansado y medio aturdido, cayó rodando por una pendiente y no paró de dar vueltas hasta llegar a unos arbustos, que detuvieron su caída.

Lo primero que hizo el conejito Blanco fue mirar a su alrededor, buscando a su madre. Pero estaba solo. La conejita Chirlita no había caído con él. ¿Qué había sido de ella?

El pequeñuelo se levantó de un salto, resuelto a buscarla por todo el bosque. Pero en ese momento se le apareció el Hada de las Flores y le dijo:
- No regreses, conejito Blanco. Ya no verás más a tu madre.

Los despiertos ojos del animalito se movieron sin comprender. Parpadeó, miró después fijamente al Hada y repitió con inocencia:
- ¿No la veré más?
- Así es - le respondió el Hada de la Flores. - Un cazador la hirió en una pata y se la llevó.
- ¿A ella? ¿A mi madre? -exclamó el conejito Blanco, lleno de asombro, pues siempre creyó que la conejita jamás se separaría de él.

Quedó tan entristecido y cabizbajo, que el Hada se compadeció de él y le dijo dulcemente:
- Esto no es el fin de todo para tí, conejito. Tu madre vive y es preciso salvarla.Tú has de hacer lo posible para que regrese de nuevo al bosque. Te prometo mi ayuda y, además, te proporcionaré un nuevo compañero.
- ¿Un compañero? -repitió en conejito. - ¿Qué es eso?
- Algo así como un amigo, una especie de hermano.
- ¿Y quién es él?
- El Gran Oso -le reveló el Hada. - Preséntate en su castillo y explícale tu problema. Confiésale que lo que más deseas en este mundo es salvar a tu madre. Para llegar a su morada te dirigirás hacia el Norte, por el sendero de las colmenas.

Después de darle estos consejos, el Hada de las Flores desapareció.

El conejito Blanco siguió sus instrucciones y recorrió velozmente el sendero de las colmenas, alcanzando enseguida el castillo del Gran Oso, al que encontró tendido apaciblemente.

- ¿Quién eres? -le preguntó el Gran Oso.
- Soy el conejito Blanco y deseo ser tu amigo.
- Me satisface mucho oírte hablar así. No hay nada mejor que la armonía, y los dos podemos ser grandes amigos. ¿Qué puedo hacer por tí?
- Si no te resulta demasiado molesto, me gustaría que me ayudases a salvar a mi madre, la conejita Chirlita -le confesó el pequeño conejito. - Unos cazadores la hirieron y se la llevaron.
- ¡Qué crueldad! -rugió el Gran Oso. Siempre que aparecen esos hombres...
- ¿Quieres decir que estuvieron alguna vez por aquí? -preguntó el conejito Blanco.
- No éstos mismos, sino otros, a quienes éstos denominaban salvajes -explicóle el oso, rebuscando en sus recuerdos. - Fueron los viejos y primitivos habitantes de estas regiones. Sus armas eran los arcos y las flechas. Los hombres que se han llevado a tu madre usan fusiles, pero para el caso es igual.
Después hubo una larga época de paz en el bosque, cuando los viejos hombres fueron arrojados de la región por los nuevos, y éstos durante muchos años no se atrevieron a penetrar en nuestro bosque, por miedo a los osos, por miedo a mí. Sin embargo, se habrán enterado de que ya estoy muy viejo.

Después de pronunicar esta larga parrafada, y como para demostrar a alguien que todavía le quedaban fuerzas para el combate, el Gran Oso se puso en pie y se dirigió con el conejito Blanco a la ciudad de los hombres, adonde llegaron ya muy entrada la noche. Sus calles se hallaban desiertas.

- ¡Mira ésto! -exclamó de pronto el conejito.

Lo que había llamado su atención era el gran cañón de la plaza de la ciudad, el único que allí había.

- Lo primero que haremos será liberar a todos los conejos, gallos, gallinas y demás animales de corral que guarden los hombre -dijo el Gran Oso, con sentido práctico. - A todos ellos les preguntaremos por tu madre.

Así lo hicieron y poco después, las calles se llenaron de cacareos, kikirikís y otros muchos ruidos, que despertaron a los habitantes de la ciudad.

- ¡Nos han robado los ladrones! -gritaron, y salieron de sus casas armados de garrotes.
- Esto se pone feo -suspiró el Gran Oso. - Soy tan grande y tan inconfundible que no tardaré en ser descubierto... y en tal caso, mi piel no valdrá un maravedí.
- Te convendría disfrazarte -le aconsejó el conejito Blanco. - Ponerte un sombrero, una peluca rubia, una casaca, unas botas altas y una capa. ¡Busquemos estas prendas!

