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domingo, 23 de mayo de 2010

Conejito Blanco

Hay repartidos muchos bosques por toda la superficie de la tierra, pero quizás ninguno tan frondoso, alegre y tan densamente habitado como éste de nuestra historia. Sin embargo, a pesar de estar tan lleno de toda clase de seres, éstos jamás se peleaban entre sí, tratándose como hermanos.

Allí estaban la ardillita Rapidina; la urraca, siempre desconfiada y ladrona; don Severo, el búho con levita achocolatada; además, lagartijas, caracoles, escarabajos, gusanos, hormigas y mil animales más.

Pero, posiblemente, el más simpático de todos ellos era el gracioso conejito Blanco.

El conejito Blanco no tenía padre, el cual había muerto de frío cierta mañana en que se alejó demasiado de su abrigada guaridad. Entonces el conejito Blanco contaba solamente un mes.

Su madre, la conejita Chirlita, se creyó en la obligación de sustituir al padre y enseñar al pequeñín los secretos del bosque, enseñándole cuanto le era preciso saber para sobrevivir.

El conejito Blanco aprendió con rapidez los mil trucos de la vida salvaje. Aprendió a correr en zig-zag para esquivar mejor a sus perseguidores, a evitar las piedras que se interponían en su camino, a precipitarse en el interior de la madriguera cuando el enemigo estaba demasiado cerca, y a mover adecuadamente sus grandes orejitas para captar mejor los ruidos sospechosos.

En realidad, el conejito Blanco no había tenido ocasión de exhibir todas estas habilidades, pues en aquel bosque no había fieras. El único ser aparentemente temible era el Gran Oso, pero era tan viejo que ya no perseguía a ningún animal, con los que había hecho un pacto de amistad y mutuo respeto.

Vivía retirado en un castillete de piedra, en lo alto de la montaña.

En consecuencia, en el bosque reinaba la paz más envidiable. Los hombres, los sanguinarios cazadores, jamás habían penetrado en él. Sin embargo, cierto día...

Una mañana aquellas paradisíacas soledades fueron profanadas por el eco de estruendosos disparos. Los animalitos, aterrorizados, emprendieron veloz carrera y se ocultaron rápidamente en sus madrigueras. En un instante, el bosque cambió de fisonomía, desapareciendo de él la alegría.

Por desgracia, no todos los animales tuvieron la suerte de encontrarse en las proximidades de sus guaridas. Dos de ellos siguieron corriendo y corriendo, en busca de un cobijo, por sencillo que fuese.

- ¡Corre! ¡Corre! -le gritaba la conejita Chirlita a su pequeñuelo conejito Blanco, mientras ambos cruzaban vertiginosamente la floresta.

Y el conejito Blanco corría con todas sus fuerzas, poniendo en práctica todas las útiles enseñanzas que recibiera durante los meses precedentes. Hasta que finalmente, cansado y medio aturdido, cayó rodando por una pendiente y no paró de dar vueltas hasta llegar a unos arbustos, que detuvieron su caída.

Lo primero que hizo el conejito Blanco fue mirar a su alrededor, buscando a su madre. Pero estaba solo. La conejita Chirlita no había caído con él. ¿Qué había sido de ella?

El pequeñuelo se levantó de un salto, resuelto a buscarla por todo el bosque. Pero en ese momento se le apareció el Hada de las Flores y le dijo:
- No regreses, conejito Blanco. Ya no verás más a tu madre.

Los despiertos ojos del animalito se movieron sin comprender. Parpadeó, miró después fijamente al Hada y repitió con inocencia:
- ¿No la veré más?
- Así es - le respondió el Hada de la Flores. - Un cazador la hirió en una pata y se la llevó.
- ¿A ella? ¿A mi madre? -exclamó el conejito Blanco, lleno de asombro, pues siempre creyó que la conejita jamás se separaría de él.

