Bienvenido a nuestro "Libro de Cuentos", esperamos que puedas encontrar aquí tus historias favoritas.
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miércoles, 29 de diciembre de 2010

El coatí

El coatí es un animalito tan alargado de cabeza com ode cola, y con ambas arqueadas hacia arriba, que posee un grito de pájaro, agudo y precipitadísimo, y a quien la curiosidad devora vivo.

No hay cosa, en efecto, a que no lleguen el hocico y los dedos del coatí. Por ver lo que hay adentro, es capaz de atarearse en abrir un horno a mil grados. De diez libros a su alcance, y uno de ellos prolijamente embalado para el correo, sólo le interesará éste último, y escarbará su cubierta y bajocubierta, hasta dejarlo al desnudo y con todas las hojas arañadas, pues algo podía haber entre ellas.

El que nosotros tuvimos poseía, fuera de su diabólica curiosidad, un extraño afecto a los hombres -no a las mujeres- a causa de haber sido criado en brazos por un hombre de monte.

El coaticito no había llegado a conocer a su madre. Calor, mimos, alimentación, todo debíalo a aquel hombre solitario, que había sido padre, madre y compañero de infancia del coatí. De modo que ya crecido y en nuestro poder, sus afectos nativos y de sangre, por decirlo así, eran para los hombres. Aceptaba de buen grado las caricias de las mujeres; pero apenas se le aproximaba un hombre, tendíale enseguida los brazos.

Tutankamón (tal nombre le habían dado los chicos), era el candor mismo respecto de los peligros de la vida. Coatí y perro, nadie lo ignora, son polos antagónicos en la existencia. Tutankamón ahuyentaba a los perros que roncaban a su alrededor, lanzándose... a jugar con ellos.

Su sangre era la del hombre, y no otra. Reservaba su antipatía más viva para una piel de coatí que rodaba por casa y que olfateaba sin tregua, hundiendo duramente su hocico por todos lados, hasta arrancarle los pelos, tal como si aquella piel hubiera pertenecido al más grande enemigo de su especie.

Comía cuanto es posible comer. Fuera lo que fuera, esperábalo en dos patas. Su gran amor eran las naranjas, que raspaba y raspaba velozmente con sus uñas hasta abrirlas. Pero si se las dábamos cortadas, las raspaba lo mismo.

A cualquier hora del día que pasáramos por su casilla, estaba dispuesto a dormir un rato en brazos. Si no lo alzábamos, trepaba igual hasta el pecho, e instantáneamente se moría allí de sueño.

Sueño de mimo, por lo demás, pues nunca sus manos quedaban más de un momento quietas: los bolsillos constituían una tentación demasiado viva para él.

Así, los cigarrillos que cargaba en el bolsillo de la camisa sufrían del contacto con el coatí. Al rato de quedarse dormido, abrazado a mi cuello, yo sentía la silenciosa mano de Tutankamón en el bolsillo, bien que sus ojos continuaban beatamente dormidos. Reprochábale yo entonces su mala acción, su abuso de confianza, con discursos que él entendía perfectamente, estoy seguro, a juzgar por su inmovilidad de vergüenza y pesadumbre. Pero en tanto que yo le hablaba aún, veía sus ojillos adormilados echarme una mirada de reojo, mientras su mano ascendía otra vez despacio hacia los cigarrillos.

Nuestro coatí no fue víctima de su curiosidad, pues vive aún, aunque alejado de nosotros. Sé, no obstante, de otro coatí que sufriendo de un tumor en el vientre, abrió él mismo el abseco con las uñas, mostrándose al parecer contento del resultado, pues no se preocupó más de aquél.

Pero como, sin duda, le escociera la cicatrización, recurrió de nuevo a las uñas, escarbando y escarbando por dentro, hasta retirar algo por la herida.

Enardecida entonces su curiosidad, escarbó y escarbó sin cesar, hasta vaciar completamente su vientre sobre el piso; con lo cual quedó por fin satisfecho, y muerto.

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sábado, 25 de diciembre de 2010

La comida de Navidad

El primer día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre un gran pavo comprado en el mercado.

El segundo día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre dos perdices.

El tercer día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre tres salmones ahumados.

El cuarto día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre cuatro piezas de mantequilla.

El quinto día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre cinco kilos de harina.

El sexto día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre seis cestitos de nueces.

El séptimo día de la semana de Navidad, el padre ha traído a la madre siete cestitas de mandarinas.

El día de Navidad, la madre ha tomado el pavo, las dos perdices, los tres salmones ahumados, las cuatro piezas de mantequilla, los cinco kilos de harina, los seis cestitos de nueces, las siete cestitas de mandarinas y ha preparado una suculenta comida de Navidad.

Después ha puesto la mesa con la vajilla nueva, la ha adornado con ramitas de acebo y toda la familia se ha sentado a comer el día de Navidad.

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martes, 21 de diciembre de 2010

Los regalos de Papá Noel

Es Nochebuena: la casa está silenciosa. Los niños están profundamente dormidos en sus camitas. De pronto, un rítmico campanilleo rompe el silencio.

Enseguida, pequeños pies descalzos corren a la ventana, una cabecita llena de rizos se mete entre las cortinas y pega la nariz contra el cristal helado. Entonces, dos grandes ojos descubren un largo trineo, tirado por veloces renos y conducido por un grueso y ágil conductor.

Entonces Papá Noel (sí, porque se trata de Papá Noel) salta del trineo.

Con hábiles movimientos, el buen hombre se mete por la chimenea y baja haswta el gran salón. Su bonito traje rojo tiene algunos restos de hollín, pero su cara, con una gran barba blanca, está resplandeciente.

Sin perder tiempo, empieza a trabajar y los zapatos que están junto a la chimenea pronto están llenos de regalos. Después toca el turno a los regalos más voluminosos; rápidamente todos están distribuidos.

¡Rápido! ¡La noche es corta! Papá Noel vuelve a subir por la chimenea. Otra vez se oye el alegre campanilleo y después el trineo desaparece en el oscuro cielo.

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viernes, 17 de diciembre de 2010

El taller de Papá Noel

En el Polo Norte, Papá Noel trabaja todo el año para construir los juguetes que todos los niños del mundo reciben la noche de Navidad.

Es un trabajo enorme, que no sólo requiere fantasía, sino también mucha habilidad y organización.

Por suerte, los duendes del norte lo ayudan; son los más afables de todos los duendes, aunque tengan también el carácter iracundo característico de su raza.

Cuando todo está a punto, Papá Noel carga su trineo de renos: un trote rápido y ¡en marcha!

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lunes, 13 de diciembre de 2010

La Zorra y la Cigüeña

Para agradecerle cierto favor, la zorra invitó a cenar a la cigüeña, aunque de mala gana. Preparó un delicioso caldo, pero lo sirvió en una bandeja, de donde no conseguía comer casi nada la cigüeña con su largo pico.

Muy educada, la cigüeña no dijo nada; incluso devolvió la invitación. Cocinó los manjares más apetitosos, pero los sirvió en una copa alta y estercha, en la que la zorra no podía siquiera meter la nariz.

Así se quedó en ayunas, y supo que quien la hace, la paga.

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jueves, 9 de diciembre de 2010

La reina de las adivinanzas

La reina de Petersburgo había prometido casarse con quien le planteara tres adivinanzas que no supiera contestar. Muchos lo intentaron pero fue en vano.

Un día se presentó Iván, un campesino, y con voz pausada dijo:

- Vi un bien en el que había otro bien. Lo tomé y para hacer bien lo despojé del bien.

La reina no supo qué decir; fingió tener jaqueca para aplazar la respuesta y consiguió que Iván se la dijese a su sirvienta. Al día siguiente le dijo:

- Esta es la solución: un caballo comía en un campo de trigo y yo lo he echado.

Iván le propuso entonces la segunda adivinanza: - En el camino vi un mal. Tomé un mal y lo golpeé. Así el mal murió por el mal.

La reina volvió a conseguir que Iván dijera la solución a su doncella: - Esta es la solución: vi una serpiente y la maté a bastonazos.

Iván no se desanimó y le planteó la tercera adivinanza: - ¿Cómo has adivinado tan pronto esas dos soluciones?

La reina no quiso decir que las había sabido por su doncella.

- No lo sé -confesó. E Iván se casó con ella.

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domingo, 5 de diciembre de 2010

La diligencia de las doce plazas

Una extraña diligencia llegó justo cuando daba la medianoche. Era el primer día del año y el centinela contó los viajeros: eran doce.

El primero, bien vestido, debía ser una persona importante, porque todos se volvían a él con esperanza. Dijo llamarse Enero y salió corriendo, ya que tenía mil cosas que hacer en todo el año.

El segundo sabía que tendría una breve vida, sólo veintiocho días, y por eso quería aprovecharla. Su ruidosa alegría molestó a los guardias, pero él se volvió altaneramente:

- ¿No me reconocéis? Yo soy Febrero, príncipe todopoderoso del Carnaval!

Don Marzo, el tercer pasajero, era delgado y lunático. El cuarto, don Abril, señaló a Marzo un rayo de luna, pero era broma, porque no había luna. Para alegrarles, doña Mayolita entonó una de sus bellas canciones.

Junio y Julio llevaban ropas veraniegas y su equipaje se reducía al traje de baño. La tía Agostita tenía una frutería y debía de ser muy rica. Le gustaban las excursiones, pero estaba gorda y sudaba.

El noveno pasajero, el profesor Septiembre, era un pintor famoso por la forma en que pintaba hojas; el décimo, el conde Octubre, lo sabía todo sobre agricultura, pero sus palabras no se oían por los estornudos de su vecino, Noviembre, un tipo gris, resfriado constantemente.

El abuelito Diciembre, último de los pasajeros, llevaba el árbol que adornaría en Navidad con luces y regalos. Tenía una barba blanca y decía que era muy amigo de Papá Noel.