Como los habitantes de la ciudad, al salir tras los ladrones, dejaron abiertas las puertas de sus casas, el conejito Blanco encontró enseguida lo que buscaba. El Gran Oso se disfrazó en un abrir y cerrar de ojos, adquiriendo la apariencia de un gigantesco caballero.

El Gran Oso, con su nuevo atavío, y el conejito Blanco preguntaban a todos los animales que encontraban si habían visto a la conejita Chirlita, pero nadie les sabía dar razón.

Perdieron tanto tiempo preguntando aquí y allá que dieron lugar a que los habitantes de la ciudad regresaran. Gracias a su disfraz, el Gran Oso pudo pasar entre ellos sin que le reconocieran, llevando al conejito en uno de sus bolsillos. Al pasar por la plaza, el oso se apoderó del cañón y con él bajo el brazo se dirigió al bosque.

Cuando los hombres de la ciudad descubrieron el robo, empezaron a sospechar de la verdadera identidad del voluminoso caballero que pasó a su lado.

- ¡Era el Gran Oso! -exclamó un sujeto pequeño y de pelo rojizo, que tenía muy mal genio. - No correremos ningún peligro si intentamos cazarlo. Está ya muy viejo, apenas podrá correr y carecerá de dientes y de garras.

Animados por aquellas palabras, todos los hombres se lanzaron en tromba hacia el bosque, dispuestos no solamente a cazar al Gran Oso sino también a acabar con todos los animales.

Pero recibieron una desagradable sorpresa: nada más alcanzar los primeros árboles del bosque fueron atacados por un enjambre de hormigas, que se les subieron por las piernas y con sus diminutas pero poderosas mandíbulas les desgarraron las carnes.

- ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! -gritaban los hombres de la ciudad, dando saltos y descargando manotazos en sus piernas.

Derrotados en toda línea, huyeron vergonzosamente. Pero, ya en la ciudad, deseando sobreponerse a la humillación de haber sido vencidos por unas humildes hormigas, se juntaron de nuevo para atacar el bosque. Cuando se presentaron con sus garrotes levantados les salieron al paso nubes de irritadas avispas, que les clavaron sus dolorosos aguijones y les hicieron huir con los rostros hinchados.

Aquello ya fue el final. El sujeto de pelo rojizo, que parecía ser el jefe de los hombres, decidió parlamentar con el Gran Oso para salvar, al menos, el cañón. Se dirigió pues al frente de una comisión hasta la frontera del bosque y formuló su deseo.
Pero el oso le contestó:
- Sólo os lo devolveré si dejáis en libertad a la conejita Chirlita. Si os negáis, no sólo me quedaré con el cañón sino que con él arrasaré vuestra ciudad.

Convencidos de que el Gran Oso cumpliría su amenaza, los hombres claudicaron y llevaron al bosque a la conejita. En cuanto al cañón, sucedió algo asombroso: la maleza se había enredado en él de tal forma que nunca nadie pudo arrancarlo de su sitio, no obstante llevar pocos días en él. En consecuencia, el cañón quedó para siempre en el bosque y los hombres jamás pudieron hacer mal uso de él.

En el reino de los animales volvió a brillar la felicidad. Llegó la primavera y, una espléndida mañana, el conejito Blanco salió en busca de tallos verdes y tiernos que comer. Y, de pronto, descubrió en un prado a una linda conejita de su misma edad, que peinaba sus orejitas al sol.

Nuestro conejito quedó vivamente impresionado de su belleza, y al regresar a su madriguera refirió a su mamá lo que acababa de ver.

- Si tanto te ha agradado, debes hablarle. -le dijo la conejita Chirlita. - Aunque quizás no la vuelvas a ver más.

Así fue. Por más que la buscó, el conejito no dio con ella. Habló de ello al Gran Oso y éste le dijo:
- Pregunta al Hada de las Flores y ella te ayudará.

El conejito lo hizo así, y el Hada le informó que la encontraría junto al último roble del río. Corrió el animalito, la vio y le preguntó si quería ser su esposa. La conejita, que se llamaba Motita, le contestó que sí y su boda se celebró enseguida.

Si alguien ve por ahí unos gazapitos blancos y moteados, piense que acaso sean hijitos de Motita y del conejito Blanco...

