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lunes, 7 de febrero de 2011

Codadad y sus hermanos

De Las Mil y Una Noches


Hubo una vez un Sultán del reino de Harrán que había sido bendecido con todos los bienes terrenales. Era rico, poderoso y amado por muchas esposas que le habían dado cincuenta hijos, todos legítimos herederos y aspirantes al trono. Los quería a todos por igual, con la sola excepción de uno llamado Codadad,al que odiaba tan profundamente que, el mismo día de su nacimiento, lo envió, junto con su madre, Piruza, a la corte del príncipe Samer, un monarca muy amigo suyo, pero que vivía muy lejos.

El príncipe Samer puso mucho cuidado en la educación del joven Codadad y le enseñó a cabalgar y tirar al arco, además de muchas otras habilidades necesarias para un hijo de Sultán. Así, a los dieciocho años de edad, Codadad era considerado como un verdadero prodigio. El joven príncipe, inspirado por la valentía propia de su alto nacimiento, un día dijo a su madre:

—Señora, siento un deseo ardiente de conquistar gloria. Permíteme buscarla en medio de los peligros de la guerra. Mi padre, el Sultán de Harrán, tiene muchos enemigos. He resuelto ofrecerle mis servicios como extranjero y no revelarle quién soy hasta haber ejecutado alguna acción gloriosa.

La princesa Piruza aprobó la generosa resolución de su hijo. Codadad cabalgó hacia Samaria como si fuese de caza, sin decirle su intención al príncipe Samer. Temía que este pudiera prevenir al Sultán. Iba montado sobre un caballo blanco, con freno y herraduras de oro. Su alhajamiento era de seda color azul, bordada de perlas. La empuñadura de su cimitarra era un gigantesco diamante, su vaina era de madera de sándalo incrustada de esmeraldas y rubíes, y sobre su espalda llevaba su arco y su carcaj de flechas.

Apenas llegó a la ciudad de Harrán, ofreció sus servicios al Sultán quien, encantado de su buena apariencia, lo recibió cordialmente y le preguntó su nombre.

—Majestad —respondió Codadad—, soy hijo de un emir del Gran Cairo y, sabiendo que estabas comprometido en una guerra, he venido a ofrecerte mis servicios.

El Sultán quedó muy complacido y le dio un mando en su ejército.

El joven príncipe pronto se distinguió por su bravura y subió mucho en la estimación del Sultán. Este lo retenía constantemente junto a su persona, y como prueba de su confianza, le encomendó el cuidado de los otros príncipes. De este modo, Codadad fue regente de sus propios hermanos. Molestos por ello, los príncipes concibieron un odio implacable en su contra.

—Ha llegado ésto —decían ellos— hasta tal punto, que el Sultán, nuestro padre, no sólo quiere a este extranjero más que a nosotros, sino que lo nombra regente para controlar cada acción nuestra. Esto no puede durar. Debemos deshacernos nosotros mismos de este extranjero.

—Matémoslo —dijo uno de los hermanos.
—No, no —dijo otro—, usemos una estratagema. Le pediremos permiso para ir a cazar, en cambio, nos iremos a una ciudad distante y nos quedaremos ahí. Cuando el Sultán descubra nuestra ausencia, censurará al extranjero, lo mandará a buscarnos, y quizás podremos darle muerte o, al menos, desterrarlo.

Todos los Príncipes estuvieron de acuerdo en esto y el plan fue puesto en práctica de inmediato. Después de que los hermanos estuvieron ausentes tres días, el Sultán se alarmó. Y cuando supo que Codadad les había dado permiso para ir a cazar, no pudo contener su ira.

—¿Por qué dejaste ir a mis hijos sin acompañarlos? Ve, búscalos inmediatamente y tráelos ante mí o tu vida pagará en prenda. Ante estas palabras, Codadad sintió las angustias del más profundo reproche a sí mismo.

—¡Ay! Mis hermanos —se dijo—, qué podrá ocurrirles por mi culpa. ¿He venido a la corte de Harrán sólo para acrecentar la ansiedad del Sultán?

Partió de la ciudad y, como pastor que ha perdido su rebaño, recorrió todo el país en busca de sus hermanos, preguntando en cada aldea si los habían visto.

