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miércoles, 28 de diciembre de 2011

El príncipe feliz

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?

-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.

Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.

Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.

-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.

Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.

Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.

Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.

-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.

Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.

-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.

-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.

Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.

-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!

Y la Golondrina se fue.

Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.

Entonces divisó la estatua sobre la columnita.

-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.

Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.

-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.

Y se dispuso a dormir.

Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.

-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces cayó una nueva gota.

-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.

Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.

La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.

Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.

-¿Quién sois? -dijo.

-Soy el Príncipe Feliz.

-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.

-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.

«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.

-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.

Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.

Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.

Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.

Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.

-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!

-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!

Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.

Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.

La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.

-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.

Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.

Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.

Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...

-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.

Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.

Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.

Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:

-¡Qué extranjera más distinguida!

Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.

-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?

-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.

-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.

Y se puso a llorar.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.

Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.

El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.

-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.

Y parecía completamente feliz.

Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.

Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.

-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.

-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.

Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

-He venido para deciros adiós -le dijo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.

-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.

-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.

Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.

-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.

- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.

-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.

-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.

Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.

Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.

-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.

Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.

Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.

Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.

-¡Qué hambre tenemos! -decían.

-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.

Y se alejaron bajo la lluvia.

Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.

-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.

Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.

Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.

-¡Ya tenemos pan! -gritaban.

Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.

Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.

Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.

La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.

Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.

-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.

-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.

-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.

El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.

A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.

Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!

-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.

Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.

-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.

-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.

-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.

Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.

-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.

-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

-O la mía -dijo cada uno de los concejales.

Y acabaron disputando.

-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.

Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.

-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.

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miércoles, 21 de diciembre de 2011

El león y el ratón agradecido

Un león había atrapado a un ratón e iba a comérselo.

- Déjame libre! -suplicó el ratón. - Antes o después será tú el que necesite mi ayuda.

Al rey de la selva le pareció tan divertido que lo soltó. Tiempo después, el león cayó en una red, pero llegó el ratón, royó las cuerdas y lo liberó.

- Como ves, -dijo el ratoncillo- a veces también los poderosos necesitan a los débiles.

Desde entonces el león no volvió a burlarse de los débiles.

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viernes, 16 de diciembre de 2011

El flautista de Hamelin

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquitante plaga.

Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".

Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".

Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.

Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

La adivinanza del zar

El zar había hecho prisionero al jefe de los rebeldes. La hija fue a verlo para suplicarle que perdonara a su amado padre. Era una joven muy bella, pero el zar la miró irónicamente.

- Soltaré a tu padre y me casaré contigo si eres capaz de acertar esta adivinanza. Si no lo consigues, mataré a tu padre y tú te casarás con un mozo de las cuadras.
- De acuerdo -dijo la joven. - ¿Cuál es la adivinanza?
- Tienes que venir ni vestida ni desnuda, ni a pie ni a caballo, ni con regalos ni sin regalos.

Al día siguiente, la joven se presentó al zar cubierta con una espesa red de pescador, de forma que no iba ni vestida ni desnuda; iba montada en una liebre, de forma que no iba ni a pie ni a caballo; en las manos llevaba una codorniz, que echó a volar ante el zar, de forma que había llevado regalos pero no los había llevado.

El zar, que admiraba a las personas ingeniosas tanto como a las animosas, mantuvo su palabra y se casó con la ingeniosa joven que supo burlarse de su trampa.

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miércoles, 30 de noviembre de 2011

La zorra sin cola

Una zorra había perdido la cola en un cepo y se avergonzaba muchísimo de su mutilación. Pensaba que era injusto que sólo a ella le faltara la cola y el mundo le parecería más agradable si también les faltara a todas las demás zorras, así que intentó convencer a sus congéneres para que se la cortaran.

- La cola es un peso inútil y además, no es muy elegante.

Contestaron entonces las demás zorras:

- Y, si es así, ¿por qué no te alegras de que te falte?

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viernes, 25 de noviembre de 2011

Pequeñas historias # 3

- Hoy iremos de paseo -dice papá Oso a sus pequeñuelos- y os enseñaré el bosque y algunos de sus peligros.
- ¿Peligros? -exclamó el hermanito mayor. - No creo en ellos.
- Pues hay muchos -dijo papá Oso. - Existen cazadores muy peligrosos...
- Bah; con escondernos...!
- También debéis tener cuidado al andar. Podríais tropezar con alguna piedra como ésta -insistió papá.
El osito pequeño dijo entonces:
- No les tengo ningún miedo, aunque sean tan grandes como ésta que he encontrado. ¿Qué te parece, papi?
- Oh, suéltala enseguida! Eso no es una piedra... Es un panal!
- ¿Un panal de miel? Con lo que a mí me gustan...
- Pero está lleno de abejas! Corramos, amtes de que nos piquen!
- Qué vergüenza! -exclamó el otro osito. - Tres osos grandes, y tener miedo de abejas tan pequeñas!

ººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººº

En algunas montañas de Asia hay cabras de Angora, sobre alturas que ningún ser humano puede alcanzar.

- Ayer vi a ese hombre del sombrero azul y guantes amarillos.
- Sí. Viene con su hijo a traer comida a nuestros pequeños.
- Oí cómo decían que tú y yo éramos seres raros. ¿Por qué raros?
- Porque nuestra especie no abunda y vivimos lejos de la civilización.
- Me quisieron hacer una foto pero, pero di un salto y me alejé rápidamente.
- Ahora han dado a nuestro hijo una zanahoria. Mira cómo se la come!
- Tendré que cambiar. La próxima vez me dejaré hacer la foto. Pero me molestó que el padre se riera de nosotros, diciendo que parecíamos dos colchones. Llamarme colchón a mí!
- Es por nuestra lana, que nos cubre y nos protege de nieves y fríos. No debes enojarte. Ellos nos quieren, ya que nos traen comida.


Pequeñas historias
Pequeñas historias # 2

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miércoles, 16 de noviembre de 2011

El molino de viento

En la cima del cerro había un molino de viento, de altivo aspecto; y la verdad es quese sentía muy orgulloso.

