El reloj dio la última campanada de la medianoche y todas las cosas que estaban en la habitación oscura cobraron vida. Hasta los cuadernos guardados en la cartera de Andrés, preparados para ir a la escuela al día siguiente, y hasta las palabras que sin mucho esmero -todo hay que decirlo- estaban escritas en los cuadernos.
El duendecillo capitán del cuaderno pasó revista a las letras alineadas en los renglones y se llevó las manos a la cabeza desesperado: ¡no estaban bien en fila y no había una igual a la otra! Una era alta y estirada, otras eran tan gordas que se salían por todas partes, unas se ponían como de puntillas y otras parecía que estaban sentadas. Y había unas inclinadas a la izquierda y otras a la derecha.
¡Un desastre! Andrés no era muy bueno en escritura porque iba muy deprisa, y así no le salían bien las letras.
¡Atención! ¡Uno-dos! ¡Uno-dos! ¡Uno-dos!
Enfadado, el duendecillo obligó a hacer gimnasia a las letras hasta que todas, aunque cansadas, estuvieron derechas y seguras, ordenadas y bonitas.
El duendecillo capitán del cuaderno pasó revista a las letras alineadas en los renglones y se llevó las manos a la cabeza desesperado: ¡no estaban bien en fila y no había una igual a la otra! Una era alta y estirada, otras eran tan gordas que se salían por todas partes, unas se ponían como de puntillas y otras parecía que estaban sentadas. Y había unas inclinadas a la izquierda y otras a la derecha.
¡Un desastre! Andrés no era muy bueno en escritura porque iba muy deprisa, y así no le salían bien las letras.
¡Atención! ¡Uno-dos! ¡Uno-dos! ¡Uno-dos!
Enfadado, el duendecillo obligó a hacer gimnasia a las letras hasta que todas, aunque cansadas, estuvieron derechas y seguras, ordenadas y bonitas.
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