Después de varios días de búsqueda infructuosa, llegó a una gran llanura, en medio de la cual había un palacio de mármol negro. Al acercarse, vio, asomada a una ventana, a una mujer muy hermosa, pero con vestidos rotos y cabellera despeinada. A la vista de Codadad, le gritó desde lejos:

—Joven, huye de inmediato, te lo ruego. Este palacio está habitado por un monstruo que captura, aprisiona y devora a toda infortunada persona que pasa por este camino!

—Señora —contestó Codadad—, yo no tengo miedo. Pero, ¿quién eres y cómo puedo ayudarte?
—Soy una princesa del Gran Cairo —respondió la dama—. Ayer yo viajaba hacia Bagdad, cuando el monstruo mató a mis sirvientes, me trajo a este castillo y ahora amenaza mi vida, porque no quiero ser su esposa. Pero, una vez más, te ruego que escapes mientras todavía haya tiempo.

Apenas había terminado de hablar, cuando el Gigante apareció. Era de gran tamaño y de terrible aspecto. Cabalgaba un enorme corcel tártaro y llevaba una cimitarra tan pesada que nadie sino él mismo podía manejarla. El Príncipe, aunque asombrado de su colosal estatura, desenfundó su propia cimitarra y esperó firmemente su aproximación.

El Gigante, profiriendo un poderoso rugido y echando espumarajos de rabia, se alzó sobre sus estribos y cabalgó con la cabeza gacha hacia Codadad, blandiendo su terrible arma. El Príncipe evitó el golpe mediante un repentino giro de su caballo. La cimitarra hizo un horrible sonido sibilante en el aire. Pero antes de que el Gigante tuviera tiempo para un segundo golpe, Codadad ló atacó con su cimitarra con tal fuerza que le cortó el brazo derecho.

Ambos, brazo y cimitarra, cayeron juntos a tierra. Mientras tanto el Gigante, ladeándose bajo la violencia del golpe, perdió su estribo y rodó por el suelo. El Príncipe desmontó y le cortó la cabeza.
Después de esto, la dama, que había visto el combate, lanzó un grito de alegría y llamó a Codadad.

—Príncipe —le dijo—, termina el trabajo que has empezado. Toma las llaves de este castillo, que están en poder del Gigante, y líbrame de esta prisión.

Registrando las ropas de su enemigo ya muerto, el Príncipe encontró las llaves, abrió la puerta del castillo y entró al patio, donde se encontraba la dama que avanzaba a encontrarlo. Ella alabó la valentía del Príncipe, exaltándolo por encima de todos los héroes del mundo. El correspondió generosamente a sus cumplidos, porque ella le parecía mucho más encantadora aún que lo que imaginaba desde lejos. Repentinamente, la conversación fue interrumpida por tristes llantos y gemidos.

—¿Qué oigo? —preguntó Codadad—. ¿Qué son esos penosos sonidos que traspasan mis oídos?
—Príncipe —dijo la dama—, ésas son las lamentaciones de muchas desdichadas personas que están encadenadas y prisioneras en los calabozos del castillo. Apresúrate a darles libertad.

De inmediato el Príncipe descendió por una empinada escalera hasta encontrar un calabozo subterráneo donde había alrededor de un centenar de cautivos, encadenados de pies y manos.

—Desafortunados viajeros —dijo—, den gracias al cielo que hoy los ha librado de una muerte cruel. He muerto al Gigante y he venido a liberarlos.

Al escuchar estas palabras, los prisioneros dieron gritos de alegría y de sorpresa, mientras Codadad y la dama se apresuraban a quitarles sus hierros.
Cuando todos salieron del calabozo al patio, el Príncipe tuvo, a la luz del día, una sorpresa tan grande como grata, al ver entre los prisioneros a aquellos a quienes estaba buscando.

—¡Los Príncipes! —gritó; y dirigiéndose a ellos, preguntó—: ¿Los estoy viendo a ustedes, realmente? ¿Puedo llevarlos ante el Sultán vuestro padre, que está inconsolable por vuestra pérdida? ¿Están todos aquí y vivos?

Los cuarenta y nueve Príncipes se dieron a conocer uno tras otro a Codadad. A la vez, juntamente con los demás cautivos, le expresaron su ilimitada gratitud por su liberación. Ayudado por ellos, Codadad registró todo el castillo y encontró un gran almacenamiento de tesoros ocultos, telas raras, brocados de oro, alfombras persas, sedas chinas y una infinita variedad de otras mercaderías. Era todo lo que el Gigante había quitado a las caravanas, algunas de las cuales pertenecían a los prisioneros recientemente liberados.