-No es que sea orgulloso -decía-, lo que sí soy muy ilustrado, por fuera y por dentro. Tengo el sol y la luna para mi uso externo y también interno, y además dispongo de velas de estearina, lámparas de aceite y bujías de sebo. Bien puedo decir que soy un molino de luces; un ser inteligente y tan perfecto, que da gusto. Tengo en el pecho una rueda, y cuatro alas dispuestas sobre la cabeza, inmediatamente debajo del sombrero. Las aves, en cambio, poseen sólo dos, y las llevan en la espalda. De nacimiento soy holandés, bien se nota por mi figura; un holandés volante que, como no ignoro, figura entre los seres sobrenaturales, y, con todo, soy perfectamente natural. Tengo una galería alrededor del estómago y una vivienda en la parte inferior; en ella habitan mis pensamientos. Al más fuerte de ellos, el que manda y domina, lo llaman los demás «el molinero». Ése sabe lo que se trae entre manos, y está muy por encima de la harina y la sémola; sin embargo, tiene a su compañera, la «molinera». Ella es el corazón; no corre sin ton ni son de un lado para otro, pues también ella sabe lo que quiere y lo que puede; es suave como una leve brisa, y fuerte como un vendaval; es prudente y logra imponer su voluntad. Es mi sentido de la suavidad, el padre es el de la dureza. Aunque son dos, forman una sola persona, y entre ellos se llaman «mi mitad». Tienen hijos: pequeños pensamientos que crecerán. ¡Cuántas diabluras cometen los rapaces! No hace mucho me sentía deprimido e hice que el padre y sus oficiales examinasen mi mecanismo y la rueda que tengo en el pecho; quería saber lo que me ocurría, pues algo en mí no marchaba como debiera, y conviene vigilarse; los pequeñuelos metieron un ruido infernal, cosa muy enfadosa cuando se vive en la cumbre de una colina. Hay que contar con que todos te ven, y no se debe despreciar la opinión pública. Pero, como iba diciendo, los chiquillos cometieron una de travesuras... El más chiquitín se me subió sobre el sombrero, y armó tal alboroto que me daba cosquillas.

Los pensamientos chicos pueden crecer, lo sé por experiencia. Y de fuera vienen también pensamientos, y no precisamente de mi linaje, pues no veo a ningún pariente en todo lo que alcanza mi vista; estoy sólo. Pero las casas sin alas, donde no se oye el girar de la rueda, tienen también pensamientos que vienen a reunirse con los míos y se enamoran unos de otros, como suele decirse. Es bien asombroso. ¡La de cosas extrañas que hay en el mundo! No sé si me ha venido de dentro o de fuera, pero el hecho es que ha habido un cambio en mi mecanismo. Es algo así como si el padre hubiese cambiado su mitad, como si hubiera venido un sentido más dulce aún, una compañera más amorosa, joven y buena y, sin embargo, la misma, pero más dulce y más piadosa a medida que pasa el tiempo. Lo amargo se ha evaporado; el conjunto resulta muy agradable. Van y vienen los días, cada vez más claros y alegres, hasta que -sí, dicho y escrito está- llegará uno en que todo habrá terminado para mí, aunque no del todo. Me derribarán para reconstruirme, nuevo y mejor. Desapareceré, pero seguiré viviendo. Seré distinto y, no obstante, seré el mismo. Esto me resulta muy difícil de comprender, pese a toda mi ilustración y a que me iluminan el sol, la luna, la estearina, el aceite y el sebo. Mis viejas paredes y habitaciones volverán a alzarse de entre los escombros. Espero que conservaré mis antiguos pensamientos: el molinero, la madre, los mayores y los chicos, la familia, como los llamo en conjunto, uno y, sin embargo, tantos, todo el conjunto de pensamientos, que ya me es imprescindible. Y tengo que seguir también siendo yo mismo, con la rueda en el pecho, las alas sobre la cabeza, la galería en torno al estómago; de otro modo no me reconocería, y tampoco me reconocerían los demás, y no podrían decir: «Ahí tenemos el molino en la colina, tan apuesto pero nada orgulloso».

Todo ésto dijo el molino, y muchas cosas más; pero lo más importante es lo que hemos apuntado.

Y vinieron los días y se fueron, hasta que llegó el último. Estalló un incendio en el molino; se elevaron las llamas, proyectándose hacia fuera y hacia dentro, lamiendo las vigas y planchas y devorándolas. Se desplomó el edificio, y no quedó de él más que un montón de cenizas. De él se levantaba una columna de humo, que el viento dispersó.

Lo que de vivo había en el molino, vivo quedó, y, en vez de sufrir daños, más bien salió ganando. La familia del molinero, un alma con muchos pensamientos, se construyó un molino nuevo y hermoso para su servicio, de aspecto exactamente igual al anterior, por lo que la gente decía: «Ahí está el molino de la colina, altivo y apuesto». Pero estaba mejor construido, más a la moderna, pues los tiempos progresan. Los viejos maderos, carcomidos y esponjosos, yacían convertidos en polvo y ceniza; el cuerpo del molino no volvió a levantarse, como él había creído; había dado fe a las palabras, pero no hay que tomar las cosas tan al pie de la letra.

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miércoles, 9 de noviembre de 2011

Pequeñas historias # 2

El nido del águila se halla en puntos escarpados, donde se ampara en la soledad de las cumbres para construir su nido lejos de otros animales.

El águila se alimenta casi exclusivamente de carne fresca y es aficionada a atacar a animales incluso mayores que ella, como el zorro.

Una mañana, desde el balcón de su nido, mamá águila real vio acercarse a dos águilas vecinas.

- Buenos días, señora águila real -dijo una de ellas. - ¿Está tomando usted el primer sol del día?
- Estoy con mis hijos esperando a que venga papá con nuestra comida. ¿Han visto ustedes a mi esposo?
- Le vimos ocupado en la cacería de una liebre. Hoy están de enhorabuena, porque tendrán comida magnífica.
- Ya viene papá! -anunció uno de los pequeños aguiluchos.
- Adiós, y que les aproveche!
- Adiós amigas!


Pequeñas historias
Pequeñas historias # 3

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

La piedra de pedernal

Un valiente soldado que volvía de la guerra se encontró con una bruja.

- ¿Te gustaría ser rico? -le preguntó.

Esas cosas ni se preguntan! El soldado siguió las indicaciones de la vieja y se metió en una cueva, donde halló un arca con monedas de oro. La custodiaba un perro más feroz que un tigre, pero la bruja le había enseñado un hechizo para amansarlo.

El soldado se llenó los bolsillos y el zurrón de monedas y salió; pero antes buscó y cogió una piedra de pedernal que la abuela de la bruja había perdido en aquella cueva hacía siglos.

La bruja le había dicho que solo quería el pedernal, pero pensaba quitarle todo el oro también. Como él se lo imaginaba, la mató antes de que ella recurriera a algún hechizo. Y se quedó también con el pedernal, con el que no sabía qué hacer. Lo metió en el bolsillo y no volvió a acordarse de él.

Ahora era rico y se trasladó a la ciudad, donde vivió como un señor.

Una noche, las calles estaban tan oscuras que no se veía nada. El soldado se acordó del pedernal y lo frotó para hacer fuego: al punto se presentó el perrazo embrujado de la cueva, que se puso a sus órdenes para satisfacer todos sus deseos. Cuando el soldado quería algo llamaba al perro, que inmediatamente corría a complacerle.