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jueves, 20 de mayo de 2010

Blancanieves y los Siete Enanitos

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.

A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre.

Al abrir la caja de cristal, el príncipe tropezó con algunos arbustos y el movimiento hizo que el trozo de manzana envenenada atorada en la garganta de Blancanieves se cayera, haciéndola despertar de su largo sueño. El príncipe le declaró su amor y hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

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lunes, 17 de mayo de 2010

Cinco Enanitos

Existen -o existían, según dicen las historias- enanitos de muchas clases, buenos y malos, aunque la mayoría son buenos. Pues bien: cuando uno de estos enanitos buenos favorece a alguna persona, ayudándola a salir de un apuro, por ejemplo, esta persona está obligada a obedecer a este hombrecillo en todo cuanto le ordene. Eso es lo que dice el código de los enanitos buenos, y por él nos debemos guiar.

Sucedió que en cierta lejana aldea se celebraba la Gran Fiesta anual y todos los habitantes saltaban de gozo. Sólo los criados y criadas de un acaudalado dueño de fincas tuvieron que salir al campo, como un día cualquiera, a segar.

- Nuestro amo es un tirano -decían los pobres siervos- y hemos de obedecerle, pues si no seríamos despedidos.
- ¡Y que es pequeño el campo que tenemos que segar! -se lamentaban otros. ¡Si al menos pudiéramos acabar el trabajo para la noche! ¡Pero imposible! Necesitaremos, por lo menos, tres días para segarlo todo.

Ya en el campo, empuñaron de mala gana las guadañas y comenzaron a cortar el trigo. Poco les duró aquel escaso ánimo; minutos después, los instrumentos yacían abandonados en el suelo y los trabajadores protestaban a voz en cuello por aquella injusticia que les privaba de asistir a la Gran Fiesta.

De pronto, sonó cerca de ellos una carcajada y, cuando los criados y las criadas miraron hacia el suelo vieron que cinco enanitos de abultado vientre les observaban con cara risueña. Mas como les diera por volver a reír sonoramente, uno de los segadores tomó su guadaña y la alzó sobre los hombrecillos.

- ¡Cesad de reíros de nosotros, u os divido! -exclamó el campesino, muy furioso.
- ¿Crees que lo conseguirías -le preguntó un enanito, riendo aún más. Yo te digo que no. Más te vale no intentarlo. Lo que me extraña es que seáis tan tontos como para preferir pasar el día segando en vez de bailar en la Gran Fiesta.
Los hombrecillos rieron ahora tan fuerte que tuvieron que sujetarse el vientre con ambas manos.

-¿Supones que lo hacemos por gusto? -exclamó el campesino que esgrimiera la guadaña. Nuestro amo nos ha ordenado que tengamos segado este campo antes de acabar el día, y aquí estamos si no queremos comer mañana piedras.
- ¡Oh! En ese caso... ¡Trabajad deprisa! -les dijo el enanito, riendo sin cesar.
- ¡Cómo se conoce que jamás has empuñado una guadaña! Anda, deja de burlarte de nosotros y vete de una vez.
- Yo os puedo demostrar que entendemos de segar más que todos vosotros juntos -agregó el hombrecillo. Si me obedecéis, tendréis el trabajo concluido antes de una hora.
- ¿De veras? -exclamaron los criados y las criadas, llenos de esperanza. ¿Qué tenemos que hacer?
- Sólo ésto: echaos a tierra, boca abajo, sin mirar a vuestro alrededor. Si levantáis la cabeza, os arrepentiréis.

Los campesinos le obedecieron al punto, apretando la cara contra el suelo y cerrando los ojos. Pero una de las criadas, incapaz de resistir la curiosidad, levantó disimuladamente la cabeza y vio algo increíble: el enanito dio unas palmadas y aparecieron varios miles de hombrecillos, armados de pequeñas guadañas, que se pusieron inmediatamente a segar el campo. Trabajaron tan activamente que media hora después no quedaba una sola espiga en pie.

Sólo quedó sin segar la parte correspondiente a la criada curiosa.

El enanito dio otras palmadas y los miles de hombrecillos desaparecieron. Luego ordenó a los campesinos:

- ¡Arriba, que ya está hecho vuestro trabajo!

El grupo de campesinos quedó asombrado de lo que veían sus ojos. Sin embargo, ¿qué significaba aquel pequeño trozo sin segar?