El Príncipe devolvió a cada uno lo suyo y dividió el resto de las riquezas en porciones iguales para todos. Yendo del castillo a los establos, encontraron muchos camellos y caballos robados, entre los que estaban los corceles de los hijos del Sultán de Harrán. Los mercaderes, entusiasmados al recobrar sus mercaderías y camellos, al igual que habían recuperado su libertad, se apresuraron a seguir sus diferentes caminos.

Después que se fueron, volviéndose hacia la dama, Codadad dijo:
—¿Puede decirnos, señora, a dónde desea ir desde aquí? Los Príncipes y yo estaremos contentos de atenderla. ¿No nos honrará con la historia de sus aventuras?

De inmediato la dama empezó el siguiente relato:
“Yendo un día de caza, mi padre extravió su camino y cabalgó hasta lo profundo del bosque, siendo sorprendido por la noche. Anduvo hacia una débil luz que brillaba bajo un cobertizo levantado entre los árboles. Vio a un negro gigantesco sentado sobre una alfombra, con un inmenso jarro de vino ante él y un buey entero asándose al fuego. Para mayor sorpresa, había también una hermosa mujer en el cobertizo. Ella parecía abrumada por la aflicción, y a sus pies se encontraba un niñito que lloraba sin cesar. Mi padre observaba desde fuera del cobertizo. Después de un rato, tras haber vaciado el jarro y comido casi la mitad del buey, el Gigante cogió a la infeliz dama por el cabello y, desenvainando su cimitarra, se disponía a cortarle la cabeza. Mi padre disparó una flecha que alcanzó al Gigante en el pecho y lo dejó muerto en el suelo.

“Mi padre entró al cobertizo, desató las manos de la dama, le preguntó quién era y cómo había llegado a ese lugar. ‘Señor mío —dijo ella—, mi marido es un príncipe sarraceno y rige a ciertas tribus de la costa. Un día que viajábamos a través de nuestros dominios, mi niño y yo nos separamos del príncipe. Este Gigante nos sorprendió y nos condujo al interior del bosque. Estuvo a punto de matarnos porque me negué a ser su mujer.’

“Mi padre compadeció a la dama en su aflicción y le dijo que, al día siguiente, podría llevarla a la ciudad de Deryabar, de la cual era el Sultán. y que ahí sería bien alojada hasta que su marido viniera a reclamaría. La dama sarracena aceptó el ofrecimiento y al otro día acompañó a mi padre, quien encontró a todo su séquito esperándolo a la orilla del bosque, después de haber pasado la noche buscándolo infructuosamente.

“Al llegar al palacio, mi padre asignó un aposento a la hermosa dama sarracena y dispuso que su hijo fuera cuidadosamente educado. Durante el transcurso del tiempo el niño creció, haciéndose alto, hermoso e inteligente. Mi padre se aficionó mucho a él. Todos los cortesanos lo advirtieron y predijeron que el joven podía aspirar a ser mi esposo. Envalentonado por tal murmuración, el joven olvidó la distancia entre nuestras posiciones e intrépidamente pidió mi mano al Sultán. Mi padre le dijo que tenía otros planes para mí. El joven se puso tan furioso por esta negativa que, con la más ruin de las ingratitudes, asesinó a mi padre y se hizo proclamar Sultán de Deryabar. A continuación, a la cabeza de los conspiradores, vino a mis aposentos para quitarme la vida u obligarme a casarme con él. Sin embargo, el gran Visir, siempre leal a mí padre, me sacó del palacio para ponerme a salvo, y corrió llevándome, hasta que encontró un barco en el cual ahora nos hemos escapado de la isla.

“Habíamos estado unos pocos días navegando por el mar, cuando se levantó una furiosa tempestad v nuestro bajel fue arrojado contra las rocas, despedazándose. El gran Visir y todos mis sirvientes fueron tragados por el agua. Por qué milagro yo me salvé, lo ignoro; pero cuando recobré mis sentidos me encontré sobre la playa. Estaba tan abrumada por el peso de mi triste soledad, que resolví volver a lanzarme al mar, cuando sentí detrás de mí un gran ruido de hombres y caballos. Al volverme, vi varios caballeros armados, uno de los cuales sobresalía del resto por su traje y actitud.
Montaba un caballo árabe, sus vestiduras estaban bordadas de plata y sobre su cabeza tenía una corona dorada. Me miró seriamente y viendo que yo había llorado, me rogó no dar paso a la desesperación.