El centinela, después de identificar a los pasajeros, los saludó: "Feliz año para todos, señores Meses!" Y los pasajeros continuaron su viaje hasta llegar al sitio que les correspondía a cada uno en el calendario.

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miércoles, 1 de diciembre de 2010

La princesa triste

La princesa Belinda no era feliz. Vivía en un hermoso castillo rodeada de pajes y servidores, pero no era feliz.

¿Sabéis por qué estaba tan triste la princesita? Por culpa de un pajarito de bellas plumas que todos los días cruzaba por encima de la terraza de su castillo.

- ¡Quiero ese pájaro tan bello! -pidió la princesa. Pero los pajes de la princesa no tenían alas y no pudieron atraparlo.

- ¡Pío! ¡Pío! ¡Pío! -se burló el pajarito. ¡No podréis alcanzarme!

- ¡Quiero ese pájaro de bellas plumas! ¡Lo quiero! -siguió gritando la princesa. -Si no lo tengo, moriré.

Al fin, como era de temer, la princesa cayó enferma con gran pena del rey, su padre.

- Hija mía -le dijo el rey- tienes que ser razonable. No es posible capturar al pájaro de bellas plumas.
- ¡Quiero el pájaro! ¡Quiero el pájaro! -porfió la princesa sin atender razones. - ¡Soy la princesa más desgraciada de la tierra!

El rey, al ver que su hija estaba cada día más triste y enferma, llamó al pregonero real y le dijo:

- Toma tu tambor y anuncia por toda la ciudad que entregaré la mano de mi hija a quien consiga capturar a ese pajarito de bellas plumas. ¡Date prisa, muchacho, que la cosa es urgente!

El pregonero se fue a la plaza del pueblo y empezó a tocar el tambor. ¡Ran, ran, ran, cataplán!

- ¡El rey concederá la mano de su hija a quien consiga atrapar al pajarito de bellas plumas! -gritó.

Y fue repitiendo el pregón por las calles y plazas.

- Yo sé cómo capturar al pajarito -dijo un niño. - Es algo muy fácil.

Ante la sorpresa de la princesa Belinda y sus servidores, el niño se presentó en palacio al día siguiente.

- Yo puedo capturar al pájaro -dijo.
- Cómo lo harás? -preguntó la princesa.
- Con estos globos que llevo en la mano -respondió el niño.

Todos se burlaron de aquel niño atrevido, pero él no hizo caso de las burlas. Vació sus bolsillos de las piedras que llevaba y los globos empezaron a elevarle.

- ¡Pronto te atraparé, pajarito! -gritó el niño.

El niño, sin soltar los globos, se fue elevando por encima de las cabezas de los que le miraban. Llegó hasta el pajarillo y lo atrapó rápidamente. pero los compañeros del pájaro se lanzaron sobre los globos y empezaron a pincharlos con sus picos. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

- ¡Que se cae! ¡Que se cae! -empezaron a gritar todos.

En efecto, el niño, sin soltar el pajarito de la mano, cayó sobre el estanque del jardín, pero sin hacerse el menor daño.

La princesa empezó a batir palmas y a saltar de alegría.

- ¡Ya es mío el pajarito! ¡Ya es mío el pajarito! -gritó llena de entusiasmo.

La princesa Belinda ya no estaba triste, la princesa Belinda ya sonreía; la princesa Belinda ya era feliz.

Ahora el que estaba triste, muy triste, era el pajarito de bellas plumas.

- Muchacho -dijo el rey- como eres todavía muy joven para casarte con mi hija, será mejor que aceptes una bolsa de oro.

Todos estaban contentos; todos, menos el pajarito de bellas plumas.

- ¿Por qué estás triste, pajarito? -preguntó la princesa. Te compraré una jaula de oro y vivirás en mi castillo.
- ¡Pío! ¡Pío! -respondió el pájaro, llorando amargamente al verse prisionero.

La princesa, que aunque caprichosa tenía un buen corazón, lo besó en el pico y lo soltó para que volara.

- ¡Eres libre! -le dijo. ¡Vuelve con tus compañeros!

Pero entonces, ¡oh, maravilla!, el pajarito quedó convertido en un apuesto príncipe, que se inclinó ante la princesa.

- Tu buena acción me ha desencantado, princesa -dijo el joven. - Un genio me convirtió en pájaro pero hoy, gracias a tí, he vuelto a ser el que era.

Como ya os podéis imaginar, Belinda y el príncipe se casaron y vivieron muy felices muchos años.

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sábado, 27 de noviembre de 2010

De caza

Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco ninguno dejó un momento de fumar.

Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguatá tras de un coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo. Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces, a las dos, más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar, prestando oído. Siguió otro grito y, enseguida, los ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.

La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetados tras de un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.

Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuera, el animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.

He cazado algunas veces; sin embargo, el Winchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más alla de diez metros. Por otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado de malezas, con más fijeza, y angustia que en esa ocasión.

La corrida estaba ya encima nuestro, cuando, de pronto, el ladrido cesó bruscamente, como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes fueron fuertes; pero el animal no apareció y el perro no ladró más. Nos miramos asombrados. Tal vez hubiera perdido el rastro; mas, por lo menos, debía estar ya al lado nuestro, con las llamadas agudas de Juancito.

Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda.

-No es Black -murmuré mirándolo sorprendido. Y el ladrido se cortó de golpe, exactamente como el anterior.

La cosa era un poco fuerte ya y, de golpe, nos estremecimos todos a la misma idea. Esa madrugada, de viaje, Juancito nos había enterado de los tigres siniestros del Palometa (era la primera vez que yo cazaba con él). Apenas uno de ellos siente los perros, se agazapa sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o él de un anta, gama o aguará, si le es posible. Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita de golpe vida y ladrido. Enseguida va al otro y así con todos. De modo que, al anochecer, el cazador se encuentra sin perros en un monte de tigres sicólogos. Lo demás es cuestión de tiempo.

Lo que había pasado con nuestros, perros era demasiado parecido a aquello para que no se nos apretara un poco la garganta. Juancito los llamó, con uno de esos aullidos largos de los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero lejos, un perro respondió. Ladró de nuevo al rato, aproximándose visiblemente. Nuestra conciencia angustiada estaba ahora toda entera en ese ladrido para que no se cortara. Y otra vez el grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba aún otro, pero a ése no lo vimos nunca más.

Ya eran las cuatro; el monte comenzaba a oscurecerse. Emprendimos el mudo regreso a nuestro campamento, una toldería abandonada, sobre el estero del Palometa. Anselmo, que fue a dar agua a los caballos, nos dijo que en la orilla, a veinte metros de nosotros, había una cierva muerta.

Nos acostamos alrededor de la fogata, precaución que afirmaban la noche fresca y los cuatro perros muertos. Juancito quedó de guardia.

A las dos, me desperté. La noche estaba oscura y nublada. El monte altísimo, al lado nuestro, reforzaba la oscuridad con su masa negra. Me incorporé en un codo y miré a todos lados. Anselmo dormía. Juancito continuaba sentado al lado del fuego, alimentándolo despacio. Miré otra vez el monte rumoroso y me dormí.

A la media hora, me desperté de golpe; había sentido un rugido lejano, sordo y prolongado. Me senté en la cama y miré a Anselmo; estaba despierto, mirándome a su vez. Me volví a Juancito.

-¿Toro? -le pregunté, en una duda tan legítima como atormentadora.
-Tigre.

Nos levantamos y nos sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron. ¿Qué íbamos a hacer? Desde ese instante, no dejamos un momento de fumar, apretando el cigarro entre los dedos con sobrada fuerza. Durante media hora, tal vez, los mugidos cesaron. Y empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos rítmicos. En la espera angustiosa de cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un vasto silencio; no oíamos nada, con el corazón en suspenso, hasta que nos llegaba la pesadilla sonora de ese mugido obstinado rastreando a ras del suelo.

Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en dirección distinta, precipitados esta vez.

-Está sobre nuestro rastro -dijo Juancito. Bajamos la cabeza y no nos miramos hasta que fue de día. Durante una hora, los mugidos continuaron, a intervalos fijos, dolorosos, ahogados, sin que una vez se interrumpiera esa monotonía terrible de angustia errante. Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el cigarro, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.

Una hora antes de amanecer, cesaron y no los oímos más. Cuando fue de día, nos levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas arrugas. Yo debía estar lo mismo. Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un continuo desasosiego toda la noche. Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.

Durante la hora en que no lo oímos, el tigre se había acercado en silencio, por el rastro caliente; nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince metros de nosotros. Esa indecisión -característica de todos modos en el tigre- nos salvó, pero comió la cierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había acechado en silencio, nos sonreíamos, mirándonos; ya era de día, por lo menos.

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martes, 23 de noviembre de 2010

Los músicos de Bremen

Erase una vez un asno que, por desgracia, se quedó sin trabajo. Era muy viejo y por lo tanto ya no podía transportar sacos de cereales al molino. Pero aunque era viejo, el asno no era tonto. Decidió irse a la ciudad de Bremen, donde pensó que podrían contratarlo como músico municipal. ¡Y dicho y hecho!
El asno abandonó la granja donde había trabajado durante años y emprendió un viaje hacia Bremen.

El asno había caminado ya un buen rato cuando se encontró a un perro cansado por el camino. Y le dijo:

- Debes estar muy cansado, amigo.

Y le contestó el perro:

- ¡Ni que lo digas! Como ya soy viejo, mi amo quiso matarme, pues dice que ya no sirvo para la casa. Así que decidí alejarme rápidamente. Lo que no sé es qué podré hacer ahora para no morirme de hambre.
- Mira -le dijo el asno. A mí me pasó lo mismo. Decidí irme a Bremen a ver si me contratan como músico de la ciudad. Si vienes conmigo podrías intentar que te contratasen a ti también. Yo tocaré el laúd. Tú puedes tocar los timbales.

