Antes de emprender largo viaje, el rey de un lejano país preguntó a sus tres hijas:
- ¿Qué queréis que os traiga a mi vuelta, como regalo?
- Yo, un collar de esmeraldas -dijo la mayor.
- Un collar de rubíes -dijo la segunda.
Y la tercera, preferida del rey, pidió:
- Sólo una rosa, padre y señor.
Para complacer a sus hijas, el rey fue al País de las Esmeraldas, y su barco se vio en medio de una horrible tempestad. Pero venció la tempestad y adquirió el collar.
Después se trasladó al País de los Rubíes. Atravesó montañas altísimas y pudo comprar el collar.
Dejó la rosa para último lugar, por miedo a que se fuera a marchitar. Cerca ya de los límites del reino, envió a un paje de la escolta en busca de la flor.
- Llamad en aquel castillo. No dejarán de tener rosas y os darán.
Cuando el paje llamó a la puerta del castillo, llovía torrencialmente. El hombre que apareció en el umbral no pudo ocultar su malhumor:
- ¿Por qué tenéis que venir a fastidiar a estas horas, jovenzuelo? ¡Largo, marchaos de aquí!
- Perdonad, señor, pero vengo buscando una rosa para la hija del rey.
- ¿Una rosa? A fe que sois insensato. ¿No sabéis que en esta estación, y con el tiempo que tenemos, no las hay en la región?
- ¡Oh, va a sentirse muy apenado el rey!
Antes de volverse a la cama, el dueño del castillo aconsejó al paje:
- Seguid el camino del más alto de los montes, donde hay un jardín mágico lleno de rosas tan hermosas como no podéis soñar.
- Gracias, señor -dijo el paje. Y regresó a dar cuenta a su rey.
- Entonces, vayamos a ese lejano monte de las rosas -ordenó Su Majestad.
Largo fue el camino; pero cuando se vieron en aquel campo de rosas de ensueño, la satisfacción fue general.
El rey cortó la más hermosa y, cuando ya se iban a marchar, un extraño monstruo apareció ante el rey. Era un hombre, pero con la terrible cabeza de un león.
- ¿Qué osadía es ésta? -indignóse el hombre-león. Soy el señor de estos lugares y nadie puede llevarse mis rosas.
- Lo lamento, pero es el regalo que debo llevar a mi hija menor, explicó el rey.
- Llévale la rosa, pero con una condición: me enviarás a la primera persona que veas al llegar a tu casa.
- Concedido -prometió el rey.
Y resultó que, precisamente, la menor de sus hijas, ansisosa de verle, se adelantó a recibirle:
- ¡Qué hermosa rosa, padre y señor!
- ¡Hija mía, qué habéis hecho! -gimió el rey.
Tuvo que relatar a la joven lo sucedido, pero ella lo tranquilizó enseguida.
- No temáis; me pondré muy bonita e iré a suplicar al león. Veréis como pronto me permite volver.
Llamando a sus doncellas, la princesita les pidió su vestido de hilos de oro y su manto de seda de India. Trenzaron sus cabellos con perlas y entonces la princesa partió.
- Hasta pronto, querido padre, y no temáis.
Nada más despedirse del rey, tomó la dirección de aquel monte alto, alto y lejano, lejano.
Grande fue su temor al tener frente a ella al temido hombre-león.
- Bienvenida a mi casa, hermosa princesa.
- Gracias señor hombre-león.
- Siento que hayáis llegado al anochecer, alteza. Pasad y descansad.
Al día siguiente, la joven halló junto a las rosas a un apuesto príncipe.
- ¿Quién sois? -le preguntó ella.
- El señor de este reino -replicó él.
La princesa ya no volvió a acordarse del hombre-león. Ambos jóvenes se prendaron uno de otro, se casaron y eran felices.
Una noche que oyó rugir en el jardín, la princesa salió, tropezando con el hombre-león.
- ¿Cómo estáis aquí?
- Soy vuestro esposo. Estoy aquí encantado y por la noche me transformo en lo que ahora veis.
Mucho se afligió la princesa, aunque enseguida preguntó:
- ¿Qué puedo hacer para libraros de vuestro terrible encantamiento?
- Hay una caña que crece a orillas del Mar Rojo. Si la pudiérais traer... Pero debes ir sola.
La princesa, que amaba mucho a su esposo, emprendió el largo viaje sola y a pie. Pasó frío y calor, hambre y soledad. Algunos caravaneros, compadecidos, la llevaron en sus camellos. Así llegó hasta donde la caña crecía, y entonces emprendió el regreso.
Halló al hombre-león dormido, le dio tres veces con la caña y el encanto cesó, con lo que siempre fueron felices.
