Un caballero, al atravesar un bosque, vio asomar entre la maleza un dragón monstruoso. El hombre era muy valiente y ya había luchado y vencido a muchos dragones, incluso mayores; pero aquél tenía innumerables cuellos, al menos un centenar, con otras tantas cabezas e igual número de horripilantes fauces abiertas.
Fácil le hubiera sido vencer a un dragón de tres cabezas, e incluso a uno con siete, ¡pero a aquél! El caballero dejó todo y escapó. Hizo muy mal. El dragón, precisamente a causa de aquella maraña de cuellos, jamás habría conseguido salir de la maleza y por tanto era inofensivo.
Poco después, el caballero descubrió entre la maleza otro dragón, éste con una sola cabeza, por lo cual se enfrentó a él osadamente empuñando la espada; pero éste, aunque sólo tenía una cabeza, tenía cien brazos, y en un instante se libró de la maleza y también del incauto caballero, que quedó desarmado y muerto en un santiamén.
Y así puede verse que más valen cien brazos que obedezcan a una sola cabeza que cien cabezas que manden.
Fácil le hubiera sido vencer a un dragón de tres cabezas, e incluso a uno con siete, ¡pero a aquél! El caballero dejó todo y escapó. Hizo muy mal. El dragón, precisamente a causa de aquella maraña de cuellos, jamás habría conseguido salir de la maleza y por tanto era inofensivo.
Poco después, el caballero descubrió entre la maleza otro dragón, éste con una sola cabeza, por lo cual se enfrentó a él osadamente empuñando la espada; pero éste, aunque sólo tenía una cabeza, tenía cien brazos, y en un instante se libró de la maleza y también del incauto caballero, que quedó desarmado y muerto en un santiamén.
Y así puede verse que más valen cien brazos que obedezcan a una sola cabeza que cien cabezas que manden.
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