La idea le gustó al perro y decidió acompañar al asno. Caminaron un buen trecho cuando se encontraron a un gato con cara de hambriento, y le dijo el asno:

- No tienes buena cara, amigo.

A lo que le contestó el gato:

- Pues ¿cómo voy a tener buena cara si mi ama intentó ahogarme porque dice que ya soy demasiado viejo y no cazo ratones como antes? Conseguí escapar, pero ¿qué voy a hacer ahora?
- A nosotros -le dijo el asno- nos ha pasado lo mismo, y nos decidimos ir a Bremen. Si nos acompañas, podrías entrar en la banda que vamos a formar, pues podrías colaborar con sus maullidos.

El gato, como no tenía otra alternativa, aceptó la invitación y se fue con el asno y el perro.

Después de mucho caminar, y al pasar cerca de una granja, los tres animales vieron a un gallo que cantaba con mucha tristeza en lo alto de un portal. Y le dijo el asno:

- Debes estar muy triste, amigo.

A lo que le contestó el gallo:

- Pues en realidad estoy más que triste. ¡Estoy desesperado! Va a haber una fiesta mañana y mi ama ha ordenado a la cocinera que me corte el cuello para hacer conmigo un buen guiso. Y le dijo el asno:

- No te desesperes. Vente con nosotros a Bremen, donde formaremos una banda musical. Tú, con la buena voz que tienes, nos serás muy útil allí.

El gallo levantó su cabeza y aceptó la invitación, siguiendo a los otros tres animales por el camino.

Llegó la noche y los tres decidieron descansar un poco en el bosque. Se habían acomodado bajo un árbol cuando el gallo, que se había subido a la rama más alta, avisó a sus compañeros de que veía una luz a los lejos.

El asno le dijo que podría ser una casa y deberían irse a la casa para que pudiesen estar más cómodos. Y así lo hicieron.

Al acercarse a la casa averiguaron que la casa se trataba de una guarida de ladrones. El asno, como era el más alto, miró por la ventana para ver lo que pasaba en su interior.

- ¿Qué ves?, le preguntaron todos.
- Veo una mesa con mucha comida y bebida, y junto a ella hay unos ladrones que están cenando, les contestó el asno.
- ¡Ojalá pudiéramos hacer lo mismo nosotros! -exclamó el gallo.
- Pues sí -concordó el asno.

Los cuatro animales se pusieron a montar un plan para ahuyentar a los bandidos para que les dejaran la comida. El asno se puso de manos al lado de la ventana; el perro se encaramó a las espaldas del asno; el gato se montó encima del perro, y el gallo voló y se posó en la cabeza del perro.

Enseguida empezaron a gritar, y de un golpe, rompieron los cristales de la ventana. Armaron tal confusión que los bandidos, aterrorizados, salieron rápidamente de la casa. Los cuatro amigos, después de lograr su propósito, se dieron un verdadero banquete. Acabada la comida, los cuatros apagaron la luz y cada uno se buscó un rincón para descansar.

Pero en el medio de la noche, los ladrones, viendo que todo parecía tranquilo en la casa, mandaron a uno de ellos que inspeccionara la casa. El enviado entró en la casa a oscuras y, cuando se dirigía a encender la luz, vio que algo brillaba en el fogón. Eran los ojos del gato que se había despertado. Y sin pensar dos veces, saltó a la cara del ladrón y empezó a arañarle.

El bandido, con miedo, echó a correr. Pero no sin antes llevarse una coz del asno, ser atacado por el perro, y llevarse un buen susto con los gritos del gallo.

Al reunirse con sus compañeros, el bandido les dijo que en la casa había una bruja que le atacó por todos lados. Le arañó, le acuchilló, le golpeó y le gritó ferozmente. Y que todos deberían huir rápidamente. Y así lo hicieron.

Y fue así, gracias al buen plan que habían montado los animales, que los cuatros músicos de Bremen pudieron vivir su vejez, tranquila y cómodamente en aquella casa.

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viernes, 19 de noviembre de 2010

El balón de la amistad

Alicia había recibido una preciosa pelota como regalo de su cumpleaños, y había salido al campo para estrenarla.

Estaba jugando muy contenta cuando la pelota cayó sobre una piedra y se le perdió.

Rodando, rodando, la pelota fue a meterse pr un agujero donde yendo a parar a la gazapera donde vivían dos conejitos, que se asombraron al ver aquel enorme balón de colores.

Primero pensaron que podían comerlo, pero luego, al darse cuenta de que no podían hincarle el diente, buscaron a alguien que les dijera para qué podría servir.

Don Erizo era el personaje más célebre en los alrededores. Su talento era conocido por todos los animales y a él acudían siempre que estaban en apuros.

Por eso los dos conejitos fueron a verle y le explicaron lo que les sucedía con el balón de colores.

Don Erizo hizo que los conejitos llevasen el balón hasta el prado y allí lo movió de un lado a otro, comprobando que era completamente redondo.

Entonces, muy serio y campanudo proclamó: - Es una pelota y sirve para jugar al fútbol.

Después de aquel descubrimiento, Don Erizo siguió asombrando a los conejitos con sus muchos conocimientos, puesto que les explicó cómo se podía jugar al fútbol.

Y enseguida mandó aviso a sus amigos para organizar dos equipos de fútbol.

Fueron muchos los amigos de Don Erizo y de los conejitos que acudieron a jugar al fútbol. Pero además del ciervo, del grajo y del perrito "Ladrador", asomó el hocico el malintencionado zorro, al que "Ladrador" asustó haciéndole huir.

Cuando el zorro se hubo marchado, los animalitos se pusieron a jugar al balón. Y entonces apareció Alicia, que estaba muy disgustada por haber perdido su pelota y que se alegró al ver que sus amiguitos la habían encontrado.

Los conejitos fueron los primeros en ofrecer a Alicia la pelota de colores, puesto que era suya, pero la nena, que les apreciaba mucho, prefirió que todos juntos jugasen con ella.

Así, la pelota perdida se convirtió en el balón que confirmó la amistad que a todos les unía.

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lunes, 15 de noviembre de 2010

Mary Poppins

- Dáos prisa que vamos al parque -dijo Mary Poppins a los chicos un domingo.

Mary Poppins era la nueva institutriz de Jane y Michael, cuyo padre ya había despedido a muchas.

Jane y Michael se vistieron y salieron con ella. Junto a la puerta del parque encontraron a su amigo Bert, que pintaba cuadros de colores sobre la vereda.

- ¿Adónde vais con este tiempo? -preguntó.
- Vamos al parque -contestaron los niños.
- ¿Al parque? -repitió Bert. ¡Oh, no! Con Mary Poppins iréis sin duda a algún lugar maravilloso...

- Este paisaje me gusta -dijo Jane, mirando uno de los cuadros. ¡Llévanos a él!
- Es un paisaje inglés, y muy cerca hay una feria -explicó Bert.

Los niños pidieron a Mary Poppins que los condujera al mundo del cuadro, pero la institutriz no quería.

Bert hizo un guiño a los niños.
- Si Mary no quiere, el arte de birlibirloque lo haré yo... Tomaos de mis manos, cerrad los ojos, dad un brinco y...

Mary Poppins abrió su paraguas y los cuatro penetraron en el cuadro. Qué bonito era aquel mundo lleno de sol y prados verdes! También ellos estaban más guapos; todos llevaban ropas nuevas y elegantes.

- ¿Dónde está la feria? -preguntó Michael.
- Al otro lado de la colina -indicó Bert. ¿No oís la música?

Los niños corrieron hacia la feria. Bert y Mary, por su parte, empezaron a danzar en medio del camino.

- "Contigo, Mary, cada día es fiesta...", cantó Bert.

De pronto, la pareja se detuvo. Varios animales les miraban. Sí, todos los animales de la comarca habían acudido a saludar a Mary Poppins: corderos, vacas, un caballo gris, gansos, cerditos y hasta las tortugas del estanque. Y todos cantaron a coro: "Contigo, Mary, cada día es fiesta..."

- A todo paseo corresponde un buen refrigerio -dijo Bert. Y se sentaron a merendar.
- ¿Qué te apetece, Mary? -preguntó Bert.

Dio unas palmadas y enseguida aparecieron los camareros.

Mary Poppins eligió helado de frambuesa, pastel y té.

- Pida lo que quiera, Mary Poppins -dijo el pingüino camarero. Para usted todo es gratis.

Después del té, Mary y Bert fueron danzando hasta la feria.

El tiovivo en el que iban los niños redujo su marcha. Mary Poppins y Bert subieron a los caballitos.

- Lástima que no podamos ir adonde queramos! -comentó Bert.
- ¿Quién dice eso? -exclamó Mary Poppins, y enseguida le susurró algo al hombre del tiovivo.

Momentos más tarde, los caballitos se alejaban de allí a galope tendido.

A lo lejos resonó un cuerno de caza. Hacia allí se dirigieron, y Bert agarró una zorra por el pescuezo, sin causarle ningún daño.

De pronto vieron que Mary Poppins ya no estaba.

Mary se había visto mezclada en una carrera de caballos, que desde luego ganó.

Todo eran felicitaciones. Mientras tanto, sentados en una valla, Bert y los niños comían manzanas con caramelo. Entonces empezó a llover.

Zigzagueó un relámpago y sonó el trueno. Mary Poppins llamó enseguida a los niños. Luego abrió el paraguas, y a su alrededor todo empezó a disolverse...

De nuevo se vieron junto al parque, cerca de casa. Los cuadros de Bert se deshacían bajo la lluvia.

- No importa -dijo Bert. Ya pintaré otros.

Mary Poppins le dio las gracias por la bonita excursión y regresó con los niños a casa. Era la hora del té.

Después de la cena, Mary Poppins acostó pronto a los niños. En la chimenea ardía un agradable fuego.