- ¿Qué queréis que os traiga a mi vuelta, como regalo?
- Yo, un collar de esmeraldas -dijo la mayor.
- Un collar de rubíes -dijo la segunda.
Y la tercera, preferida del rey, pidió:
- Sólo una rosa, padre y señor.
Para complacer a sus hijas, el rey fue al País de las Esmeraldas, y su barco se vio en medio de una horrible tempestad. Pero venció la tempestad y adquirió el collar.
Después se trasladó al País de los Rubíes. Atravesó montañas altísimas y pudo comprar el collar.
Dejó la rosa para último lugar, por miedo a que se fuera a marchitar. Cerca ya de los límites del reino, envió a un paje de la escolta en busca de la flor.
- Llamad en aquel castillo. No dejarán de tener rosas y os darán.
Cuando el paje llamó a la puerta del castillo, llovía torrencialmente. El hombre que apareció en el umbral no pudo ocultar su malhumor:
- ¿Por qué tenéis que venir a fastidiar a estas horas, jovenzuelo? ¡Largo, marchaos de aquí!
- Perdonad, señor, pero vengo buscando una rosa para la hija del rey.
- ¿Una rosa? A fe que sois insensato. ¿No sabéis que en esta estación, y con el tiempo que tenemos, no las hay en la región?
- ¡Oh, va a sentirse muy apenado el rey!
Antes de volverse a la cama, el dueño del castillo aconsejó al paje:
- Seguid el camino del más alto de los montes, donde hay un jardín mágico lleno de rosas tan hermosas como no podéis soñar.
- Gracias, señor -dijo el paje. Y regresó a dar cuenta a su rey.
- Entonces, vayamos a ese lejano monte de las rosas -ordenó Su Majestad.
Largo fue el camino; pero cuando se vieron en aquel campo de rosas de ensueño, la satisfacción fue general.
El rey cortó la más hermosa y, cuando ya se iban a marchar, un extraño monstruo apareció ante el rey. Era un hombre, pero con la terrible cabeza de un león.
- ¿Qué osadía es ésta? -indignóse el hombre-león. Soy el señor de estos lugares y nadie puede llevarse mis rosas.
- Lo lamento, pero es el regalo que debo llevar a mi hija menor, explicó el rey.
- Llévale la rosa, pero con una condición: me enviarás a la primera persona que veas al llegar a tu casa.
- Concedido -prometió el rey.
Y resultó que, precisamente, la menor de sus hijas, ansisosa de verle, se adelantó a recibirle:
- ¡Qué hermosa rosa, padre y señor!
- ¡Hija mía, qué habéis hecho! -gimió el rey.
Tuvo que relatar a la joven lo sucedido, pero ella lo tranquilizó enseguida.
- No temáis; me pondré muy bonita e iré a suplicar al león. Veréis como pronto me permite volver.
Llamando a sus doncellas, la princesita les pidió su vestido de hilos de oro y su manto de seda de India. Trenzaron sus cabellos con perlas y entonces la princesa partió.
- Hasta pronto, querido padre, y no temáis.
Nada más despedirse del rey, tomó la dirección de aquel monte alto, alto y lejano, lejano.
Grande fue su temor al tener frente a ella al temido hombre-león.
- Bienvenida a mi casa, hermosa princesa.
- Gracias señor hombre-león.
- Siento que hayáis llegado al anochecer, alteza. Pasad y descansad.
Al día siguiente, la joven halló junto a las rosas a un apuesto príncipe.
- ¿Quién sois? -le preguntó ella.
- El señor de este reino -replicó él.
La princesa ya no volvió a acordarse del hombre-león. Ambos jóvenes se prendaron uno de otro, se casaron y eran felices.
Una noche que oyó rugir en el jardín, la princesa salió, tropezando con el hombre-león.
- ¿Cómo estáis aquí?
- Soy vuestro esposo. Estoy aquí encantado y por la noche me transformo en lo que ahora veis.
Mucho se afligió la princesa, aunque enseguida preguntó:
- ¿Qué puedo hacer para libraros de vuestro terrible encantamiento?
- Hay una caña que crece a orillas del Mar Rojo. Si la pudiérais traer... Pero debes ir sola.
La princesa, que amaba mucho a su esposo, emprendió el largo viaje sola y a pie. Pasó frío y calor, hambre y soledad. Algunos caravaneros, compadecidos, la llevaron en sus camellos. Así llegó hasta donde la caña crecía, y entonces emprendió el regreso.
Halló al hombre-león dormido, le dio tres veces con la caña y el encanto cesó, con lo que siempre fueron felices.
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