‘Mi palacio —dijo— está a tu servicio. Vivirás con la reina, mi madre, quien te demostrará toda su bondad. Ignoro quién eres; sin embargo, estoy profundamente interesado en tu felicidad’.

“Agradecí su generosidad al joven Príncipe y, para probarle que no era indigna de ella, le hablé de mi rango y de mis infortunios. Sin tardanza, el Príncipe me condujo ante la reina, su madre, la cual pronto se aficionó
extremadamente a mí. Poco más tarde, su hijo me dijo que quería casarse conmigo y me ofreció su corona. Nuestro matrimonio fue celebrado con todo el esplendor imaginable.

“En mitad de estas celebraciones, el rey de Zanguebar, un enemigo formidable, atacó de noche nuestro reino con un numeroso ejército y casi nos capturó a los dos. Sin embargo, nosotros escapamos y alcanzamos la costa, donde nos pusimos a salvo en un bote de pesca. Al tercer día fuimos atrapados por un barco pirata y cuando nos abordó, cinco o seis hombres armados saltaron a nuestro bote, cogieron al Príncipe y lo arrojaron al mar ante mis ojos. Me llevaron a bordo de su propio barco y en vez de echarme en suerte, pelearon por mí. Por último, todos fueron asesinados por uno que me dijo: ‘Ahora me perteneces. Te llevaré al Gran Cairo y te venderé a un amigo mío que necesita una esclava hermosa’. Así íbamos camino al Gran Cairo, cuando el Gigante mató al pirata y me condujo a su castillo negro, del cual tú me rescataste.

Cuando la princesa terminó la historia de sus aventuras, Codadad dijo:
—Felizmente, señora, tus molestias han terminado. Los hijos del Sultán de Harrán te ofrecen segura escolta hasta la corte de su padre. Y si no desdeñas la mano de tu rescatador, permíteme ofrecértela, y que todos estos Príncipes sean testigos.

La Princesa aceptó y el matrimonio tuvo lugar ese mismo día. Después todos siguieron rumbo a la corte del Sultán de Harrán. Cuando habían viajado una semana y estaban a una jornada de Harrán, Codadad dijo:

—Príncipes, les he ocultado por muy largo tiempo mi verdadera historia. Yo soy vuestro hermano Codadad. El Sultán de Harrán es mi padre y la princesa Piruza es mi madre.

La princesa de Deryabar y todos los Príncipes felicitaron a Codadad por su nacimiento, con verdadera apariencia de la más honda alegría. Pero, en realidad, el odio de los cuarenta y nueve hermanos se había redoblado. Se reunieron secretamente aquella noche, mientras Codadad y la Princesa yacían
dormidos en su tienda. Y olvidando que le debían sus vidas, entre ellos convinieron asesinarlo.

—No tenemos otra oportunidad —dijeron—, pues al momento que nuestro padre sepa que este extranjero, al cual es tan aficionado, es nuestro hermano, lo proclamará como su heredero del trono.

Consecuentemente, de inmediato rodearon la tienda en la cual Codadad dormía, lo apuñalaron repetidamente y lo dejaron por muerto en los brazos de la princesa de Deryabar. Esta atravesó el aire con sus gritos enfurecidos, arrancó su pelo y sus lágrimas rodaron sobre el cuerpo de su esposo. Pero en breve, al observar que Codadad aún respiraba, abandonó la tienda en busca de ayuda y encontró a dos viajeros que con muy buena voluntad acordaron prestarle ayuda. Pero al regresar con ellos, la Princesa no encontró por ninguna parte a Codadad y le fue forzoso concluir que había sido arrastrado a un lugar distante por alguna bestia salvaje.
Por último, después de convencer a la infeliz Princesa de que contara su historia, los viajeros le aconsejaron que era su deber de esposa continuar de una vez hasta la corte del Sultán de Harrán.

—El es un príncipe bueno y justo —le dijeron—, usted solamente necesita informarle cómo el príncipe Codadad ha sido traicionado por sus hermanos y, seguramente, le hará justicia.

—Seguiré su consejo —respondió la Princesa—. Es mi deber vengar la muerte de Codadad y puesto que ustedes son tan generosos como para ofrecer escoltarme, estoy pronta a ponerme en camino.