- Hoy no podré dormir -dijo Jane. Qué paseo tan precioso!
- Estuviste formidable al ganar la carrera de caballos -agregó Michael.
- ¿Cómo? No sé de qué me habláis -exclamó Mary Poppins, como si no recordara nada.

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jueves, 11 de noviembre de 2010

La Gallina de los Huevos de Oro

Érase un labrador tan pobre, tan pobre, que ni siquiera poseía una vaca. Era el más pobre de la aldea. Y resulta que un día, trabajando en el campo y lamentándose de su suerte, apareció un enanito que le dijo:

-Buen hombre, he oído tus lamentaciones y voy a hacer que tu fortuna cambie. Toma esta gallina; es tan maravillosa que todos los días pone un huevo de oro.

El enanito desapareció sin más ni más y el labrador llevó la gallina a su corral. Al día siguiente, ¡oh sorpresa!, encontró un huevo de oro. Lo puso en una cestita y se fue con ella a la ciudad, donde vendió el huevo por un alto precio.

Al día siguiente, loco de alegría, encontró otro huevo de oro. ¡Por fin la fortuna había entrado a su casa! Todos los días tenía un nuevo huevo.

Fue así que poco a poco, con el producto de la venta de los huevos, fue convirtiéndose en el hombre más rico de la comarca. Sin embargo, una insensata avaricia hizo presa su corazón y pensó:

"¿Por qué esperar a que cada día la gallina ponga un huevo? Mejor la mato y descubriré la mina de oro que lleva dentro".

Y así lo hizo, pero en el interior de la gallina no encontró ninguna mina. A causa de la avaricia tan desmedida que tuvo, el tonto aldeano malogró la fortuna que tenía.

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domingo, 7 de noviembre de 2010

El Diablo con un sólo cuerno

En el país de Africa, cerca de un gran río, había un lugar donde nadie quería ir, porque todos tenían miedo. Alrededor de ese lugar vivían muchos negros que plantaban mandioca y bananos.

Pero en aquel lugar no había nadie: ni bananos, ni mandiocas, ni negros, ni nada. Todos los negros tenían miedo de aquel lugar, porque allí vivía un animal enorme que rompía las plantas, atropellaba los ranchos, deshaciéndolos en cien mil pedazos, y mataba además a todos los negros que encontraba.

Los negros, a su vez, habían querido matar al terrible animal, pero no tenían sino flechas y las flechas no entraban en el lomo ni en los costados, porque allí el cuero es sumamente grueso y duro. En la barriga sí entran las flechas, pero es muy difícil apuntar bien.

Una vez, un negro muy inteligente fue hasta cerca del mar y compró una escopeta que le costó cinco colmillos de elefante. Con esa escopeta quiso matar al animal, pero las balas de plomo se achataban contra la piel y entonces aquél mató al negro con escopeta y todo, rompiédole la cabeza de una patada, como si fuera un coco.

¿Pero qué animal era ése, tan malo y con tanta fuerza? Era un rinoceronte, que es el animal más rabioso del mundo y tiene casi tanta fuerza como un elefante. Este es el motivo por el cual ningún negro quería ni acercarse al lugar donde vivía el rinoceronte.

Pero he aquí que una vez llegaron al país tres viajeros, tres hombres blancos, y quisieron vivir allí, para estudiar los animales, las plantas y las piedras del país, porque eran naturalistas. Estos tres hombres eran jóvenes y muy amigos, y se fueron a hacer una casa en el lugar donde vivía el rinoceronte.

Pero los negros les rogaban que no fueran allá; se arrodillaban delante de ellos y lloraban, asegurando a los amigos que el "diablo-con-un-cuerno" los iba a matar. Los hombres se echaron a reír, mostrándoles los fusiles que llevaban y las balas, que tenían como una camisa de acero durísimo y que tienen tanta fuerza que atraviesan el mismo fierro como si fuera queso. Pero los negros lloriqueaban y decían:

- No hace nada... Bala ...no entra... No entra ninguna bala en su cuero... "Diablo-con-un-sólo-cuerno" no puede morir...

Los hombres blancos se rieron de nuevo, porque no hay animal alguno que resista a una bala en punta con camisa de acero, por más diablo con uno, dos o tres cuernos que sea (porque hay rinocerontes que tienen más de un cuerno).

Y, como ningún negro quería ir a ayudarlos, ellos mismos se fueron con su carreta y construyeron un rancho muy fuerte, con una puerta de tres pulgadas de grueso.

Como iban a pasar mucho tiempo allí, plantaron árboles en todo el rededor, muchos arbolitos que regaban al principio todos los días y después cada semana.

De día caminaban, juntaban bichitos y yuyos con flores y partían piedras con un martillo y un cortafierro que llevaban colgado del cinturón, como si fuera un machete. De noche estudiaban lo que habían reunido en el día y leían.

Pasó mucho tiempo sin que nada los inquietara y estaban a punto de creer que el famoso "Diablo-con-un-sólo-cuerno" era un cuento de los negros para asustarlos a ellos, cuando una noche de gran tormenta, mientras afuera llovía a torrentes y los tres amigos estaban leyendo dentro del rancho, muy contentos porque tenían una gran lámpara y tenían café y cigarros, uno de ellos levantó de pronto la cabeza y quedó inmóvil.

- ¿Qué hay? -le preguntaron los otros. ¿Qué has sentido?
- Me parece haber oído ruido -dijo el primero. ¡Oigan, a ver!

Los otros quedaron también quietos y oyeron así un ruido sordo y hondo: ton-ton-ton, como si una cosa muy pesada caminara e hiciera retemblar la tierra. Los hombres, muy sorprendidos, se miraron unos a otros y exclamaron:

- ¿Qué será? -Había que ver qué era éso. Encendieron, en consecuencia, el farol de viento y salieron afuera.

Llovía tanto, que en un momento estuvieron hechos sopa y el agua les corría por abajo de la camiseta; pero a ellos no les importaba. Recorrieron la quinta sin hallar nada; hasta que uno de los hombres, que se había agachado, exclamó:

- ¡Fíjense! ¡Todos los arbolitos están descascarados! ¡Y hay rastros! ¡Son de un animal grandísimo!

Todos se agacharon entonces con el farol y pudieron ver una huella profunda, el rastro de una pata de tres dedos, y tan grande como un plato. Estaban casi todas llenas de agua porque continuaba lloviendo a torrentes.

Y no era éso sólo: a dos cuadras del rancho había un árbol inmenso, cuyo tronco no lo podrían rodear diez hombres abrazados a él y dándose las manos; tan grueso era.

Pues bien, toda la cáscara de ese árbol, a la altura del cinturón de un hombre estaba arrancada, deshecha como tiras de trapo. Cuando los tres amigos vieron ésto, dijeron al mismo tiempo:

- Es un rinoceronte,; no cabe duda. No hay en el mundo otro animal capaz de hacer ésto. Es el "Diablo-con-un-sólo-cuerno".

En consecuencia, al día siguiente aprontaron sus armas. Las limpiaron primero con querosene y después con vaselina. Y al final las frotaron con un trapo bien seco.

Esa noche no estudiaron. Tomaron café, en silencio, para oír mejor el menor ruido que se sintiera de afuera. Y efectivamente, poco antes de las nueve, oyeron el mismo ruido profundo de la noche anterior: ton-ton-ton...

- ¡El"Diablo-con-un-sólo-cuerno"! -dijeron en voz muy baja. ¡Ahí está!

Y, tomando cada cual su fusil, salieron caminando muy despacio y agachados.

Ellos eran naturalistas y no cazadores; porque si hubieran sido cazadores, habrían comprendido que no se cazan rinocerontes con la misma facilidad con que se mata un gato. Y ésto casi les cuesta la vida.

Avanzaban agachados, pues, al encuentro del rinoceronte, llenos de confianza en las balas que tenían. De repente, de la oscuridad de la noche surgió una sombra monstruosa y los tres hombres, que estaban apenas a veinte metros del animal, creyeron que había llegado el momento, se arrodillaron los tres, apuntaron los tres a la cabeza de la bestia y los tres dispararon al mismo tiempo.

Las tres balas cónicas dieron en el blanco, pero ninguna en el lugar deseado. Una pegó en un costado del cuerpo y le hizo saltar una astilla; otra atravesó las enormes arrugas que tiene el rinoceronte en el pescuezo; y la tercera bala le entró por un costado del pecho, fue corriendo por debajo del cuero y salió por la cola.

Ahora bien: cuando el rinoceronte se siente atacado y herido es el animal más temible que hay. Se precipita furioso contra su enemigo y, si se le ha tirado de cerca, no hay tiempo de tirar de nuevo. No queda más remedio que disparar, disparar a todo escape, disparar como si lo corriera a uno un "Diablo-con-trescientos-millones-de cuernos".

Y es lo que hicieron los tres amigos: corrieron hacia el rancho con toda la velocidad que les daban las piernas, y el rinoceronte detrás. La tierra temblaba con aquella carrera. Los hombres volaban, pareciéndoles a cada momento que sentían el cuerno del rinoceronte, levantándolos de atrás por el pantalón.

Cada vez estaba más cerca de ellos, pero también cada vez estaba más cerca el rancho. Hasta que, por fin, llegaron y apenas tuvieron tiempo de cerrar la puerta, cuando tror-r-rróm!, sintieron un horrible golpe que sacudió el rancho de arriba a abajo: era el rinoceronte, que con la cabeza baja se había estrellado contra la puerta.

La puerta resistió, porque era de tres pulgadas de grueso; pero, en cambio, el cuerno la había atravesado como si fuera de manteca, y allí estaba; profundamente clavado, saliendo todo por la parte de adentro, mientras el animal, desde afuera, bramaba y pateaba, haciendo tremendo esfuerzos para sacar su cuerno.