Quedó tan entristecido y cabizbajo, que el Hada se compadeció de él y le dijo dulcemente:
- Esto no es el fin de todo para tí, conejito. Tu madre vive y es preciso salvarla.Tú has de hacer lo posible para que regrese de nuevo al bosque. Te prometo mi ayuda y, además, te proporcionaré un nuevo compañero.
- ¿Un compañero? -repitió en conejito. - ¿Qué es eso?
- Algo así como un amigo, una especie de hermano.
- ¿Y quién es él?
- El Gran Oso -le reveló el Hada. - Preséntate en su castillo y explícale tu problema. Confiésale que lo que más deseas en este mundo es salvar a tu madre. Para llegar a su morada te dirigirás hacia el Norte, por el sendero de las colmenas.

Después de darle estos consejos, el Hada de las Flores desapareció.

El conejito Blanco siguió sus instrucciones y recorrió velozmente el sendero de las colmenas, alcanzando enseguida el castillo del Gran Oso, al que encontró tendido apaciblemente.

- ¿Quién eres? -le preguntó el Gran Oso.
- Soy el conejito Blanco y deseo ser tu amigo.
- Me satisface mucho oírte hablar así. No hay nada mejor que la armonía, y los dos podemos ser grandes amigos. ¿Qué puedo hacer por tí?
- Si no te resulta demasiado molesto, me gustaría que me ayudases a salvar a mi madre, la conejita Chirlita -le confesó el pequeño conejito. - Unos cazadores la hirieron y se la llevaron.
- ¡Qué crueldad! -rugió el Gran Oso. Siempre que aparecen esos hombres...
- ¿Quieres decir que estuvieron alguna vez por aquí? -preguntó el conejito Blanco.
- No éstos mismos, sino otros, a quienes éstos denominaban salvajes -explicóle el oso, rebuscando en sus recuerdos. - Fueron los viejos y primitivos habitantes de estas regiones. Sus armas eran los arcos y las flechas. Los hombres que se han llevado a tu madre usan fusiles, pero para el caso es igual.
Después hubo una larga época de paz en el bosque, cuando los viejos hombres fueron arrojados de la región por los nuevos, y éstos durante muchos años no se atrevieron a penetrar en nuestro bosque, por miedo a los osos, por miedo a mí. Sin embargo, se habrán enterado de que ya estoy muy viejo.

Después de pronunicar esta larga parrafada, y como para demostrar a alguien que todavía le quedaban fuerzas para el combate, el Gran Oso se puso en pie y se dirigió con el conejito Blanco a la ciudad de los hombres, adonde llegaron ya muy entrada la noche. Sus calles se hallaban desiertas.

- ¡Mira ésto! -exclamó de pronto el conejito.

Lo que había llamado su atención era el gran cañón de la plaza de la ciudad, el único que allí había.

- Lo primero que haremos será liberar a todos los conejos, gallos, gallinas y demás animales de corral que guarden los hombre -dijo el Gran Oso, con sentido práctico. - A todos ellos les preguntaremos por tu madre.

Así lo hicieron y poco después, las calles se llenaron de cacareos, kikirikís y otros muchos ruidos, que despertaron a los habitantes de la ciudad.

- ¡Nos han robado los ladrones! -gritaron, y salieron de sus casas armados de garrotes.
- Esto se pone feo -suspiró el Gran Oso. - Soy tan grande y tan inconfundible que no tardaré en ser descubierto... y en tal caso, mi piel no valdrá un maravedí.
- Te convendría disfrazarte -le aconsejó el conejito Blanco. - Ponerte un sombrero, una peluca rubia, una casaca, unas botas altas y una capa. ¡Busquemos estas prendas!

Como los habitantes de la ciudad, al salir tras los ladrones, dejaron abiertas las puertas de sus casas, el conejito Blanco encontró enseguida lo que buscaba. El Gran Oso se disfrazó en un abrir y cerrar de ojos, adquiriendo la apariencia de un gigantesco caballero.

