Una alondra había tenido sus polluelos muy tarde y estaba escondida con sus crías entre las espigas ya casi maduras, con el temor de que vinieran a segar el trigo antes de que sus hijos estuvieran preparados para alzar el vuelo.
Cuando tenía que ausentarse, recomendaba a sus polluelos que tuvieran las orejas bien abiertas y que le contaran todo lo que oyeran.
Una tarde, al regresar, encontró a sus hijos presa del terror.
- El dueño del campo -conto el más grande- ha dicho a sus hijos que llamen a sus amigos para que vengan mañana a ayudarlos a segar.
- ¿Sólo eso? - sonrió la alondra. - No te asustes; verás como no pasa nada.
Efectivamente, a la mañana siguiente los amigos no se presentaron. El campesino volvió a invitarlos para el día siguiente y la alondra tampoco se preocupó... hasta el día que oyó al campesino decira sus hijos:
- ¡Basta! Mañana haremos nosotros solos la siega. Cuando se trata de trabajar, no se puede contar con los amigos.
Entonces la alondra tomó a sus crías y salió volando rápidamente, sin un instante más de dilación.
Cuando tenía que ausentarse, recomendaba a sus polluelos que tuvieran las orejas bien abiertas y que le contaran todo lo que oyeran.
Una tarde, al regresar, encontró a sus hijos presa del terror.
- El dueño del campo -conto el más grande- ha dicho a sus hijos que llamen a sus amigos para que vengan mañana a ayudarlos a segar.
- ¿Sólo eso? - sonrió la alondra. - No te asustes; verás como no pasa nada.
Efectivamente, a la mañana siguiente los amigos no se presentaron. El campesino volvió a invitarlos para el día siguiente y la alondra tampoco se preocupó... hasta el día que oyó al campesino decira sus hijos:
- ¡Basta! Mañana haremos nosotros solos la siega. Cuando se trata de trabajar, no se puede contar con los amigos.
Entonces la alondra tomó a sus crías y salió volando rápidamente, sin un instante más de dilación.
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