Un día el soldado pidió el mayor deseo: ver a la hija del rey, que estaba encerrada en el palacio y a la que nadie había visto. El perro desapareció: pronto volvió con la princesa montada en su lomo. Poco después los jóvenes se enamoraron y se casaron.

El banquete nupcial duró ocho días y el perro embrujado tuvo un lugar en la mesa junto a los dignatarios del reino, en señal de agradecimiento de sus augustos amos.

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miércoles, 26 de octubre de 2011

Pequeñas historias

En las altas cumbres existen riscos que jamás alcanzará el hombre. Son rocas tan estrechas que únicamente las patitas de las cabras monteses pueden afirmarse en ellas.

Para llegar a lo alto hay unas cabinas pendientes de cables, desde las que los viajeros pueden contemplar las piruetas y saltos de las cabras.

Al subir o bajar la cabina y acercarse a los animales, siempre hay viajeros que quieren sacarles fotos.

Y se diría que la cabra montés se da perfecta cuenta del interés que despierta, ya que parece adoptar una figura interesante, como si preguntase:

- A ver, ¿estoy bien así o me pongo de perfil? Tenga cuidado, porque en esta postura salgo más favorecida. Esperen ustedes a que vuelva la mirada más a la derecha...

Y aún añade:

- Un momento: no quiero que parezca mi cola demasiado larga...

ººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººº

La familia de marmotas se prepara a pasar su larga noche invernal. A muchos niños les habrán dicho ésto alguna vez "Duermes más que una marmota". Y suele decirse, porque la marmota es un animalito que al llegar los fríos se mete en su cueva y permanece durante meses aletargada o dormida.

- ¡Vamos, hijos míos, poned la hierba dentro de casa!
- Ya hemos comido mucho, mamá. ¿Para qué queremos tanta hierba?
- Para cerrar bien nuestra casita. Y así dormiremos tan ricamente.
- ¿Cuánto vamos a dormir?
- Todo el invierno, hijitos.
- ¿Y cuánto es todo el invierno?
- Son días, semanas y meses seguidos. Dormiremos el invierno entero, hasta que desaparezca el frío y nazcan muchas flores sobre la hierba del campo. Entonces habrá llegado el momento y os abriré la puerta de la cueva para que salgáis a corretear.


Pequeñas historias # 2
Pequeñas historias # 3

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miércoles, 19 de octubre de 2011

El monte de los elfos

Había una gran fiesta aquella noche en honor del rico y poderoso Gnomo del Norte. Se había quedado viudo y decidió buscar esposa para sus dos hijos, que venían con él para elegir esposa entre las siete hijas del rey de los Elfos.

El Gnomo del Norte, con su corona de carámbanos y agujas de abeto, era tan cortés y simpático como arrogantes y maleducados eran sus hijos. A las siete hermanas no les habían gustado, pero su padre era un personaje demasiado importante como para rechazarlos; al Gnomo del Norte tampoco le gustaban las jóvenes. Eran bellas y sabían hacer muchas cosas extrañas, como volverse invisibles o imitar las sombras, pero no sabían nada de lo necesario para llevar una casa y hacerla alegre y tranquila.

La hermana pequeña todavía no había aprendido magias extraordinarias pero cantaba y contaba historias maravillosas. A los gnomos lo que más les gusta son las canciones y las historias, como es bien sabido.

Al oírla, el sabio Gnomo del Norte no dudó más: ¡aquélla era la mujer ideal! Pero, en vez de para sus hijos, la pidió para sí mismo.

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miércoles, 12 de octubre de 2011

David Croqueta, arquitecto y cazador

David Croqueta era hijo de un cazador y vivía muy feliz en el bosque rodeado de un sinfín de amiguitos -su perro, ardillas, pájaros, ratones- con los que no paraba de jugar.

Como se acercaba el invierno y David no quería que el frío le separase de sus amiguitos animales, les propuso hacer una casita y él dibujó los planos.

Los amiguitos de David Croqueta aplaudieron entusiasmados su idea y todos ellos le ofrecieron su colaboración para que la casita estuviese terminada cuanto antes. Y así fue como todos se pusieron al trabajo, cada cual según sus posibilidades, pero sin que ninguno de ellos se hiciera el remolón.

Pero ni David Croqueta ni sus amiguitos habían contado con la mala idea del Raposo Tuerto, un zorro viejo que años atrás había sido pirata y que cuando les vio comenzar la casita de madera, rezongó entre dientes: "No la terminaréis".

Aquel malintencionado esperó a que David Croqueta y sus amigos suspendiesen el trabajo para irse a comer. Luego, ya solo, se acercó a la casita y arremetió con fuerza contra los maderos y no paró hasta derribar toda la edificación.

Cuando David Croqueta y sus compañeros vieron cómo había quedado su casita, se enfadaron mucho ¡y con razón! Pero no se cruzaron de brazos sino que decidieron darle su merecido al Raposo entrometido y, después de armar una jaula salieron tras sus huellas para darle caza.

Como David Croqueta contaba con buenos ayudantes, no fue difícil encontrar la guarida que servía de escondite al Raposo Tuerto. Y pusieron la jaula delante del cubil para que, cuando el viejo pirata saliese a hacer otra de las suyas, quedase encerrado sin remisión.

Todo pasó como había previsto David Croqueta, y el Raposo fue apresado y enviado a un zoológico. Luego terminaron su casita, donde vivieron felices y contentos sin que aquel entrometido los volviese a molestar.

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miércoles, 5 de octubre de 2011

La reina de las abejas

Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban "el bobo", púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?

Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo: - Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.

Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso: - Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.

Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero "el bobo" los detuvo, repitiendo: - Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.

Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado.

A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: "En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra".

Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor: encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a "el bobo", el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.

El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar "el bobo" a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.

El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.

Compareció entonces la reina de las abejas, que "el bobo" había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y "el bobo" se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

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martes, 27 de septiembre de 2011

La esfera de cristal

Una nave que transportaba entre su carga una prodigiosa esfera de cristal, enviada como regalo al emperador del Japón, naufragó. Cuando el emperador se enteró, mandó a los mejores buceadores en su busca, pero sin resultado.

Se presentó una mujer pequeña y delicada con su hijito en brazos, y pidió que la dejaran intentarlo a ella. Parecía imposible que pudiera conseguir lo que no habían conseguido los mejores buceadores, pero ella explicó que, si lo conseguía, con el premio podría hacer que su hijo, Kamatari, fuera samurai.

Le dieron permiso. Ella se ató a una cuerda y se lanzó al agua. Bajó hasta el fondo del mar, donde estaba el palacio de los dragones: la esfera estaba allí, robada por los señores de los abismos. La mujer la agarró y comenzó a ascender lentamente, pero los más espantosos monstruos marinos la atacaron.