El Gran Oso, con su nuevo atavío, y el conejito Blanco preguntaban a todos los animales que encontraban si habían visto a la conejita Chirlita, pero nadie les sabía dar razón.

Perdieron tanto tiempo preguntando aquí y allá que dieron lugar a que los habitantes de la ciudad regresaran. Gracias a su disfraz, el Gran Oso pudo pasar entre ellos sin que le reconocieran, llevando al conejito en uno de sus bolsillos. Al pasar por la plaza, el oso se apoderó del cañón y con él bajo el brazo se dirigió al bosque.

Cuando los hombres de la ciudad descubrieron el robo, empezaron a sospechar de la verdadera identidad del voluminoso caballero que pasó a su lado.

- ¡Era el Gran Oso! -exclamó un sujeto pequeño y de pelo rojizo, que tenía muy mal genio. - No correremos ningún peligro si intentamos cazarlo. Está ya muy viejo, apenas podrá correr y carecerá de dientes y de garras.

Animados por aquellas palabras, todos los hombres se lanzaron en tromba hacia el bosque, dispuestos no solamente a cazar al Gran Oso sino también a acabar con todos los animales.

Pero recibieron una desagradable sorpresa: nada más alcanzar los primeros árboles del bosque fueron atacados por un enjambre de hormigas, que se les subieron por las piernas y con sus diminutas pero poderosas mandíbulas les desgarraron las carnes.

- ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! -gritaban los hombres de la ciudad, dando saltos y descargando manotazos en sus piernas.

Derrotados en toda línea, huyeron vergonzosamente. Pero, ya en la ciudad, deseando sobreponerse a la humillación de haber sido vencidos por unas humildes hormigas, se juntaron de nuevo para atacar el bosque. Cuando se presentaron con sus garrotes levantados les salieron al paso nubes de irritadas avispas, que les clavaron sus dolorosos aguijones y les hicieron huir con los rostros hinchados.

Aquello ya fue el final. El sujeto de pelo rojizo, que parecía ser el jefe de los hombres, decidió parlamentar con el Gran Oso para salvar, al menos, el cañón. Se dirigió pues al frente de una comisión hasta la frontera del bosque y formuló su deseo.
Pero el oso le contestó:
- Sólo os lo devolveré si dejáis en libertad a la conejita Chirlita. Si os negáis, no sólo me quedaré con el cañón sino que con él arrasaré vuestra ciudad.

Convencidos de que el Gran Oso cumpliría su amenaza, los hombres claudicaron y llevaron al bosque a la conejita. En cuanto al cañón, sucedió algo asombroso: la maleza se había enredado en él de tal forma que nunca nadie pudo arrancarlo de su sitio, no obstante llevar pocos días en él. En consecuencia, el cañón quedó para siempre en el bosque y los hombres jamás pudieron hacer mal uso de él.

En el reino de los animales volvió a brillar la felicidad. Llegó la primavera y, una espléndida mañana, el conejito Blanco salió en busca de tallos verdes y tiernos que comer. Y, de pronto, descubrió en un prado a una linda conejita de su misma edad, que peinaba sus orejitas al sol.

Nuestro conejito quedó vivamente impresionado de su belleza, y al regresar a su madriguera refirió a su mamá lo que acababa de ver.

- Si tanto te ha agradado, debes hablarle. -le dijo la conejita Chirlita. - Aunque quizás no la vuelvas a ver más.

Así fue. Por más que la buscó, el conejito no dio con ella. Habló de ello al Gran Oso y éste le dijo:
- Pregunta al Hada de las Flores y ella te ayudará.

El conejito lo hizo así, y el Hada le informó que la encontraría junto al último roble del río. Corrió el animalito, la vio y le preguntó si quería ser su esposa. La conejita, que se llamaba Motita, le contestó que sí y su boda se celebró enseguida.

Si alguien ve por ahí unos gazapitos blancos y moteados, piense que acaso sean hijitos de Motita y del conejito Blanco...

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