- ¿No es cierto que entiendo de segar más que todos vosotros juntos? -les preguntó sonriendo el enanito.
- ¡Nadie lo puede poner en duda! -exclamaron a coro los campesinos.
- ¡Es un mentiroso! ¡Os está engañando! -gritó de pronto la criada curiosa. ¡Les han ayudado miles de enanitos como ellos!
- ¡Ajú! -exclamó el hombrecillo. ¡Aquí tenemos a la curiosa desobediente! te lo advertí; ahora deberás segar la parte tuya, que nadie ha tocado. ¡A trabajar, mocita!

En medio de grandes carcajadas, los criados y las criadas dieron las gracias a los cinco buenos enanitos y se dirigieron a bailar en la Gran Fiesta del pueblo, mientras la desobediente se quedó allí trabajando, en justo castigo por no haber cumplido la recomendación del hombrecillo.

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viernes, 14 de mayo de 2010

La Gama Ciega

Había una vez un venado -una gama-, que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así:

I

Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas.

II

Hay que mirar bien el río y quedarse quieta antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.

III

Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre.

IV

Cuando se come pasto del suelo, hay que mirar siempre antes los yuyos para ver si hay víboras.

Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.

Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenía un color oscuro, como el de las pizarras.

¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima.

La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima, porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así.

En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente.

-Ten mucho cuidado, mi hija -le dijo-, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas.
La gamita gritó contenta:
-¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican, las abejas, no.
-Estás equivocada, mi hija -continuó la madre-. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija; porque me vas a dar un gran disgusto.
-Sí, mamá! ¡Sí mamá!-respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los hombres en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.

Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas eran más grandes, la miel debía ser más rica.

Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas creyó que su mamá exageraba, como exageran siempre las madres de las gamitas. Entonces le dio un gran cabezazo al nido.

¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas, miles de avispas que la picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.

La gamita, loca de dolor, corrió y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar desesperadamente.
-¡Mamá... ¡Mamá! ...

Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló al fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil, con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.

La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también venados, pero era un hombre bueno.

La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomendación al Oso Hormiguero, que era gran amigo del hombre.

Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio.

Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y por encima del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de los hombros. Tienen también la cola prensil, porque viven siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.

¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el Oso Hormiguero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.

-¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! -llamó jadeante.
-¿Quién es?-respondió el Oso Hormiguero.
-¡Soy yo, la gama!
-¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
-Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La gamita, mi hija, está ciega.
-¿Ah, la gamita?-le respondió el Oso Hormiguero-. Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.

Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos venenosos.
-Muéstrele esto- dijo aún el comedor de hormigas-. No se precisa más.
-¡Gracias, Oso Hormiguero!- respondió contenta la gama-. Usted también es una buena persona.

Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimarse a las paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta del cazador.

-¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!- golpearon.
-¿Qué hay?- respondió una voz de hombre, desde adentro.
-¡Somos las gamas!... ¡ Tenemos la cabeza de víbora!

La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que ellas eran amigas del Oso Hormiguero.
-¡Ah, ah!- dijo el hombre, abriendo la puerta-. ¿Qué pasa?
Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador toda la historia de las abejas.

-¡Hum!... Vamos a ver qué tiene esta señorita- dijo el cazador. Y volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.

-Esto no es gran cosa- dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la gamita-. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en los ojos todas las noches, y téngala veinte días en la oscuridad. Después póngale estos lentes amarillos, y se curará.
-¡Muchas gracias, cazador!- respondió la madre, muy contenta y agradecida-. ¿Cuánto le debo?
-No es nada- respondió sonriendo el cazador-. Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir el rastro de los venados.

Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada momento, Y con todo, los perros las olfatearon y las corrieron media legua dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la gamita iba balando.

Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero solo la gama supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada. Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la gamita con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
-¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!

Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de alegría, al ver curada su gamita.
Y se curó del todo; Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella, y no sabía cómo.

Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer la orilla de las lagunas y bañados, buscando plumas de garza para llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega que él había curado.

Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto muy contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vio a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.

El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de contenta.

Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el hombre. El ponía siempre en la mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía una estufa de leña mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.

Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía, esperando en la puerta el ¡tan-tan! bien conocido.

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miércoles, 12 de mayo de 2010

Barba Azul

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le evitaban.

Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.

Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.

Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.

—He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.

Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.

Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.

De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.

Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.

Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).

Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.

Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la refregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.

Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.

Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.

—¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?