Con su puñal se abrió el pecho y escondió allí la esfera, donde la encontraron cuando su cuerpo fue subido hasta la nave. Recuperada la esfera, el emperador mantuvo la palabra dada a la heroica madre y Kamatari se convirtió en un valiente samurai.

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jueves, 22 de septiembre de 2011

Yo soy el Zorro

- Yo soy... el Zorro. Dicen que soy un embustero. Vendo corchos por nueces y bolitas por aceitunas. Engaño a todos los que puedo. Me paso la vida vendiend mentiras.

El gato, el perro y el chanchito no me creen, pero la ovejita sí. Siempre me compra sin protestar, ayer le vendí pedritas por caramelos y la tonta se las comió. Los animales que no me quieren se unen para proteger a la oveja. Dicen que van a castigarme.

No hacen más que hablar. Mientras, yo sigo vendiendo y engañanado a todos los que puedo. El perro ladra enojado, el gato maúlla, el chanchit gruñe y el ganso alborotado aturde más y más.

La ovejita corre y salta todo el día, nunca pensó en trabajar.
Un pajarito le pregunta:

- ¿No piensas estudiar? ¿No quieres aprender?
- ¿Para qué? A mí solo me gusta jugar -responde ella.
- Así, siempre te engañarán.

Hago callar al ave imprudente que habla de más y me acerco a la oveja para tratar de venderle algo... un aparato de ésos que le llaman espaciales o platos voladores. Encontré una calesita abandonada y con algunos arreglitos puedo sacarle mucho dinero.

- Esto gira ligerito, ligerito, y sube como un ascensor. Podrás pasear en él y correr por otros planetas. Verás qué divertido -le dice el zorro a la oveja.

La ovejita entusiasmada se dispone a subir y ya va a pagarle, cuando de pronto llegan el gato, el chanchito y el perro. Este último dice al zorro:

- ¡Primero lo probarás tú! ¡Sube!

Y el zorro que no, y ellos que sí. Y al final ganan ellos. La calesita empieza a dar vueltas y más vueltas.

- ¡Qué mal me siento! -dice el zorro, y allí sale por el aire.

Y justo va a caer en un cactus lleno de espinas.

- ¡Ayyy, cómo pinchan! Tengo cien, doscientas, mil espinitas clavadas. Me pasaré días y días tratando de sacármelas. Y ellos ríen y ríen de mi desgracia. Estoy pensando que más me conviene portarme bien.

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domingo, 18 de septiembre de 2011

El águila, el cuervo y el pastor

Lanzándose desde una cima, un águila arrebató a un corderito.

La vio un cuervo y tratando de imitar al águila, se lanzó sobre un carnero, pero con tan mal conocimiento en el arte que sus garras se enredaron en la lana, y batiendo al máximo sus alas no logró soltarse.

Viendo el pastor lo que sucedía, cogió al cuervo, y cortando las puntas de sus alas, se lo llevó a sus niños.

Le preguntaron sus hijos qué clase de ave era aquella, y les dijo:

- Para mí, sólo es un cuervo; pero él, se cree águila.

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miércoles, 14 de septiembre de 2011

La alondra y sus crías

Una alondra había hecho su nido a principios de la primavera en el joven trigo verde. Sus crías habían alcanzado casi todo su desarrollo y conocían el uso de sus alas y su cuerpo estaba ya lleno de plumas, cuando el dueño del campo, revisando su cosecha madura, dijo:

- Ha llegado el momento en que debo pedir a todos mis vecinos que me ayuden con la cosecha.

Una de las alondras jóvenes oyó su decir y lo relató a su madre, preguntándole a qué lugar deberían moverse para su seguridad.

- No hay ninguna necesidad para moverse aún, mi hija -contestó. - El hombre que busca a sus amigos para ayudarle con su cosecha no está realmente preparado.

El dueño del campo vino otra vez unos días más tarde y vio que el trigo empezaba a mostrar exceso de madurez. Él dijo:

- Vendré yo mismo mañana con mis trabajadores y con tantas segadoras como pueda alquilar, y entraré a cosechar.

La alondra madre al oír estas palabras le dijo a sus hijas:

- Ahora sí es el momento para partir, mis pequeñas, ya que el hombre sí lo hará esta vez; él ya no pedirá a sus amigos manejarle su cosecha, sino que cosechará el campo él mismo.

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sábado, 10 de septiembre de 2011

El duendecillo del cuaderno

El reloj dio la última campanada de la medianoche y todas las cosas que estaban en la habitación oscura cobraron vida. Hasta los cuadernos guardados en la cartera de Andrés, preparados para ir a la escuela al día siguiente, y hasta las palabras que sin mucho esmero -todo hay que decirlo- estaban escritas en los cuadernos.

El duendecillo capitán del cuaderno pasó revista a las letras alineadas en los renglones y se llevó las manos a la cabeza desesperado: ¡no estaban bien en fila y no había una igual a la otra! Una era alta y estirada, otras eran tan gordas que se salían por todas partes, unas se ponían como de puntillas y otras parecía que estaban sentadas. Y había unas inclinadas a la izquierda y otras a la derecha.

¡Un desastre! Andrés no era muy bueno en escritura porque iba muy deprisa, y así no le salían bien las letras.

¡Atención! ¡Uno-dos! ¡Uno-dos! ¡Uno-dos!

Enfadado, el duendecillo obligó a hacer gimnasia a las letras hasta que todas, aunque cansadas, estuvieron derechas y seguras, ordenadas y bonitas.

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martes, 6 de septiembre de 2011

Pajarillo que no canta

Un pobre remendón quería muchísimo a su hija; sólo con verla le entraban ganas de cantar de alegría. Pero la joven era muda y por eso los vecinos la llamaban "Pajarillo que no canta".

Un día, el hijo del rey enfermó y un hada dijo que sólo podría curarlo el pajarillo que no canta. Nadie sabía a qué pájaro se refería, pero se enviaron mensajes por todo el reino para premiar a quien encontrara el ave.

La noticia llegó hasta el zapatero, que llevó a su hija a palacio. Pero el rey, sintiéndose burlado al ver que no era un pájaro de verdad sino una joven muda, mandó a prisión al padre y a la hija.

Justo en aquel momento, el príncipe con voz lastimera exclamó en su lecho:
- ¡Han enjaulado al Pajarillo que no canta!

Y la joven en prisión cantó por primera vez:

"Pajarillo que no canta,
volará hasta tu estancia.
Su nido muy alto hará,
muda nunca más será."

En cuanto el rey lo supo, soltó a la muchacha. El príncipe sanó y se casó con ella.

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viernes, 2 de septiembre de 2011

Calandrino y el "heliotropo"

Calandrino, un pintor florentino no muy espabilado, era la víctima preferida de las breomas de sus amigos, Bruno y Buffalmacco, también pintores.