Ahora bien: la primera idea de los tres amigos había sido abrir la ventana y matarlo a tiros antes de que se escapara. Pero, cuando vieron que por más fuerza que hacía el rinoceronte no lograba sacar su cuerno, dejaron de ser cazadores para ser otra vez naturalistas y sintieron deseos locos de agarrar al rinoceronte vivo.

¡Cómo podrían estudiarlo bien, teniéndolo allí cerca de ellos! ¿Pero cómo hacer, antes de que concluyera por sacar su cuerno, de tanto forcejear?

- ¡Ya está! -gritó de pronto uno de ellos. ¡Ya sé cómo vamos a hacer! Vamos a agujerear el cuerno por la parte de adentro y pasar un fierro de pulgada por el agujero. ¡Que haga fuerza después para sacarlo!
- ¡Bravo! ¡Bravo! -gritaron a coro los otros, porque la idea era excelente. Corrieron enseguida a buscar el taladro y, con una mecha de una pulgada, se pusieron a agujerear el cuerno.

Les daba algún trabajo, pues el cuerno se movía sin cesar de arriba a abajo y de costado a costado,; pero lo agujerearon por fin y metieron inmediatamente en el agujero un fierro de una pulgada.

¡Ya estaba! Por más grande que fuera la fuerza del rinoceronte, nunca, nunca podría salir de allí. A la mañana siguiente le enlazarían las patas y lo tendrían preso hasta que se amansara, porque los rinocerontes son así.

Pero, entretanto, y mientras no llegaba el día, el animal forcejeaba y forcejeaba por sacar su cuerno; pero un fierro de una pulgada, cuando es corto, tiene más fuerza que diez rinocerontes y los tres hombres estaban tranquilos, seguros de que no se escaparía.

Como estaban muy fatigados y sudando, se dieron un baño y volvieron al cuarto, descansados y frescos, y pasaron la noche tomando café. Estaban sentados alrededor del cuerno y, para divertirse, le hacían cosquillas con una pluma.

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miércoles, 3 de noviembre de 2010

La Liebre y la Tortuga

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.

-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.

Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.

-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera.

La liebre, muy divertida, aceptó.

Todos los animales se reunieron a lo largo del camino que orillaba el bosque para presenciar la carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Junto al puente que cruzaba el arroyo, la liebre y la tortuga se dieron la pata y partieron, tan pronto como el negro cuervo, que era el árbitro, lanzó un agudo graznido como señal, y comenzó la carrera entre grandes aplausos.

Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó remoloneando. La liebre saltaba con excitación a su alrededor, deteniéndose cada pocos metros para husmear y mordisquear los tiernos brotes que crecían junto al camino.

Finalmente, para mostrar su despreocupación y el desprecio que le inspiraba su adversario, la liebre se tendió a descansar sobre un lecho de tréboles. La tortuga, entre tanto, seguía avanzando trabajosamente, centímetro tras centímetro.

-¡La carrera ha empezado! -advirtió la cabra, desde un lado del camino.
Pero la liebre respondió con impaciencia:
-¡Ya lo sé, ya lo sé! Pero la tortuga no podrá llegar antes del mediodía al gran olmo que está en el otro extremo del bosque.

Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.

Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más. En esta confianza, se instaló a sus anchas bajo un árbol y se quedó profundamente dormida.

¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a tan lerda criatura!

Cada uno de sus diminutos pasos acercaba más a la tortuga al olmo, que era la meta señalada. Avanzaba lenta y pesadamente, exhausta por haber llegado tan lejos a su máxima velocidad, pero cobró fuerzas para una arremetida final, porque ya llegaba a la meta.

Cuando la liebre se despertó, y al ver que la tortuga estaba casi junto al punto de llegada, se levantó de un salto y echó a correr por el camino, a grandes brincos.
Los espectadores gritaban, bailoteaban y saltaban frenéticamente de aquí para allá. Nunca habían imaginado que la carrera pudiera llegar a tal estado.

La liebre corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado la carrera. Los espectadores aplaudieron con entusiasmo. Y palmearon a la tortuga en su ancha y lisa caparazón.

Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No hay que burlarse de los demás. También que la pereza y el exceso de confianza pueden hacer que uno no alcance sus objetivos.

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sábado, 30 de octubre de 2010

Los Siete Cuervos

Había una vez un hombre que tenía siete hijos, y no tenía ninguna hija, aunque deseaba tener una. A los días su esposa le dio la noticia de la próxima llegada de un nuevo hijo. Y sucedió que por fin fue una niña. La dicha fue inmensa, pero la niña era pequeña y enfermiza, y tuvieron que bautizarla privadamente por motivo de su debilidad. El padre envió a uno de sus muchachos con una jarra a que fuera de prisa al pozo para que trajera agua para el bautizo. Los otros seis lo acompañaron, y como cada uno quería ser el primero en llenarla, discutiendo se les cayó la jarra en el pozo.

Se quedaron paralizados, y no sabían que hacer, y ninguno quería volver a la casa. Como ellos no retornaban, el padre se impacientó y dijo:

-¡De seguro se quedaron jugando y olvidaron su deber, esos irresponsables muchachos!

Él se atemorizó tanto de que la niña muriera sin ser bautizada, que en su angustia gritó:

-¡Desearía que todos esos muchachos se convirtieran en cuervos!

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando escuchó un escandaloso ruido de alas en el aire sobre su cabeza, miró hacia arriba y vio a siete negros cuervos alejándose. Los padres no podían creer aquello, y muy tristes con la pérdida de sus siete hijos, se consolaban con la existencia de su pequeña hija, que pronto se restableció y fue creciendo sana y bondadosa.

Por un largo tiempo, ella no supo que tenía hermanos, pues sus padres se cuidaban de no mencionarlo en su presencia. Pero un día, accidentalmente escuchó a otra gente hablando de ella:
- Que la muchacha era ciertamente encantadora, pero que en realidad era la culpable de la mala fortuna que habían tenido sus siete hermanos.

Entonces ella se sintió acongojada, y fue donde sus padres y preguntó si era cierto que ella tenía hermanos, y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ocultar más el secreto, pero le dijeron que lo que les había sucedido a sus hermanos fue la voluntad del cielo, y que su nacimiento solamente fue una causa inocente de aquello.

Pero la joven tomó todo eso a pecho diariamente, y pensó que tenía que salvar a sus hermanos. Ella no tenía descanso ni paz hasta que secretamente se fue, y salió hacia el ancho mundo para encontrar la pista de sus hermanos y liberarlos, le costara lo que fuera. No llevaba nada con ella, a excepción de un pequeño anillo de sus padres como amuleto, un bollo de pan contra el hambre, una pequeña botella de agua contra la sed y una pequeña silla como provisión contra el cansancio.

Y ella avanzaba continuamente hacia adelante, lejos y más lejos, hacia el puro final del mundo. Y llegó hasta donde el sol, pero era muy caliente y terrible, y devoraba a los niños pequeños. Rápidamente ella corrió, y fue hacia la luna, pero era muy helada, y también horrible y maliciosa, y cuando la vio a ella, dijo:

-"Me huele, me huele a carne humana."-

Con eso ella escapó velozmente y llegó hasta las estrellas, que fueron amables y buenas con ella, y cada una de ellas estaba sentada en su propia sillita particular. Pero la estrella matutina se levantó, y le dio el hueso de una pata de pollo, y dijo:

-"Si tú no tienes ese hueso, no podrás abrir la Montaña de Cristal, y es en esa montaña donde están tus hermanos."-

La joven tomó el hueso, lo envolvió cuidadosamente en una manta, y siguió adelante hasta llegar a la Montaña de Cristal. La puerta estaba cerrada, y pensó que debería sacar el hueso, pero cuando desenvolvió la manta, estaba vacía, y se dio cuenta de que había perdido el regalo de la buena estrella.

¿Qué debería hacer ahora? Ella deseaba rescatar a sus hermanos, y no tenía la llave de la Montaña de Cristal. La buena hermana tomó un cuchillo, cortó uno de sus pequeños dedos, lo puso en la puerta y exitosamente se abrió. En cuanto ella entró, un pequeño enano se le acercó, quien le dijo:

-"Mi muchachita, ¿que andas buscando?"-
-"Busco a mis hermanos, los siete cuervos."- replicó ella.

El enano dijo:

-"Los señores cuervos no están en casa, pero si quieres esperar hasta que regresen, pasa adelante."-

Enseguida el pequeño enano trajo la comida de los cuervos, en siete platitos, y siete vasitos, y la pequeña hermana comió una pizca de cada plato, y un pequeñito sorbo de cada vaso, pero en el último vaso dejó caer el anillo que ella había cargado consigo.

De pronto ella oyó el aleteo de alas y un zumbido por el aire, y entonces el pequeño enano dijo:

-"Ahora los señores cuervos están llegando a casa."-

Y ellos llegaron, y querían comer y beber, y buscaron sus pequeños platos y vasos. Entonces se dijeron unos a otros:

-"¿Quien habrá comido algo de mi plato? ¿Quien habrá bebido algo de mi vaso? Es la huella de una boca humana."-

Y cuando el séptimo llegó al fondo de su vaso, el anillo rodó contra su boca. Entonces lo miró, y vio que era el anillo que pertenecía a su padre y madre, y dijo:

-"Dios nos ha otorgado que nuestra hermana pueda estar aquí, y entonces quedaremos libres."-

Cuando la joven, que se había quedado observando detrás de la puerta, escuchó el deseo, avanzó hacia adelante, y en ese instante los cuervos retornaron a su forma humana de nuevo. Y se abrazaron y besaron, y regresaron felizmente a su casa.

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martes, 26 de octubre de 2010

Ricitos de Oro y los Tres Osos

En una preciosa casita, en el medio de un bosque florido, vivían tres ositos. El papá, la mamá, y el pequeño osito. Un día, tras hacer todas las camas, limpiar la casa, y hacer la sopa para la cena, los tres ositos fueron a pasear por el bosque mientras se enfriaba la sopa.