—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.

—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.

Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.

Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:

—¿Por qué hay sangre en esta llave?

—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida como una muerta.

—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.

Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.

—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.

—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.

—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.

Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:

—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.

La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;

—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana respondía:

—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:

—Baja pronto o subiré hasta allá.

—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana Ana respondía:

—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

—¡Baja ya!, gritaba Barba Azul, o yo subiré.

—Voy enseguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.

—¿Son mis hermanos?

—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.

—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.

—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

—Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.

Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.

—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.

Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.

—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...

En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.

Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.

Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.

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lunes, 10 de mayo de 2010

El Caracol y el Rosal

Había una vez una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos.

El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias.

Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: –¡Paciencia! –decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.

–Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?

–Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.

–Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.

–Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?

–Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello.

–Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?

–No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante! Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa.

–Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo).

–Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo?

–No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.

–¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?

–¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.

Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.

–¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.

Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.

Y pasaron los años.

El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos.

Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo.

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sábado, 8 de mayo de 2010

En el fondo del Mar

Había a la orilla de un gran mar una humilde cabaña habitada por un pobre pescador y sus dos hijos, Azucena y Pedrín.

Como el pescador casi nunca conseguía ningún pez, los muchachos pasaban hambre y eso entristecía al buen hombre.

Un día, sin poderlo remediar, estalló en sollozos a la orilla del mar. De pronto, las aguas se separaron y surgió un gigante envuelto en un deslumbrante manto de escamas doradas.

- ¿Por qué lloras así? -preguntó el gigante al pescador.
- Yo no pesco nada y mis hijos se mueren de hambre -le confesó el pescador, al salir de su asombro.
- Desde hoy pescarás en abundancia con la condición de que me entregues lo que halles detrás de la puerta al regresar a tu casa -le dijo el gigante. Si no, morirá tu hija.

El pescador aceptó la proposición, convencido de que detrás de la puerta estarían las escobas y los trapos viejos. Sin embargo, lo que encontró allí fue a su hijo Pedrín, a quien reveló, muy apesadumbrado, el pacto que acababa de cerrar.

- Llevadme con el gigante, padre -rogó el valiente Pedrín- y así a mi hermanita no le pasará nada.
- ¡Eso nunca, nunca! -gritó Azucena con desesperación.

Mas Pedrín insistió y el pescador le condujo a la orilla del mar. Salió el gigante de las aguas, se apoderó del muchacho, lo envolvió en su brillante manto de escamas y lo arrojó a las profundidades, diciendo al afligido padre:

- No temas, no se ahogará, pues mi manto es mágico. Ahora ya puedes empezar a pescar.

¡Con qué escasa ilusión lanzó el pescador el anzuelo al agua! Además, ¿cómo iba a saber, a través de sus abundantes lágrimas, si lo que sacaba era un pescado o una bota vieja? Por eso, cuando advirtió un peso en su anzuelo, lo levantó y dejó algo a su lado. Se secó los ojos y lo miró: era un soberbio pez cuyas escamas parecían de cristal.

- Déjame regresar a mi mar - le suplicó aquel pez.
Era su tono tan doliente, que el pescador se conmovió.
- Sea -le dijo. Pero desearía que velases por mi hijo, que se lo llevó el gigante de las aguas.

El pez se lo prometió y quedó libre, hundiéndose en las profundidades. Se dirigió a la enorme caracola donde moraba la Reina de las Sirenas y le preguntó por el paradero del hijo del pescador.

La Reina tomó un espejo mágico y en él vio a Pedrín.
- El gigante lo ha esclavizado para que le proporcine perlas -comentó la Reina de las Sirenas. Si quieres ayudarle, sigue hasta el final el camino de las ostras perleras y llegarás al palacio del gigante.

El pez cumplió sus instrucciones y, después de mucho nadar, se halló ante el soberbio palacio del gigante de los mares. Como sus paredes eran transparentes, vio como Pedrín era conducido por una escolta de seis peces espada a presencia del tirano, quien le preguntó:

-¿Llenaste ya de perlas los cien sacos?
- He trabajado día y noche, pero la tarea es excesiva -suspiró el pobre Pedrín. No puedo más.
- Siempre se puede si se quiere -exclamó el gigante, sentado cómodamente en su trono. Trabaja más, o de lo contrario serás arrojado a los tiburones.

Cuando los seis peces espada se lo llevaron al calabozo, el pez nadó hasta la orilla del mar y llamó:
- Acércate, hermanita de Pedrín, que el pez de escamas como el cristal desea hablarte.