Se detuvieron en la primera posada que encontraron en la ruta de Harrán y preguntaron al dueño de casa las últimas noticias de la corte.

—Hay una gran perplejidad —dijo el posadero—. El Sultán tenía un hijo que vivió largamente con él bajo apariencia de extranjero. Ha desaparecido y nadie puede decir qué ha sido de su suerte. Una de las esposas del Sultán, llamada Piruza, es su madre y ahora está en Harrán, pero en vano. Todo el mundo está desconsolado por la pérdida del Príncipe. Ninguno de los otros cuarenta y nueve hijos del Sultán puede consolarlo por la muerte de Codadad.

En cuanto oyeron estas noticias los dos viajeros, convinieron en que uno debería permanecer con la Princesa, mientras el otro iba a la ciudad y obtenía una entrevista con Piruza. En tanto que este viajero se aproximaba al palacio, divisó a una dama montada sobre una mula ricamente engualdrapada, seguida por varias otras damas a caballo, con un gran número de guardias y esclavos negros. Preguntó a un mirón si esa dama era una de las esposas del Sultán.

—Sí —contestó el mirón—, es muy honrada y muy amada por el pueblo, pues es la madre del perdido príncipe Codadad.

El viajero no hizo más preguntas, pero siguió a Piruza hasta la mezquita, donde se estaban ofreciendo plegarias públicas por el pronto regreso de Codadad. Cuando las rogativas terminaron, el viajero se aproximó a uno de los esclavos y le murmuró al oído:

—Hermano, tengo que comunicar un secreto de gran importancia a la princesa Piruza. Se trata del príncipe Codadad.
—Si es así —dijo el esclavo—, síguenos hasta el palacio y tendrás oportunidad de comunicar tu secreto.

Por consiguiente, el viajero los siguió y el esclavo lo condujo inmediatamente a la cámara de la Princesa. Después de arrodillarse humildemente ante ella, le contó todos los detalles de lo sucedido entre Codadad y sus hermanos. La madre escuchó con profunda atención; pero cuando él le habló del asesinato, ella se desmayó. Una vez que sus mujeres de confianza la volvieron en sí, Piruza dijo al viajero:

—Regresa donde la princesa de Deryabar y asegúrale de mi parte que el Sultán la recibirá como su nuera. En cuanto a ti, tus servicios serán espléndidamente recompensados.
Cuando el Sultán supo de labios de Piruza la historia del modo alevoso en que Codadad había sido asesinado por sus hermanos, fue dominado por la ira y llamó a su gran Visir.

—Hasán —dijo—, ve inmediatamente, toma un millar de mis guardias y captura a todos los Príncipes, mis hijos, y enciérralos en la más segura de las torres. Hazlo inmediatamente.

El gran Visir, sin murmurar una palabra, llevó su mano a la frente, en señal de obediencia, y partió de prisa a ejecutar las órdenes recibidas. Cuando, en breve, regresó el gran Visir a anunciar que los cuarenta y
nueve Príncipes habían sido capturados y puestos en prisión, el Sultán dijo:

—Tengo algo más que mandarte. Anda a la posada donde la princesa de Deryabar y los dos viajeros están alojados. Luego condúcelos con toda dignidad a mi palacio.

A su arribo, la princesa de Deryabar encontró al Sultán a la puerta del palacio esperando para recibirla. La tomó de la mano y se dirigió con ella a la cámara de la princesa Piruza, donde todos daban curso a sus pesares y mezclaban sus lágrimas con sus suspiros.

Algo repuesta, la princesa de Deryabar contó la aventura con el Gigante y todo lo que había sucedido a Codadad. Entonces pidió justicia por la traición de los Príncipes.

—Ciertamente —dijo el Sultán—, esos ingratos hermanos expiarán sus crímenes con sus vidas. Pero la muerte de Codadad debe ser hecha pública primero y, aunque el cuerpo de mi hijo se ha perdido, nosotros
deberemos pagar el último tributo solemne.

Llamando al gran Visir, le ordenó que, en la llanura donde se levanta la ciudad de Harrán, hiciera erigir un majestuoso edificio de mármol blanco. Hasán urgió con tal diligencia el trabajo, que muy pronto fue terminado el edificio. En su interior se erigió una tumba que se cubrió con brocados de oro y, cuando todo estuvo terminado, el Sultán señaló un día para la celebración de los ritos funerarios. Después de la impresionante ceremonia, que se realizó con la mayor pompa y magnificencia, hubo plegarias públicas en todas las mezquitas por un lapso de ocho días.