Mientras ellos no estaban, apareció en el bosque una niña llamada Ricitos de Oro, que se puso a recoger flores. Cerca de allí vio una cabaña muy linda, y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso y se asomó por la ventana de la casita.

Entonces, olvidándose de la buena educación que su madre le había dado, la niña decidió empujó la puerta, que estaba abierta, y entró en la casita, que no era otra que la de los tres ositos.

Vio una mesa. Encima de la mesa había tres tazones con sopa. Uno, grande; otro, mediano; y otro, pequeñito. Ricitos de Oro tenía hambre y probó la sopa del tazón mayor. ¡Uf! ¡Está muy caliente! Luego probó del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy fría! Después probó del tazón pequeñito y le supo tan rica que se la tomó toda, toda.

Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana y otra silla era pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero ésta era muy dura. Luego fue a sentarse en la silla mediana, pero era muy blanda. Entonces se sentó en la silla pequeña, que le pareció muy cómoda. Pero la sillita no estaba acostumbrada a llevar tanto peso y el asiento se rompió.

Ricitos decidió al dormitorio a probar las camas, que eran tres. Una era grande; otra era mediana; y otra, pequeñita. La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy alta. Luego se acostó en la cama mediana, pero era muy baja. Después se acostó en la cama pequeña. Y ésta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida.

Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los tres osos. Uno de los osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro era un osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito pequeñín.

Nada más entrar el oso grande vio cómo su cuchara estaba dentro del tazón y dijo con su gran voz:

-¡Alguien ha probado mi sopa! Y mamá oso también vio su cuchara dentro del tazón y dijo:
-¡Alguien ha probado también mi sopa! Y el osito pequeño dijo con voz apesadumbrada:
-¡Alguien se ha tomado mi sopa y se la ha comido toda entera!

Después pasaron al salón y dijo papá oso:
-¡Alguien se ha sentado en mi silla! Y mamá oso dijo:
-¡Alguien se ha sentado también en mi silla! Y el pequeño osito dijo con su voz aflautada:
-¡Alguien se ha sentado en mi sillita y además me la ha roto!

Al ver que allí no había nadie, subieron a la habitación para ver si el ladrón de su comida se encontraba todavía en el interior de la casa. Al entrar en la habitación, papá oso dijo:
-¡Alguien se ha acostado en mi cama! Y mamá oso exclamó:
-¡Alguien se ha acostado en mi cama también! Y el osito pequeño dijo:
-¡Alguien se ha acostado en mí camita... y todavía sigue durmiendo!

Se despertó entonces la niña, y de un salto se sentó en la cama mientras los osos la observaban, y al verlos tan enfadados, se asustó tanto que dio un brinco y salió de la cama.

Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque, tanto que no daban los pies en el suelo, hasta que encontró el camino de su casa.

Desde ese momento, Ricitos de Oro nunca volvió a entrar en casa de nadie ajeno sin pedir permiso primero.

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viernes, 22 de octubre de 2010

Perros de monte

Una propiedad rural en el monte de Misiones está constituída por un rancho de sólo tres paredes, perdido en la inmensidad del bosque, del cual logra apenas aislarse por medio de un mínimo desmonte.

En ese desmonte, el propietario planta maíz, mandioca, porotos y tabaco, todo ello en la cantidad justa e indispensable para no morirse de hambre y fumar. Pueden dar aspecto de vida al rancho algunas gallinas de cuello y rabo desplumados, un chancho alto de patas como un galgo, y dos o tres cabras.

Pero nada de ésto es indispensable. En cambio, sentados a la vista del fuego, en verano, o arrollados en invierno ante la llama misma, con la cola y el hocico ardidos, se ve siempre tres o cuatro perros flacos como esqueletos, y que al levantarse oscilan con las caderas flojas, prontos a caer.

Nada denuncia en estos perros su calidad particular. Reumáticos, siempre huraños y tristes, no habría optimista capaz de concederles vida para una estación más, fuerzas para alcanzar hasta el monte, y decisión para hacer frente a un tímido apereá.

El destino de estos perros, sin embargo, es morir en el aire, lanzados allá por las zarpas del tigre. Cuando vuelven a caer, generalmente su vientre está ya vacío. Son, pues, perros de caza, verdaderas fieras de persecución y asalto, capaces de lanzarse sobre su dueño mismo, si llega a interponerse entre ellos y la caza abatida.

Al menor apronte de montería en el rancho, los perros están ya de pie, tembleques siempre, pero con los ojos ya encendidos, puestos en los movimientos del cazador. Y cuando, tras un cuarto de hora de monte, esos mismos perros han hallado un rastro, con el primer vibrante ladrido de caza, extenuación, reumatismo y miseria han desaparecido.

Van a la carrera, en cuanto el monte se lo permite; y su latido, sonoro tras el rastro tibio, y aullante cuando la proximidad de la presa los enloquece, se oye clarinear sin tregua alguna en el monte, desde el alba a la caída de la noche.

Cuesta creer que esa jauría de imponderable aliento sea la misma que agonizaba de debiliad y artritis diez horas antes. Ella es. Si el animal perseguido trepa a un árbol lejano, y el cazador no acude, tal vez la jauría no vuelva a casa hasta haber agotado al pie del árbol su desesperante gañido de impotencia. Y lo que regresará en la alta noche helada, unos primero, luego otros, serán los esqueletos ambulantes, más cojos y sombríos, que la noche anterior temblaban alrededor del fuego.

Su régimen es vegetariano. No comen sino mandioca y maís cocido, o seco, que roban grano tras grano a las gallinas. Una cacería, pues, supone para ellos la delirante felicidad de la carne viva, ya pregustada a mandíbula batiente en su latido.

Pero no siempre la persecucíón se desarrolla a fondo de carrera. A veces, en plena corrida, los perros se detienen bruscamente. Su lomo se eriza, hunden el rabo entre las piernas, y cuanto era ansia y velocidad por llegar, se transforma en un avance alerta y receloso tras el tufo del tigre.

En cierta ocasión, esperando en el monte el fin de la corrida que nuestos perros llevaban desde el amanecer sin mayor entusiasmo, oímos de pronto un aullido, agudo y breve como un relámpago, al que sucedió el más completo silencio.

Era, evidentemente, uno de nuestros perros. Pasó un rato; y en la misma dirección, y con igual carácter, sonó otro aullido. Uno tras otro, nuestros perros nos fueron revelando su existencia en el bosque por este brusco aullido. Y entre uno y otro, y por largo tiempo después, del monte no nos llegó un sólo rumor.

Cuando un tigre ha sido corrido una vez sin éxito, adquiere un conocimiento exacto del valer de una jauría de caza. Ocúltase entonces tras un árbol caído, sobre su propio rastro, y cuando el perro erizado pasa, éste lanza un grito, y se acabó. El tigre cambia de rumbo, ocúltase de nuevo; y de esta simple manera, sin fatiga alguna, arranca al cazador, uno tras otro, sus peligrosos aliados. Luego toca el turno al cazador.

Esto es, por lo menos, lo que se cree allá. En la circunstancia referida, y desde el último aullido, pasamos dos horas esperando en el monte mudo; dos horas con todos sus interminables minutos, tan largo cada uno de ellos, como una vida entera.

Al caer la noche emprendimos el regreso hacia el río. Y arrancábamos ya la canoa del barro, cuando nuestros perros fueron surgiendo del monte, cansados y taciturnos, sin explicarnos qué habían visto para haber aullado de aquel modo.

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lunes, 18 de octubre de 2010

Aladino y la Lámpara maravillosa

Erase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor, y como eran muy pobres aceptó.

-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.
-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.

El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este último iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.

- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven. ¿Siempre ha estado ahí?

El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:

-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lámpara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.
-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.
-Algo más- agrego el extranjero. No toques nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lámpara de aceite.

El tono de voz con que el extranjero le dijo ésto último alarmó a Aladino. Por un momento pensó huir, pero cambió de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podría comprar con ella.

-No se preocupe, le traeré su lámpara. -dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lámpara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no sería su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.

"Si el extranjero sólo quiere su vieja lámpara -pensó Aladino-, o está loco o es un brujo. Mmm... ¡tengo la impresión de que no está loco! ¡Entonces es un ... !"

-¡La lámpara! ¡Tráemela inmediatamente!- gritó el brujo impaciente.
-De acuerdo, pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.
-¡No! ¡Primero dame la lámpara! -exigió el brujo cerrándole el paso
-¡No! -gritó Aladino.
-¡Peor para ti! -exclamó el brujo, empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo, el cual rodó hasta los pies de Aladino.

En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacía rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.

De repente, la cueva se llenó de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas, mi señor?

Aladino, aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.

Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lámpara de aceite entre las manos.

Emocionado, el joven narró a su madre lo sucedido y le entregó la lámpara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

La está frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.

-Soy el genio de la lámpara. ¿Qué deseas? La madre de Aladino contempló aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Por qué no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años. Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.

Un día, cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:

-¡Madre, éste es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.

Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas. Aunque muy impresionado por el presente, el Sultán preguntó:

-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.

Tal vez el genio de la lámpara pueda ayudarnos -contestó Aladino.

Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino. Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.

-¡Al palacio del Sultán! -ordenó Aladino.

El Sultán, muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija.

Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado del del Sultán (con la ayuda del genio claro está). El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo, que era atento y generoso. Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regresó a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lámparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lámparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también -entregándole la lampara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lámpara y ahora era demasiado tarde.

El brujo frotó la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundo, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

Cuando Aladino regresó, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido. Entonces, acordándose del anillo, le dio tres vueltas.

-Gran genio del anillo, dime: ¿qué sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.
-El brujo que te empujó al interior de la cueva hace algunos años regresó, mi amo, y se llevó con él tu palacio y esposa y la lámpara -respondió el genio.
-Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.
-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran.

Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla, la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporcionó el veneno.

Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo. Sin quitarle los ojos de encima, esperó a que se tomara hasta la última gota. Casi inmediatamente, éste se desplomó, inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lámpara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la frotó con fuerza.

-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo el genio. ¿Podemos regresar ahora?
-¡Al instante!-respondió Aladino y el palacio se elevó por el aire y flotó suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.

Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aún se pueden ver cada vez que alguien da brillo a una vieja lámpara de aceite.

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jueves, 14 de octubre de 2010

El Campesino y el Diablo

Érase una vez un campesino ingenioso y muy socarrón, de cuyas picardías mucho habría que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda, cómo en cierta ocasión consiguió jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.

El campesinito, un buen día en que había estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se disponía a regresar a su casa, descubrió en medio de su campo un montón de brasas encendidas. Cuando, asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado sobre las ascuas a un diablillo negro.

-¡De modo que estás sentado sobre un tesoro! -dijo el campesinito.
-Pues sí -respondió el diablo-, sobre un tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas podido ver en toda tu vida.
-Pues entonces el tesoro me pertenece, porque está en mis tierras -dijo el campesinito.
-Tuyo será -repuso el diablo-, si me das la mitad de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.

El campesino aceptó el trato.

-Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto -dijo-, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia abajo.

Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero resultó que el avispado campesino había sembrado remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de la tierra sus remolachas.

-Esta vez tú has salido ganando -dijo el diablo-, pero la próxima no será así de ningún modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra hacia abajo.

-Pues también estoy de acuerdo -contestó el campesinito.

Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando llegó el diablo no encontró más que los rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas de la tierra.

-Así es como hay que tratar a los pícaros -dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

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domingo, 10 de octubre de 2010

Los cachorros del Aguará-Guazú

Voy a contarles ahora, chiquitos, la historia muy corta de tres cachorritos salvajes que asesiné –bien puede decirse–, llevado por las circunstancias.

Hace ya algún tiempo, poco después del asunto con la serpiente de cascabel, que les conté con detalles, tres indios de Salta enfermos del chu­cho y castañeteando los dientes, los tres, llegaron a venderme tres cachorritos de aguará–guazú casi recién nacidos.

Yo no tenía vacas, ustedes bien saben; ni una mala cabra para ali­mentar con su leche a los recién nacidos. Iba, pues, a desistir de adqui­rirlos, por mucho que me interesaran los zorritos, cuando uno de los in­dios, el más flaco y más tiritante de chucho, me ofreció en venta también, dos tarros de leche condensada, que extrajo con gran pena del bolsillo del pantalón.

¿Habrán visto indio más pillo? ¿De dónde podía haber sacado sus ta­rros de leche? De un ingenio, seguramente. Estos indios de Salta van todos los otoños a trabajar en los ingenios de azúcar de Tucumán. Allí aprenden muchas cosas. Y entre las cosas que aprenden, aprenden a apreciar la bon­dad de la leche cuando sus chicos están enfermos del vientre.

El indio poseedor de los tarros de leche condensada era seguramente padre de familia. Y pensó con mucha razón que yo le compraría sus tarros para criar a los aguaracitos. Y el demonio de indio acertó, pues yo, entu­siasmado con los cachorritos, que compré por un peso los tres, pagué diez por los dos tarros de leche. Y a más pagué un paquete de tabaco, y un re­trato de mi tío, que vio colgado en la carpa. Hasta hoy no sé qué utilidad puede haberle reportado ese retrato de mi tío.

Crié, pues, a los cachorros de aguará–guazú, o gran zorro del Chaco, como también se le llama.

El aguará–guazú es, en efecto, un zorro altísimo y flaco que tiene to­da la apariencia del lobo. No hay en toda la selva sudamericana un animal más arisco, huraño y ligero para correr. Tiene la particularidad de caminar moviendo al mismo tiempo las patas del mismo lado, como lo hace tam­bién la jirafa. Es decir, todo lo contrario del perro, el caballo y la gran ma­yoría de los animales, que caminan avanzando al mismo tiempo las patas alternadas y cruzadas.

En el campo, sin embargo, se suele enseñar a los caballos un paso muy distinto del que tienen, y que se llama "paso andador". Este paso, que no fatiga al jinete y es muy veloz, se efectúa precisamente, avanzando al mis­mo tiempo las patas del mismo lado, como la jirafa y el aguará–guazú.

En nuestro zoo, detrás del pabellón de las grandes fieras, había hace tiempo un aguará–guazú que iba constantemente de un lado a otro, con su gran paso fantástico. Creo que murió al poco tiempo de estar encerrado, co­mo mueren todos los aguarás a quienes se priva de su libertad.

Yo también perdí a mis aguaracitos: pero no de tristeza –¡pobreci­tos!– sino por la mala alimentación. Yo les di leche tibia cada tres horas, los abrigaba de noche, les frotaba el cuerpecito con un cepillo para reem­plazar a la lengua de las madres que lamen horas enteras a sus cachorros. Hice cuanto puede hacer un hombre solo y desprovisto de recursos para criar tres fieras recién nacidas.

Durante dos semanas, y mientras duró la leche condensada, no hubo novedad alguna. A los siete días los cachorritos caminaban ya gravemente, aunque todavía un poco de costado. Tenían los ojos de un azul ceniciento y desvanecido. Miraban con gran atención las cosas, aunque apenas veían. Y cuando una mosca se plantaba delante de ellos, bufaban de susto, echán­dose atrás.

Como yo venía a ser su madre para ellos, me seguían por todas partes, pegados a mis botas, debiendo yo tener gran cuidado para no pisarlos. To­maban de mi mano la mamadera que construí con un recipiente de tomar mate y un trapito arrollado.

Nunca se hallaban más a gusto conmigo que a la hora de mamar. Pe­ro el día que, previendo la falta de leche, les di un pedacito de pava del monte para irlos acostumbrando al cambio de alimentación, ese día no re­conocí a mis hijos.

Apenas olfatearon la carne en mi mano, se agitaron como locos, bus­cándola desesperadamente entre mis dedos, y cuando les hube dado a cada uno su presa de ave, se alejaron cada cual por su lado y con el pescuezo ba­jo, a esconderse entre el pasto para devorar su presa.

Yo los seguí uno por uno para ver cómo procedían. Pero apenas me sintieron, se erizaron en una bolita colérica, enseñándome los dientes. Ya comenzaban a ser fieras.

A nadie en el mundo sino a mí conocían y querían. Tomaban de mi mano su mamadera, gruñendo imperceptiblemente de satisfacción. Y ha­bía bastado un trozo de carne para despertar en ellos bruscamente su con­dición de fieras salvajes y cazadoras, que defienden ferozmente su presa. Y ante mí mismo, que los había criado y era su madre para ellos.

Al concluirse el segundo tarro de leche, yo supuse que mis tres aguaracitos debían hallarse ya acostumbrados a la alimentación carnívora, úni­co alimento que yo podía proporcionarles en adelante. Pero no fue así. Al suprimirles la leche, decayeron de golpe. Los tres comenzaron a sufrir des­composturas de vientre que no los dejaban ni descansar. Tenían el cuerpo muy caliente, y salían del cajón con el pelo erizado y tambaleándose.

Cuando yo les silbaba, volvían lentamente la cabeza a todos lados, sin lograr verme. Tenían ya en los ojos un velo lechoso, como los animales y las mismas personas en agonía. Las descomposturas de vientres se hicieron cada vez más continuas hasta que una mañana los tres aguaracitos amane­cieron muertos, en su cajón, y ya cubiertos de hormigas.

Esta es, chiquitos, la corta historia de tres zorritos salvajes privados de su madre desde el nacer, y a quienes un hombre desprovisto de todos los recursos hizo lo posible para prolongar la vida. Muchas veces, allí, en Buenos Aires, al pasar delante de las lecherías tan baratas, me he acorda­do de aquellos pobres cachorritos de teta, envenenados por la alimentación carnívora.

Recuérdenlo también ustedes, hijitos míos. No críen animales si no pueden proporcionarles la misma alimentación que tendrían junto a su ma­dre. Muchísimo más que por debilidad, mueren los pichones y cachorros por exceso de comida. Los empachos de harina de maíz han matado más tórtolas que la más atroz hambre.

Robar un animalito a su nido para criarlo por diversión, por jugue­te, sabiendo que fatalmente va a morir, es un asesinato que los mismos pa­dres enseñan a veces a sus criaturas. Y no lo hagan ustedes, nunca chiqui­tos míos.

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miércoles, 6 de octubre de 2010

El Hada Alegría

Erase una vez un rey muy bueno cuyos súbditos le respetaban y le amaban entrañablemente por la justa manera en que les gobernaba y las incesantes obras de caridad que entre ellos realizaba.

Sin emabargo, un soberano que sabía hacer felices a los demás, no había encontrado la dicha dentro de su corazón, debido a que su único hijo se hallaba aquejado de una grave dolencia desconocida.

Los médicos de la corte pusieron a disposición toda su ciencia, pero nada pudieron hacer.

- ¿Qué debe hacer un padre en mi situación? -exclamó el desgraciado. ¿Qué puede hacer un rey?

Finalmente llamó a los dos hombres más sabios del reino y solicitó su consejo. El primero le dijo:

- Enviad a vuestro hijo a los países de los eternos calores. Sudará tanto que su mal se le irá a través de la piel.

El segundo hombre sabio le recomendó:

- Que el príncipe vaya a las regiones de los grandes hielos. El cambio de clima obrará un efecto saludable.

El rey exclamó: "¡Bah!", y les volvió la espalda, por parecerle ridículas aquellas indicaciones.

Entonces llegó hasta él un anciano, quien tímidamente le sugirió:

- Majestad: convendría enviar un emisario al País de la Felicidad, gobernado por el Hada Alegría. Es casi seguro que ella conocerá el remedio para sanar a vuestro hijo.