Un día, lo invitaron a ir con ellos a la ribera del río para buscar el mágico "heliotropo"; una piedra que, según ellos, tenía el poder de hacer invisibles a quien la tomara en su mano. El heliotropo es en realidad una planta de florecillas lilas con aroma a vainilla.

- ¿Y cómo sabremos cuál es? -preguntó Calandrino.
- Es una piedra negra -dijo Buffalmacco. Tomaremos todas las piedras negras hasta que uno de nosotros se haga invisible.

Calandrino quería ser el que encontrara el heliotropo, y recogió muchas piedras. Al rato, sus amigos fingieron que no lo veían.

- ¿Dónde está Calandrino?
- ¡ Estaba aquí hace un momento!

Calandrino, al oír las palabras de sus amigos, creyó haber encontrado el heliotropo y muy contento se alejó corriendo a toda velocidad para no compartir con nadie su fortuna... aguantando, eso sí, sin rechistar las pedradas que sus bromistas amigos le tiraban.

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lunes, 29 de agosto de 2011

El viejo Rinkrank

Érase una vez un rey que tenía una hija. Se hizo construir una montaña de cristal y dijo:

- El que sea capaz de correr por ella sin caerse, se casará con mi hija.

He aquí que se presentó un pretendiente y preguntó al Rey si podría obtener la mano de la princesa.

- Sí -respondióle el Rey-; si eres capaz de subir corriendo a la montaña sin caerte, la princesa será tuya.

Dijo entonces la hija del Rey que subiría con él y lo sostendría si se caía. Emprendieron el ascenso, y, al llegar a media cuesta, la princesa resbaló y cayó y, abriéndose la montaña, precipitóse en sus entrañas, sin que el pretendiente pudiese ver dónde había ido a parar, pues el monte se había vuelto a cerrar enseguida. Lamentóse y lloró el mozo lo indecible, y también el Rey se puso muy triste, y dio orden de romper y excavar la montaña con la esperanza de rescatar a su hija; pero no hubo modo de encontrar el lugar por el que había caído.

Entretanto, la princesa, rodando por el abismo, había ido a dar en una cueva profundísima y enorme, donde salió a su encuentro un personaje muy viejo, de luenga barba blanca, y le dijo que le salvaría la vida si se avenía a servirle de criada y a hacer cuanto le mandase; de lo contrario, la mataría. Ella cumplió todas sus órdenes.

Al llegar la mañana, el individuo se sacó una escalera del bolsillo y, apoyándola contra la montaña, subióse por ella y salió al exterior, cuidando luego de volver a recoger la escalera. Ella hubo de cocinar su comida, hacer su cama y mil trabajos más; y así cada día; y cada vez que regresaba el hombre, traía consigo un montón de oro y plata. Al cabo de muchos años de seguir así las cosas y haber envejecido él en extremo, dio en llamarla «Dama Mansrot», y le mandó que ella lo llamase a él «Viejo Rinkrank».

Un día en que el viejo había salido como de costumbre, hizo ella la cama y fregó los platos. Luego cerró bien todas las puertas y ventanas, dejando abierta sólo una ventana de corredera por la que entraba la luz. Cuando volvió el viejo Rinkrank, llamó a la puerta, diciendo:

- ¡Dama Mansrot, ábreme!

- No -respondió ella-, no, viejo Rinkrank, no te abriré.

Dijo él entonces:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, friega los platos».

- Ya he fregado los platos- respondió ella.

Y prosiguió él:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, hazme la cama».

- Ya hice tu cama -respondió ella.

Y él, de nuevo:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, ábreme la puerta».

Dando la vuelta a la casa, vio que el pequeño tragaluz estaba abierto, y pensó: «Echaré una miradita para ver qué está haciendo, y por qué se niega a abrirme la puerta». Y, al tratar de meter la cabeza por el tragaluz, se lo impidió la barba. Entonces empezó introduciendo la barba en la ventanilla, y, cuando ya la tuvo dentro, acudió Dama Mansrot, cerró el postigo y lo ató con una cinta, dejándolo bien sujeto, con la barba aprisionada en él. ¡Qué alaridos daba el viejo, lamentándose y quejándose de dolor, y rogando a la mujer que lo soltase! Pero ella le replicó que no lo haría sino a cambio de la escalera con que él salía de la montaña.

Atando una larga cuerda a la ventana, colocó la escalera debidamente y trepó por ella hasta llegar a cielo abierto; entonces, tirando desde arriba, levantó la tapa del tragaluz. Marchóse luego en busca de su padre y le refirió sus aventuras. Alegróse el Rey y le dijo que su novio aún vivía. Y saliendo todos a excavar la montaña, encontraron al fondo al Viejo Rinkrank con todo su oro y plata. Mandó el Rey ejecutar al viejo y se llevó todos sus tesoros. La princesa se casó con su novio, y vivieron felices y satisfechos.

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jueves, 25 de agosto de 2011

Por qué no tiene cola el oso

Cuando el oso todavía tenía cola, se encontró con una zorra cargada de peces. Los había robado, pero dijo que los había pescado:

- Es muy sencillo, basta con hacer un agujero en el hielo y meter la cola. Los peces vienen a morderla y se quedan pegados.

El oso probó. A pesar del frío permaneció con la cola en el agujero tanto tiempo que el agua volvió a helarse y lo aprisionó. Para liberarla, tuvo que tirar tan fuerte que se le rompió... y todavía no le ha vuelto a crecer.

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domingo, 21 de agosto de 2011

El dragón de las cien cabezas

Un caballero, al atravesar un bosque, vio asomar entre la maleza un dragón monstruoso. El hombre era muy valiente y ya había luchado y vencido a muchos dragones, incluso mayores; pero aquél tenía innumerables cuellos, al menos un centenar, con otras tantas cabezas e igual número de horripilantes fauces abiertas.

Fácil le hubiera sido vencer a un dragón de tres cabezas, e incluso a uno con siete, ¡pero a aquél! El caballero dejó todo y escapó. Hizo muy mal. El dragón, precisamente a causa de aquella maraña de cuellos, jamás habría conseguido salir de la maleza y por tanto era inofensivo.

Poco después, el caballero descubrió entre la maleza otro dragón, éste con una sola cabeza, por lo cual se enfrentó a él osadamente empuñando la espada; pero éste, aunque sólo tenía una cabeza, tenía cien brazos, y en un instante se libró de la maleza y también del incauto caballero, que quedó desarmado y muerto en un santiamén.

Y así puede verse que más valen cien brazos que obedezcan a una sola cabeza que cien cabezas que manden.

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miércoles, 17 de agosto de 2011

Tortolina y el petirrojo

Un orfebre tenía dos hijas: la mayor, que era bellísima y orgullosa, se llamaba Reinecilla, y la menor, a la que le gustaba mucho cantar, se llamaba Tortolina.