Su voz llegó hasta Azucena, quien corrió hacia la orilla del mar y, al verla, le dijo el pez:
- Ayúdame a salvar a tu hermano.
- ¿Qué he de hacer? -le preguntó la muchacha.
- Toma esta capa y sígueme.

Y le entregó un manto maravilloso, hecho de escamas, en el que se envolvió Azucena y siguió al pez por las profundidades marinas sin ahogarse. Al llegar a la caracola de la Reina de las Sirenas, el pez rogó a ésta que entregara a Azucena un poder para vencer al gigante, y la Reina le dio una varita mágica.

Con ella se dirigieron al palacio de cristal. Y cuando la varita rozó el trono del gigante, éste quedó atado con cadenas y se abrió la puerta del calabozo de Pedrín.

- Ahora, tócame a mí con la varita -le dijo el pez a Azucena. Y al hacerlo, el pez se convirtió en un gallardo príncipe, que en tiempos pasados había sido encantado por una bruja.

El príncipe le pidió la mano a Azucena y se casó con ella, y desde entonces el pescador vivió con sus hijos en un palacio levantado a la orilla del mar.

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jueves, 6 de mayo de 2010

El Pequeño Barbero

A Ricitos le agradaba dejarse crecer los cabellos, que formaban abundantes rizos sobre sus orejas. Sólo al llegar los calores del verano se decidía a ponerse bajo las tijeras del barbero Melkiades, un tipo de no tan buen carácter como Ricitos, a quien gastaba muchas bromas.

El tío de Ricitos se llamaba Polilla y se comentaba que era un hombre acaudalado, a pesar de la miseria en que vivía.

Cuando Polilla se hallaba en su lecho de muerte, llamó a su sobrino y le dijo:
- Dentro del cofrecillo que está debajo de la cama encontrarás la herencia que te lego: el "Ojo Milagroso" y la "Moneda Rodante". Empléalos bien y saldrás adelante. Dicho lo cual, el tío expiró.

Ricitos tomó el cofrecillo y lo abrió, quedando ante su asombrada mirada un ojo de cristal con una pupila azul y un doblón de plata que, al caer al suelo, comenzó a rodar y Ricitos hubo de seguirlo por toda la casa hasta darle alcance.

Al mirar a través de la pupila del "Ojo Milagroso" vio un paisaje de belleza extraordinaria: cuatro lagos brillaban bajo los rayos del sol y en el centro de los cuatro se alzaba un mont en forma de escalera de caracol.

Ricitos guardó el "Ojo Milagroso" y la "Moneda Rodante" en una bolsita y salió a la calle. Al pasar frente a la barbería de Melkiades, éste quiso enterarse del contenido de la bolsa y se la arrebató, cayendo al suelo lo que iba dentro.

La moneda echó a rodar calle abajo y Melkiades fue tras ella, diciendo a Ricitos:
- La moneda será de quien se apodere de ella.

Ricitos recogió el "Ojo Milagroso" y en ese momento oyó la vos de su tío: "Querido sobrino, demuéstrale a ese zoquete de Melkiades que los buenos como tú también pueden ser listos". Las palabras del viejo Polilla le infundieron nuevos ánimos y Ricitos salió en pos de su moneda y del barbero.

La "Moneda Rodante" salió del pueblo, recorrió varios kilómetros de la carretera y finalmente tomó un sendero sin salida, cuyo fin era una pared con una carátula con la boca abierta a ras del suelo. Llegó allí la moneda, fue tragada por aquella bocaza, y tanto Ricitos como Melkiades creyeron advertir que la expresión de la carátula era de glotonería.

- ¡Esto es consecuencia de tus bromas pesadas y de tu envidia! -exclamó Ricitos. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Melkiades soltó una ofensiva risotada y, de pronto, los labios de la carátula se movieron y dijeron:
- ¡Prepárate a recibir tu merecido, malvado barbero! Ofendes a los demás y luego te burlas de ellos. Y tú, Ricitos, sólo tienes que mirar a través de tu "Ojo Milagroso" y volverás a ver la moneda.

Cuando se hizo el silencio, Melkiades dijo a Ricitos:
- ¡Ea!, olvidemos lo pasado, busquemos juntos la moneda y repartámonos su valor. Recuerda que somos del mismo pueblo.