Estimando que la idea era excelente, el rey ordenó que se organizara inmediatamente una embajada con destino al País de la Felicidad.

Pero cuando llegó y fue recibida por el Hada Alegría, ésta comunicó a los enviados que era el príncipe en persona quien debía presentarse ante ella.

- Así conseguirá la total curación -concluyó el Hada.

Cuando el rey fue enterado de lo que aconsejó el Hada Alegría, se puso inmediatamente en camino al frente de una numerosa comitiva, y llevando al príncipe en una litera.

Pero, según pasaban los días de viaje, el soberano advirtió que su hijo estaba cada vez más postrado y triste, y temiendo seguir adelante, decidió hacer un descanso.

Cerca de allí había una cabaña, de la que salió una anciana. El rey le preguntó:

- ¿A qué distancia se encuentra el País de la Felicidad?
- A cinco jornadas -le respondió la anciana. Os ofrezco mi casa, si en algo os puedo servir.

Iba el rey a aceptar cuando uno de los caballeros de su séquito se le acercó para decirle:

- Majestad, nos encontramos en un país encantado, en el que hablan las aves. Comprobadlo.

Guió al soberano hasta un árbol en cuyas ramas un pajarillo cantaba así:

"Chío, chío, el príncipe doliente
no debe detenerse".

- Creo que nos conviene seguir su consejo -dijo el rey.

Nada más ponerse el cortejo en marcha, la cabaña de la anciana desapareció. El mismo pajarillo que había hablado guió al rey y a los suyos por el buen camino, retirándose cuando las murallas del País de la Felicidad estuvieron a la vista.

El Hada Alegría en persona salió a recibirles, invitándoles a su palacio de plata y cristal. Inmediatamente inició sus operaciones para curar al príncipe enfermo, pero sin ningún resultado.

Así transcurrieron varias semanas de inútiles tentativas, hasta que finalmente, el Hada declaró:

- El mal que aqueja al príncipe no es natural. Me refiero a que está provocado por un encantamiento muy velado.

Seguidamente el Hada Alegría se encerró en los sótanos de su palacio y consultó durante varios días viejos tratados de alquimia y brujería, hasta que salió y dijo:

- La bruja Culebrina posee un jardín cuyas plantas son todas jóvenes encantados por ella. En el más apartado rincón de ese jardín hay una gruta, y en ella un manantial. Sólo bañándose en sus aguas el príncipe recobrará la salud. Sin embargo, esas aguas han de ser traídas a este lugar, por una joven de singulares virtudes.

- ¿Y dónde encontrarla? -preguntó el rey.
- Mis libros me han revelado -prosiguió el Hada Alegría- que esa joven vive en una de las cumbres que rodean mi palacio. Ved: en tres de ellas se elevan sendos castillos, habitados por hermosas princesas. En la cuarta también hay un castillo, pero se encuentra deshabitado. Visitaré a las tres princesas.

Al día siguiente el Hada se dirigió al primer castillo, donde vivía su ahijada Genoveva, a la que explicó el asunto que allí la llevaba.

- Confiad en mí, madrina - le aseguró Genoveva. Yo me enfrentaré a la bruja Culebrina y la venceré. Mi premio por salvar al príncipe será la obtención de fuerza y de poder.

Luego el Hada Alegría se encaminó al segundo castillo, donde vivía otra de sus ahijadas, Magdalena, joven que destacaba por su pereza y glotonería, y a la que al Hada costó mucho convencer para que fuera en busca del agua prodigiosa, caso de que no regresara Genoveva.

El tercer castillo estaba habitado por Valentina, la cual sólo consintió en emprender aquel viaje si el rey le prometía regalarle el collar más valioso del mundo.

Después de consultar de nuevo sus viejos libros, el Hada Alegría dio a Genoveva las últimas instrucciones:

- Llevarás un pequeño cántaro para recoger el agua, y un zurrón conteniendo pan y queso. Si eres la joven señalada por la leyenda, conseguirás llegar al manantial y podrás tomar agua en el cántaro y verterla en el jardín de la bruja. Entonces todas las plantas se transformarán en jóvenes. Hecho ésto, volverás a llenar el cántaro y regresarás al País de la Felicidad.

Prometiendo seguir todas esas indicaciones, Genoveva montó en su caballo y emprendió el camino. Viajó durante casi todo el día y al llegar la noche pidió albergue en una casa.

- Sólo puedo ofreceros un jergón de paja junto al fuego -le dijo el dueño, un anciano de rostro amable.

Genoveva entró en la casa y, al mirar a su alrededor, descubrió que todas las paredes estaban llenas de mariposas disecadas. Para ser más exactos, sólo una de las mariposas, con su cuerpecillo atravesado por un alfiler, agitaba desesperadamente sus alitas. Genoveva la contempló durante un rato y, sin sentir la menor compasión, se retiró a su jergón y se durmió.

A la mañana siguiente se levantó, volvió a mirar a la pobre mariposa con la mayor frialdad, agradeció al anciano su hospitalidad y se marchó.

Antes del anochecer alcanzó el jardín encantado. Rodeada de extrañas plantas, una anciana se hallaba agachada, cuidándolas, y a ella dirigió Genoveva su pregunta:

- ¿Dónde está la fuente prodigiosa?
- Atraviesa el jardín y toca con tu mano el agua del lago que allí la verás.

Impaciente por llegar, Genoveva espoleó su caballo y se lanzó a veloz carrera a través del jardín y, al alcanzar la orilla del lago, desmontó y se inclinó para tocar el agua con su mano, y en ese momento quedó convertida en planta, semejante a las muchas que por allí se veían.

Como ni regresaba Genoveva ni había noticias de ella, emprendió el viaje la segunda princesa, Magdalena, cuyo viaje resultó idéntico al de su antecesora, con un final semejante, transformada en planta junto a Genoveva.

Luego partió la tercera princesa, Valentina, corriendo la misma suerte.

Cuando todo parecía perdido, se presentó en el Palacio del Hada Alegría una niña, solicitando hablar con la dama. Y al encontrarse ante ella le dijo:

- Estoy dispuesta a ponerme en camino para conseguir el agua de la fuente encantada.
- Tu gesto me conmueve en extremo -exclamó el Hada, abrazando a la niña.

En pocas horas estuvieron ultimados los preparativos, de manera que a la mañana siguiente la niña pudo emprender el viaje. Como las tres princesas, también ella llegó a la casa del anciano, donde se alojó. Sin embargo, al ver la mariposa atravesada por la aguja, sintió profunda pena y propuso al anciano:

- Si dejáis en libertad a la mariposa os entregaré mis pendientes de coral.
- De acuerdo -contestó el viejo, extrayendo la aguja y soltando a la mariposa, que echó a volar alegremente y desapareció enseguida.

A la mañana siguiente la niña se despidió del anciano de la casita y siguió su camino, muy satisfecha de haber realizado aquel acto de bondad con la pobre mariposita.

Andando, andando, llegó hasta un precioso prado alfombrado de flores de mil colores, donde se detuvo a descansar. Y en el momento en que iba a recoger una flor, surgió a su lado la mariposa y le dijo:

- Estoy al servicio del Hada Alegría y mi misión consiste en ayudar a los que desean salvar al príncipe. Pero no basta sólo con el deseo, sino que la persona indicada ha de reunir condiciones de extrema virtud. Por ejemplo, las tres princesas que salieron antes que tú no se apiadaron de mí cuando me vieron clavada en la pared con la aguja, y han quedado descartadas. Tú conseguiste mi libertad y ahora te hallas en condiciones de seguir adelante. Si cumples todas mis instrucciones, triunfarás. Escúchame con atención: sigue tu camino sin que te distraiga cosa alguna que suceda a tu alrededor, y además, deberás ir sola. Una vez en el jardín de la bruja, no interrumpas tu andar; sigue adelante y que sea tu corazón quien te guíe.

Despidióse la niña de la mariposa y continuó su marcha, y cuando llegó al jardín encantado vio en él a una hermosa mujer que peinaba sus largos cabellos mojando el peine en las aguas del lago.

- Soy amiga del Hada Alegría y voy a ayudarte -dijo aquella dama a la niña. Descansa a mi lado y te mostraré algo que nunca olvidarás.

La niña se acercó y la mujer le señaló las aguas del lago, bajo las cuales vio desfilar soberbios palacios, brillantes joyas y maravillosos vestidos.

- Todo ésto te pertenecerá si resuelves no acercarte a la fuente.

La niña no vaciló en contestar:
- La oferta es tentadora, pero nada quiero.

Poco después llegaba a la gruta del manantial y allí se le apareció la bruja Culebrina.

- No des un paso más si no quieres morir -gritó la bruja.

Pero la valiente niña se encomendó al Hada Alegría y avanzó. Y en el momento de hacerlo la bruja lanzó un alarido y quedó convertida en humo. La entrada a la gruta estaba libre.

La niña penetró resueltamente y en el manantial llenó de agua su cántaro saliendo a verterla en el jardín, y todas las plantas que allí había recobraron su forma humana. Es decir, no todas, pues quedaron tres sin sufrir transformación: eran Genoveva, Magdalena y Valentina, a quienes su escasa virtud habíales perdido.

Sin embargo, la niña entró de nuevo a la gruta por más agua, la arrojó sobre las tres plantas, y entonces las princesas quedaron desencantadas, y juntamente con la niña, quien había recogido más agua para el príncipe, salieron del jardín guiadas por la mariposa.

El príncipe enfermo dejó de estarlo y la alegría se reflejó en su rostro. Las ahijadas del Hada Alegría prometieron ser mejores -y lo cumplieron- y el príncipe suplicó a la valiente niña que lo aceptara por esposo.

Y fue así como la virtud alacanzó al fin el triunfo y la felicidad, pues no será preciso añadir que el joven matrimonio fue sumamente feliz.

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