El padre tenía debilidad por la hija mayor. Decía que sólo la casaría con un rey, mientras que a Tortolina se la hubiera dado al primero que la hubiera pedido, por muy humilde que éste fuera.

A Tortolina no le preocupaba ésto. Tenía un amiguito, un petirrojo, y juntos hacían unos dúos maravillosos.

- ¡Tortolina ha encontrado marido! -se burlaba su hermana.

Un día un joven se presentó al orfebre y le pidió a Tortolina por esposa. El padre aceptó inmediatamente.

Después le tocó el turno a Reinecilla. El pretendiente iba vestido de aldeano, pero todos le llamaban Reyezuelo: el padre no dudó un instante que se tratara del hijo del rey disfrazado, venido de muy lejos para casarse con su Reinecilla.

Pero cuál no sería no sería su sorpresa cuando descubrió que Reyezuelo sólo tenía de rey el nombre, y que el esposo de Tortolina era el ¡príncipe Petirrojo, primo del rey!

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sábado, 13 de agosto de 2011

La lámpara azul

Érase un soldado que durante muchos años había servido lealmente a su rey. Al terminar la guerra, el mozo, que, debido a las muchas heridas que recibiera, no podía continuar en el servicio, fue llamado a presencia del Rey, el cual le dijo:

- Puedes marcharte a tu casa, ya no te necesito. No cobrarás más dinero, pues sólo pago a quien me sirve.

Y el soldado, no sabiendo cómo ganarse la vida, quedó muy preocupado y se marchó a la ventura. Anduvo todo el día, y al anochecer llegó a un bosque. Divisó una luz en la oscuridad, y se dirigió a ella. Así llegó a una casa, en la que habitaba una bruja.

- Dame albergue, y algo de comer y beber -pidióle- para que no me muera de hambre.

- ¡Vaya! -exclamó ella-. ¿Quién da nada a un soldado perdido? No obstante, quiero ser compasiva y te acogeré, a condición de que hagas lo que voy a pedirte.

- ¿Y qué deseas que haga? -preguntó el soldado.

- Que mañana caves mi huerto.

Aceptó el soldado, y el día siguiente estuvo trabajando con todo ahínco desde la mañana, y al anochecer, aún no había terminado.

- Ya veo que hoy no puedes más; te daré cobijo otra noche; pero mañana deberás partirme una carretada de leña y astillarla en trozos pequeños.

Necesitó el mozo toda la jornada siguiente para aquel trabajo, y, al atardecer, la vieja le propuso que se quedara una tercera noche.

- El trabajo de mañana será fácil -le dijo-. Detrás de mi casa hay un viejo pozo seco, en el que se me cayó la lámpara. Da una llama azul y nunca se apaga; tienes que subírmela.

Al otro día, la bruja lo llevó al pozo y lo bajó al fondo en un cesto. El mozo encontró la luz e hizo señal de que volviese a subirlo. Tiró ella de la cuerda, y, cuando ya lo tuvo casi en la superficie, alargó la mano para coger la lámpara.

- No -dijo él, adivinando sus perversas intenciones-. No te la daré hasta que mis pies toquen el suelo.

La bruja, airada, lo soltó, precipitándolo de nuevo en el fondo del pozo, y allí lo dejó.

Cayó el pobre soldado al húmedo fondo sin recibir daño alguno y sin que la luz azul se extinguiese. ¿De qué iba a servirle, empero? Comprendió enseguida que no podría escapar a la muerte. Permaneció tristemente sentado durante un rato. Luego, metiéndose, al azar, la mano en el bolsillo, encontró la pipa, todavía medio cargada. "Será mi último gusto", pensó; la encendió en la llama azul y se puso a fumar. Al esparcirse el humo por la cavidad del pozo, aparecióse de pronto un diminuto hombrecillo, que le preguntó:

- ¿Qué mandas, mi amo?.

- ¿Qué puedo mandarte? -replicó el soldado, atónito.

- Debo hacer todo lo que me mandes -dijo el enanillo.

- Bien -contestó el soldado-. En ese caso, ayúdame, ante todo, a salir del pozo.

El hombrecillo lo cogió de la mano y lo condujo por un pasadizo subterráneo, sin olvidar llevarse también la lámpara de luz azul. En el camino le fue enseñando los tesoros que la bruja tenía allí reunidos y ocultos, y el soldado cargó con todo el oro que pudo llevar.

Al llegar a la superficie dijo al enano:

- Ahora amarra a la vieja hechicera y llévala ante el tribunal.

Poco después veía pasar a la bruja, montada en un gato salvaje, corriendo como el viento y dando horribles chillidos. No tardó el hombrecillo en estar de vuelta:

- Todo está listo -dijo-, y la bruja cuelga ya de la horca. ¿Qué ordenas ahora, mi amo?.

- De momento nada más -le respondió el soldado-. Puedes volver a casa. Estáte atento para comparecer cuando te llame.

- Pierde cuidado -respondió el enano-. En cuanto enciendas la pipa en la llama azul, me tendrás en tu presencia. - Y desapareció de su vista.

Regresó el soldado a la ciudad de la que había salido. Se alojó en la mejor fonda y se encargó magníficos vestidos. Luego pidió al fondista que le preparase la habitación más lujosa que pudiera disponer. Cuando ya estuvo lista y el soldado establecido en ella, llamando al hombrecillo negro, le dijo:

- Serví lealmente al Rey, y, en cambio, él me despidió, condenándome a morir de hambre. Ahora quiero vengarme.

- ¿Qué debo hacer? -preguntó el enanito.

- Cuando ya sea de noche y la hija del Rey esté en la cama, la traerás aquí dormida. La haré trabajar como sirvienta.

- Para mí eso es facilísimo -observó el hombrecillo-. Mas para ti es peligroso. Mal lo pasarás si te descubren.

Al dar las doce abrióse la puerta bruscamente, y se presentó el enanito cargado con la princesa.

- ¿Conque eres tú, eh? -exclamó el soldado-. ¡Pues a trabajar! Ve a buscar la escoba y barre el cuarto.

Cuando hubo terminado, la mandó acercarse a su sillón y, alargando las piernas, dijo:

- ¡Quítame las botas! -y se las tiró a la cara, teniendo ella que recogerlas, limpiarlas y lustrarlas. La muchacha hizo sin resistencia todo cuanto le ordenó, muda y con los ojos entornados. Al primer canto del gallo, el enanito volvió a trasportarla a palacio, dejándola en su cama.

Al levantarse a la mañana siguiente, la princesa fue a su padre y le contó que había tenido un sueño extraordinario:

- Me llevaron por las calles con la velocidad del rayo, hasta la habitación de un soldado, donde hube de servir como criada y efectuar las faenas más bajas, tales como barrer el cuarto y limpiar botas. No fue más que un sueño, y, sin embargo, estoy cansada como si de verdad hubiese hecho todo aquello.