Y Ricitos, que era muy inocente, aceptó aquella proposición y ambos miraron por el "Ojo Milagroso" y vieron a la moneda rodar por otro camino, que llevaba a un castillo enclavado en una alta montaña.

Ricitos y Melkiades corrieron para llegar al castillo antes que la moneda, pero ésta chocó contra la pesada puerta cuando ellos aún se hallaban detrás. El choque produjo infinitos destellos y en medio de ellos apareción un hada, que les dijo:

- Quien venza al tigre dueño de este castillo se casará con la princesa que lo habita. Pasad, si sois valientes.

Ricitos avanzó con decisión, pero Melkiades llegó al gran patio del castillo muerto de miedo.

- ¿Quién será mi primer contrincante? -rugió el tigre, apareciendo y lanzando fuego por los ojos.

Al verle, el barbero salió huyendo; mas Ricitos, que acababa de descubrir a la princesa sentada en su trono, empuñó un hacha afilada que le ofreció el hada y se volvió a la fiera, la cual se arrojó sobre él, pero el muchacho se apartó oportunamente y la cabezota del tigre chocó contra una columna de piedra, quedando inconsciente.

Ricitos aprovechó la ocasión para trepar a lo alto de la columna y cuando la fiera quiso seguirle, de un certero tajo le cortó las garras y de un segundo le dejó sin un solo diente. Entonces el tigre lanzó un rugido espantoso y con una llamarada impresionante se elevó hacia lo alto. Cuando se apagó, el monstruo había desaparecido para siempre.

- ¡Ven a mis brazos, valiente Ricitos! -exclamó el rey, padre de la princesa salvada. ¡Tuya es la mano de mi hija!

El matrimonio se celebró enseguida y la pareja real gobernó el país a gusto de todos. Hasta el propio Melkiades reconoció que Ricitos merecía tamaña suerte, por su bondad, paciencia e ingenuidad, virtudes siempre bendecidas por el Cielo.

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martes, 4 de mayo de 2010

El Hada de las Aguas

Había vez una madre que tenía dos hijas. Anastasia, la mayor, era orgullosa, poco trabajadora y pensaba casarse, sea como fuere, con el Príncipe del Reino. La otra, Mónica, era la más joven, siempre obedecía a su madre y la ayudaba en las faenas de la casa.

Anastasia no se contentaba con estar todo el día delante del espejo, embelleciéndose para conquistar al Príncipe, sino que incluso maltrataba a su hermana y se reía de su trabajo.

Pero un día de primavera, radiante de sol, la madre le dijo a Mónica:
— Ve tú, hija, y tráeme un cántaro de agua de la fuente que hay en el bosque, porque es buena para mi salud. Se lo he dicho a tu hermana Anastasia y se ha reído de mí. Me ha contestado que no quería y que esas faenas las hacías tú.

Cuando Mónica regresaba con el agua, se encontró, sentada junto al camino, a una vieja que le pidió agua. Mónica le ofreció el cántaro y la ayudó a beber. Entonces la viejecita le dijo:

— Soy un hada de las aguas, y para recompensarte de tus bondades, te voy a conceder un don. Cada vez que hables, por tu boca saldrán perlas y diamantes.

Al llegar a su casa, la madre de Mónica estaba preocupada por la tardanza y le preguntó el motivo.

Entonces Mónica le contó lo que le había ocurrido y cuando habló, de su boca salieron perlas y diamantes, dejando sorprendidas a su madre y a su hermana.

A la mañana siguiente Anastasia dijo a su madre:
— Hoy iré yo a buscar el cántaro de agua. Cuando salga la vieja al camino le daré agua y también gozaré del mismo favor.

A su madre le pareció muy bien la idea. Le dijo que se portara bien con todo el mundo y que tuviera mucho cuidado. Anastasia recogió el agua de la fuente y regresó malhumorada, porque de todas formas le molestaba fatigarse con el peso.

En el mismo sitio del día anterior estaba una hermosa mujer sentada, llevaba un elegante vestido y muchas joyas. Se dirigió a Anastasia y le dijo:

— ¿Me das un poco de tu agua? He andado mucho y estoy sedienta.
— Yo no doy agua a personas como tú -le dijo Anastasia- y si quieres beber agua, ve hasta la fuente y cánsate como yo he hecho.

Entonces la hermosa mujer le dijo:
— Soy el hada de las aguas y voy a castigarte por tu mala acción. Cada vez que hables, por tu boca arrojarás sapos y culebras. Después de lo cual desapareció.

