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miércoles, 29 de diciembre de 2010

El coatí

El coatí es un animalito tan alargado de cabeza com ode cola, y con ambas arqueadas hacia arriba, que posee un grito de pájaro, agudo y precipitadísimo, y a quien la curiosidad devora vivo.

No hay cosa, en efecto, a que no lleguen el hocico y los dedos del coatí. Por ver lo que hay adentro, es capaz de atarearse en abrir un horno a mil grados. De diez libros a su alcance, y uno de ellos prolijamente embalado para el correo, sólo le interesará éste último, y escarbará su cubierta y bajocubierta, hasta dejarlo al desnudo y con todas las hojas arañadas, pues algo podía haber entre ellas.

El que nosotros tuvimos poseía, fuera de su diabólica curiosidad, un extraño afecto a los hombres -no a las mujeres- a causa de haber sido criado en brazos por un hombre de monte.

El coaticito no había llegado a conocer a su madre. Calor, mimos, alimentación, todo debíalo a aquel hombre solitario, que había sido padre, madre y compañero de infancia del coatí. De modo que ya crecido y en nuestro poder, sus afectos nativos y de sangre, por decirlo así, eran para los hombres. Aceptaba de buen grado las caricias de las mujeres; pero apenas se le aproximaba un hombre, tendíale enseguida los brazos.

Tutankamón (tal nombre le habían dado los chicos), era el candor mismo respecto de los peligros de la vida. Coatí y perro, nadie lo ignora, son polos antagónicos en la existencia. Tutankamón ahuyentaba a los perros que roncaban a su alrededor, lanzándose... a jugar con ellos.

Su sangre era la del hombre, y no otra. Reservaba su antipatía más viva para una piel de coatí que rodaba por casa y que olfateaba sin tregua, hundiendo duramente su hocico por todos lados, hasta arrancarle los pelos, tal como si aquella piel hubiera pertenecido al más grande enemigo de su especie.

Comía cuanto es posible comer. Fuera lo que fuera, esperábalo en dos patas. Su gran amor eran las naranjas, que raspaba y raspaba velozmente con sus uñas hasta abrirlas. Pero si se las dábamos cortadas, las raspaba lo mismo.

A cualquier hora del día que pasáramos por su casilla, estaba dispuesto a dormir un rato en brazos. Si no lo alzábamos, trepaba igual hasta el pecho, e instantáneamente se moría allí de sueño.

Sueño de mimo, por lo demás, pues nunca sus manos quedaban más de un momento quietas: los bolsillos constituían una tentación demasiado viva para él.

Así, los cigarrillos que cargaba en el bolsillo de la camisa sufrían del contacto con el coatí. Al rato de quedarse dormido, abrazado a mi cuello, yo sentía la silenciosa mano de Tutankamón en el bolsillo, bien que sus ojos continuaban beatamente dormidos. Reprochábale yo entonces su mala acción, su abuso de confianza, con discursos que él entendía perfectamente, estoy seguro, a juzgar por su inmovilidad de vergüenza y pesadumbre. Pero en tanto que yo le hablaba aún, veía sus ojillos adormilados echarme una mirada de reojo, mientras su mano ascendía otra vez despacio hacia los cigarrillos.

Nuestro coatí no fue víctima de su curiosidad, pues vive aún, aunque alejado de nosotros. Sé, no obstante, de otro coatí que sufriendo de un tumor en el vientre, abrió él mismo el abseco con las uñas, mostrándose al parecer contento del resultado, pues no se preocupó más de aquél.

Pero como, sin duda, le escociera la cicatrización, recurrió de nuevo a las uñas, escarbando y escarbando por dentro, hasta retirar algo por la herida.

Enardecida entonces su curiosidad, escarbó y escarbó sin cesar, hasta vaciar completamente su vientre sobre el piso; con lo cual quedó por fin satisfecho, y muerto.

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