- El sueño podría ser realidad -dijo el Rey-. Te daré un consejo: llénate de guisantes el bolsillo, y haz en él un pequeño agujero. Si se te llevan, los guisantes caerán y dejarán huella de tu paso por las calles.

Mientras el Rey decía esto, el enanito estaba presente, invisible, y lo oía. Por la noche, cuando la dormida princesa fue de nuevo transportada por él calles a través, cierto que cayeron los guisantes, pero no dejaron rastro, porque el astuto hombrecillo procuró sembrar otros por toda la ciudad. Y la hija del Rey tuvo que servir de criada nuevamente hasta el canto del gallo.

Por la mañana, el Rey despachó a sus gentes en busca de las huellas; pero todo resultó inútil, ya que en todas las calles veíanse chiquillos pobres ocupados en recoger guisantes, y que decían:

- Esta noche han llovido guisantes.

- Tendremos que pensar otra cosa -dijo el padre-. Cuando te acuestes, déjate los zapatos puestos; antes de que vuelvas de allí escondes uno; ya me arreglaré yo para encontrarlo.

El enanito negro oyó también aquellas instrucciones, y cuando, al llegar la noche, volvió a ordenarle el soldado que fuese por la princesa, trató de disuadirlo, manifestándole que, contra aquella treta, no conocía ningún recurso, y si encontraba el zapato en su cuarto lo pasaría mal.

- Haz lo que te mando -replicó el soldado; y la hija del Rey hubo de servir de criada una tercera noche. Pero antes de que se la volviesen a llevar, escondió un zapato debajo de la cama.

A la mañana siguiente mandó el Rey que se buscase por toda la ciudad el zapato de su hija. Fue hallado en la habitación del soldado, el cual, aunque -aconsejado por el enano- se hallaba en un extremo de la ciudad, de la que pensaba salir, no tardó en ser detenido y encerrado en la cárcel.

Con las prisas de la huida se había olvidado de su mayor tesoro, la lámpara azul y el dinero; sólo le quedaba un ducado en el bolsillo. Cuando, cargado de cadenas, miraba por la ventana de su prisión, vio pasar a uno de sus compañeros. Lo llamó golpeando los cristales, y, al acercarse el otro, le dijo:

- Hazme el favor de ir a buscarme el pequeño envoltorio que me dejé en la fonda; te daré un ducado a cambio.

Corrió el otro en busca de lo pedido, y el soldado, en cuanto volvió a quedar solo, apresuróse a encender la pipa y llamar al hombrecillo:

- Nada temas -dijo éste a su amo-. Ve adonde te lleven y no te preocupes. Procura sólo no olvidarte de la luz azul.

Al día siguiente se celebró el consejo de guerra contra el soldado, y, a pesar de que sus delitos no eran graves, los jueces lo condenaron a muerte. Al ser conducido al lugar de ejecución, pidió al Rey que le concediese una última gracia.

- ¿Cuál? -preguntó el Monarca.

- Que se me permita fumar una última pipa durante el camino.

- Puedes fumarte tres -respondió el Rey-, pero no cuentes con que te perdone la vida.

Sacó el hombre la pipa, la encendió en la llama azul y, apenas habían subido en el aire unos anillos de humo, apareció el enanito con una pequeña tranca en la mano y dijo:

- ¿Qué manda mi amo?

- Arremete contra esos falsos jueces y sus esbirros, y no dejes uno en pie, sin perdonar tampoco al Rey, que con tanta injusticia me ha tratado.

Y ahí tenéis al enanito como un rayo, ¡zis, zas!, repartiendo estacazos a diestro y siniestro. Y a quien tocaba su garrote, quedaba tendido en el suelo sin osar mover ni un dedo. Al Rey le cogió un miedo tal que se puso a rogar y suplicar y, para no perder la vida, dio al soldado el reino y la mano de su hija.

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martes, 9 de agosto de 2011

El lobo y la zorra

El lobo había tomado como criada a una zorra. La pobre zorra no soportaba a su amo, pero como el lobo era más fuerte que ella, no tenía más remedio que servirlo.

- ¡Vete a buscar algo de comer! -le ordenaba el lobo. - ¡O si no, te como a ti!

La zorra unas veces robaba un corderillo, otras los buñuelos de la ventana de la cocina de casas de la aldea cercana, y siempre conseguía que no la descubrieran.

Todo habría ido bien si el lobo, glotón e imprudente, no hubiera ido después en persona a robar otro corderillo o los buñuelos. Como terminaba apaleado, la tomaba con la zorra.

Un día el lobo volvió a decir:
- Zorra, tráeme algo de comer, ¡o te como a tí!

La zorra respondió:
- Hay un campesino que tiene el sótano lleno de manjares: salchichones, jamones, quesos. Te lo mostraré.

- Bien. Pero esta vez no quiero sorpresas: ¡tú vienes conmigo!

Y los dos entraron al sótano del campesino por una estrecha grieta. El lobo se lanzó ávidamente sobre todos los manjares, pero la zorra, antes de cada bocado, pasaba por la grieta para asegurarse de que cabía en caso de peligro.

Así pasó un buen rato y la panza del lobo cada vez se inflaba más. El lobo se reía de las entradas y salidas de la zorra.

- ¿Por qué pierdes tanto tiempo en vez de comer? -se burlaba el lobo. -Yo no saldré de aquí hasta que no haya terminado con todo.

Justo en aquel momento, el aldeano, receloso por los ruidos, bajó a la bodega con una estaca. La zorra, ágil como al entrar, salió rápidamente de allí; pero el lobo, con la panza que se le había puesto, no pudo y quedó atrapado, llevándose los bastonazos.

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viernes, 5 de agosto de 2011

El cocinero y la grulla

Un rico marqués salió de caza y mató una grulla, dándosela luego a su cocinero para que la asara. El ave estaba tan gorda y apetitosa que el cocinero no pudo resistir la tentación de quitarle una pata y comérsela.

Cuando se sirvió el plato, el marqués se dio cuenta de que a la grulla le faltaba una pata y muy enfadado pidió explicaciones al cocinero.

- Las grullas tienen una sola pata -tuvo el descaro de responder el cocinero.
- ¿De verdad? Entonces mañana iremos a comprobarlo, al estanque, y si resulta que has querido burlarte de mí, vas a saber lo que es bueno.

Por la mañana, las grullas del estanque, como todas las zancudas, dormían en equilibrio sobre una sola pata.

- ¿Qué os había dicho? -sonrió socarronamente el cocinero.

El señor dio una palmada y las grullas, asustadas, pusieron en el suelo la otra pata y huyeron.