Anastasia llegó a su casa y cuando le contó a su madre lo ocurrido, de su boca empezaron a salir serpientes y sapos. Entonces Anastasia dijo que la culpa era de su hermana Mónica y fue tras ella para pegarle.

La pobre Mónica tuvo que ir a refugiarse en el bosque, bajo un árbol, y se puso a llorar.

Al escuchar su llanto, pasaba por allí el Príncipe del Reino, que se acercó a ella y le preguntó:

— ¿Por qué lloras, bella muchacha?

Mónica le explicó todo y dejó confuso al Príncipe, no sólo porque de su boca salían perlas y diamantes sino porque se dio cuenta de que era la mejor joven que había conocido en su vida. Le dijo que la amaba, que era la mujer que había estado buscando durante toda su vida y que, si ella lo aceptaba, se casarían.

Mientras tanto, Anastasia, como nadie quería hablar con ella, se desesperó y un día se perdió en el bosque. Nunca se volvió a saber nada de ella.

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domingo, 2 de mayo de 2010

Cocolín y sus Cachorros

El cocodrilo Cocolín estaba preocupado, las cosas no iban bien. Hasta hacía un tiempo, el río en que vivía con sus cinco hijos era un lugar ideal: cómodo, bastante alejado como para que los hombres no molestaran y con abundante comida.

Pero, últimamente, una tribu de salvajes, los comemonos, se habían instalado cerca a cazar y pescar. Resultado: lo único que había para comer eran mosquitos!

- ¡Papá, tengo hambre! -decían los chicos a cada rato.

Y Cocolín decidió ir a la selva a buscar comida. Eso era muy peligroso porque los hombres la habían llenado de trampas para atrapar toda clase de animalitos. Por suerte, Cocolín era muy inteligente y las supo esquivar.

Pero como no pudo cazar nada, pensó que tendría que arriesgarse e ir a la aldea de los comemonos, donde seguramente encontraría algo.

A medida que se acercaba, oía un resonar de tambores y gritos cada vez más fuertes. Se deslizó despacio, escondiéndose entre los árboles, y pudo ver la causa de tanto alboroto: bien atado a un poste, para que no se escapara, estaba el monito Monono.

Los salvajes, muy contentos, bailaban y cantaban alrededor de una gran olla. Pensaban darse un atracón de guiso de mono!

Estaban tan entretenidos que no vieron a Cocolín, que llegó sigilosamente junto al prisionero y lo soltó en menos de lo que canta un gallo.

- ¡Cocolín! ¡Yo ya me veía dentro de la olla! ¡Estos bárbaros me iban a cocinar con arroz!
- ¡Ahora se tendrán que comer el arroz solo! ¡Qué sorpresa se van a llevar! ¡Ja ja ja! ¡Espera! Hay que ser atentos... les dejaré un mensaje.

Los comemonos seguían cantando y bailando muy entusiasmados sin imaginar lo que estaba ocurriendo. Por fin, decidieron empezar a cocinar.

¡Qué desilusión se llevaron! Porque cuando fueron a buscar su comida, no encontraron más que a soga en el suelo y un cartel que Cocolín había pinchado en un poste.

Furiosos, empezaron a perseguir a los fugitivos. Pero éstos tenían una buena ventaja y no había quién los alcanzara.

Cuando por fin se detuvieron, Monono quiso saber qué hacía Cocolín en la aldea.
- Fui a buscar comida. Tengo cinco hijos que mantener y en el río ya no hay peces!
- ¿Y por qué no se mudan?
- Porque está todo lleno de hombres, ¡es un peligro!

Monono, sin decir nada, encendió una fogata. Al principio, Cocolín no entendió para qué lo había hecho. Pero enseguida se aclaró todo porque el fuego comenzó a crecer, a crecer, y llegó hasta la aldea de los comemonos, que salieron gritando como locos: "¡Fuego! ¡Fuego!" y se alejaron a toda velocidad hasta que ya no quedó ninguno.

Cocolín estaba contentísimo; ése era un lugar excelente para pescar y los salvajes iban a tardar bastante en volver.

Llegó a su casa con la red llena de peces de todos los tamaños.

- ¡Papá, papá! ¡Viva papá! -gritaban los chicos, que comieron tanto que no se podían mover y se quedaron dormidos haciendo la digestión.

Desde entonces, nunca más pasaron hambre porque los comemonos se mudaron lejos y no volvieron a molestar.

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