Al noveno, el Sultán decretó que los cuarenta y nueve Príncipes fueran ejecutados. Pero apenas levantados los cadalsos, se decretó una suspensión de la ejecución. Se tenían noticias de que algunos gobernantes vecinos, que antes habían hecho la guerra al Sultán de Harrán, ahora volvían a avanzar contra la ciudad y con una fuerza mayor que nunca. Se produjo una consternación general y todo el mundo tuvo una nueva ocasión para lamentar la pérdida de Codadad.

—¡Ay! —decía la gente—, si el valiente Codadad estuviera vivo, tendríamos poco temor del enemigo que está avanzando en contra de nosotros.

El Sultán se puso al frente de sus tropas y fue a encontrar al enemigo. La batalla fue larga y fiera, y se derramó mucha sangre por ambos lados. De repente, justo cuando la victoria parecía inclinarse a favor del enemigo, un gran cuerpo de caballería apareció en la llanura, cayó sobre un flanco del enemigo en una carga tan furiosa que no sólo lo derrotó, sino que lo persiguió y lo destrozó en su gran mayoría.

El Sultán de Harrán, que había contemplado atentamente la batalla, admiró la bravura de ese extraño cuerpo de caballería cuya inesperada llegada había transformado una derrota en victoria Sobre todo, deseaba conocer el nombre del héroe generoso que había peleado con valor tan extraordinario.
Impaciente por encontrarlo y agradecerle, se apresuró a ir a saludar al extranjero. Para su feliz sorpresa, reconoció en el valiente guerrero a su desaparecido hijo Codadad.

—¡Oh, hijo mío! —exclamó el Sultán—. ¡Es posible que hayas sido restituido a mí! ¡Ay! Yo desesperaba para siempre de volverte a ver. ¡Pero nada hay que temer! Mañana serás ampliamente vengado.
—Majestad —dijo Codadad, ¿cómo sabes que soy vuestro hijo? ¿Se han arrepentido mis hermanos y os han contado quién soy?
—No —contestó el Sultán—, es la princesa de Deryabar quien nos ha contado todo, pues está en el palacio solicitando justicia contra tus hermanos. Y con ella está tu madre, la princesa Piruza, quien vino averiguando en todas partes noticias sobre ti.

El Sultán y su recuperado hijo se apresuraron a volver al palacio, donde se encontraban Piruza y la princesa esperando felicitar al Sultán por su victoria. Pero no hay palabras para expresar la alegría que sintieron al ver al joven Príncipe con ellas.

Cuando se calmaron, preguntaron a Codadad por qué milagro había llegado a permanecer todavía vivo. El contestó que un campesino que por casualidad pasó por la tienda, al encontrarlo sin sentido y peligrosamente herido, lo había cargado sobre su mula y llevado a su casa, donde, con la ayuda de ciertas yerbas silvestres, lo había sanado.

—Yo estaba en mí camino de regreso —continuó Codadad—, cuando supe que el enemigo marchaba contra la ciudad. Así es que me di a conocer a los habitantes por donde pasaba y reuní un gran número de jóvenes caballeros para su defensa. Por suerte, pude llegar a tiempo.

Cuando Codadad hubo terminado, el Sultán dijo:
—Demos gracias a Dios por haber preservado a Codadad. Pero los traidores que buscaron hacerlo perder su vida, deben perecer.
—Majestad —contestó el generoso Príncipe—, a pesar de que mis hermanos son ingratos, recuerda que son tus hijos y mis hermanos. En cuanto a mí mismo, libremente olvido sus ofensas y te ruego que también los perdones.

Esta generosidad hizo llorar al Sultán. Inmediatamente convocó al pueblo a reunirse y públicamente declaró a Codadad su heredero. Luego ordenó que los Príncipes encarcelados fuesen traídos ante el pueblo, cargados con sus cadenas. Codadad se las quitó y los abrazó a todos con tanta sinceridad y afecto, que la gente quedó encantada de su magnanimidad y los mismos hermanos malvados se arrepintieron y, desde entonces, resolvieron dedicarle su leal devoción.

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