- ¡Así no vale! -protestó el cocinero. Ayer no disteis la palmada. Si lo hubierais hecho, también la otra grulla hubiera sacado la otra pata.

Por mentiroso y descarado fue encarcelado, teniendo sólo para comer pan duro y agua.

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lunes, 1 de agosto de 2011

El porquero

Un príncipe, para pedir la mnano de una princesa, le envió las cosas más bellas que encontró: una rosa y un ruiseñor.

El rey y todos los demás quedaron encantados con los regalos; sólo la princesa arrugó desdeñosa la nariz:

- ¡Esa rosa es de verdad, ni siquiera es de plata! ¡Y el ruiseñor está vivo, no es de cuerda!

El príncipe fue rechazado pero no se resignó. Se disfrazó y se puso a trabajar en la corte como porquero. En sus ratos libres fabricaba objetos raros para atraer la curiosidad de la princesa.

Una vez construyó una olla con cascabeles que sonaban cuando hervía el agua. Ella quiso comprarla a cualquier precio; el dijo que solo se la daría a cambio de un beso y la princesa aceptó.

El rey sorprendió a la hija besando al porquero y hubo un gran escándalo. Entonces, el porquero confesó que era un príncipe y ella quiso arreglarlo todo con el matrimonio; pero ahora fue él quien rehusó:

- Por una rosa y un ruiseñor no has querido a un príncipe, pero por unos cascabeles has besado a un porquero. ¿Sabes lo que te digo? Quédate con la cazuela y soltera.

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jueves, 28 de julio de 2011

El viejo "Sultán"

Un campesino tenía un perro muy fiel, llamado "Sultán", que se había hecho viejo en su servicio y ya no le quedaban dientes para sujetar su presa.

Un día, estando el labrador con su mujer en la puerta de la casa, dijo: - Mañana mataré al viejo Sultán; ya no sirve para nada.

La mujer, compadecida del fiel animal, respondió: - Nos ha servido durante tantos años, siempre con tanta lealtad, que bien podríamos darle ahora el pan de limosna.

- ¡Qué dices, mujer! -replicó el campesino-. ¡Tú no estás en tus cabales! No le queda un colmillo en la boca, ningún ladrón le teme; ya ha terminado su misión. Si nos ha servido, tampoco le ha faltado su buena comida.

El pobre perro, que estaba tendido a poca distancia tomando el sol, oyó la conversación y entróle una gran tristeza al pensar que el día siguiente sería el último de su vida. Tenía en el bosque un buen amigo, el lobo, y, al caer la tarde, se fue a verlo para contarle la suerte que le esperaba.

- Ánimo, compadre -le dijo el lobo-, yo te sacaré del apuro. Se me ha ocurrido una idea. Mañana, de madrugada, tu amo y su mujer saldrán a buscar hierba y tendrán que llevarse a su hijito, pues no quedará nadie en casa. Mientras trabajan, acostumbran dejar al niño a la sombra del vallado. Tú te pondrás a su lado, como para vigilarlo. Yo saldré del bosque y robaré la criatura, y tú simularás que sales en mí persecución. Entonces, yo soltaré al pequeño, y los padres, pensando que lo has salvado, no querrán causarte ya ningún daño, pues son gente agradecida; antes, al contrario, en adelante te tratarán a cuerpo de rey y no te faltará nada.

Parecióle bien al perro la combinación, y las cosas discurrieron tal como habían sido planeadas. El padre prorrumpió en grandes gritos al ver que el lobo escapaba con su hijo; pero cuando el viejo Sultán le trajo al pequeñuelo sano y salvo, acariciando contentísimo al animal, le dijo: - Nadie tocará un pelo de tu piel, y no te faltará el sustento mientras vivas. Luego se dirigió a su esposa: - Ve a casa enseguida y le cueces a Sultán unas sopas de pan, que ésas no necesita mascarlas, y le pones en su yacija la almohada de mi cama; se la regalo.

Y, desde aquel día, Sultán se dio una vida de príncipe.

Al poco tiempo acudió el lobo a visitarlo, felicitándolo por lo bien que había salido el ardid.

- Pero, compadre -añadió-, ahora será cosa de que hagas la vista gorda cuando se me presente oportunidad de llevarme una oveja de tu amo. Hoy en día resulta muy difícil ganarse la vida.

- Con eso no cuentes -respondióle el perro-; yo soy fiel a mi dueño, y en esto no puedo transigir.

El lobo pensó que no hablaba en serio, y, al llegar la noche, presentóse callandito, con ánimo de robar una oveja; pero el campesino, a quien el leal Sultán había revelado los propósitos de la fiera, estaba al acecho, armado del mayal, y le dio una paliza que no le dejó hueso sano. El lobo escapó con el rabo entre piernas; pero le gritó al perro: - ¡Espera, mal amigo, me la vas a pagar!

A la mañana siguiente, el lobo envió al jabalí en busca del perro, con el encargo de citarlo en el bosque, para arreglar sus diferencias. El pobre Sultán no encontró más auxiliar que un gato que sólo tenía tres patas, y, mientras se dirigían a la cita, el pobre minino tenía que andar a saltos, enderezando el rabo cada vez, del dolor que aquel ejercicio le causaba.

El lobo y el jabalí estaban ya en el lugar convenido, aguardando al can; pero, al verlo de lejos, creyeron que blandía un sable, pues tal les pareció la cola enhiesta del gato. En cuanto a éste, que avanzaba a saltos sobre sus tres patas, pensaron que cada vez cogía una piedra para arrojársela después. A los dos compinches les entró miedo; el jabalí se escurrió entre la maleza, y el lobo se encaramó a un árbol. Al llegar el perro y el gato, extrañáronse de no ver a nadie.

El jabalí, empero, no había podido ocultarse del todo entre las matas y le salían las orejas. El gato, al dirigir en torno una cautelosa mirada, vio algo que se movía y, pensando que era un ratón, pegó un brinco y mordió con toda su fuerza. El jabalí echó a correr chillando desaforadamente y gritando: - ¡El culpable está en el árbol!

Gato y perro levantaron la mirada y descubrieron al lobo, que, avergonzado de haberse comportado tan cobardemente, hizo las paces con Sultán.

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domingo, 24 de julio de 2011

La hucha

El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo más alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo.

Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:

-Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido.

¡El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared -pues bien sabían que tenían un reverso-, pero no es que tuvieran nada que objetar.

Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes más bastos.

-Cada uno tiene su mérito propio -dijo el cochecito-. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse.

El cerdo-hucha fue el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demás obraran en consecuencia; y así lo hicieron.

El pequeño teatro de títeres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarían con una representación teatral, luego habría un té y debate general; pero comenzaron con el debate; el caballo-columpio habló de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas especialidades, y de las que podían disertar con conocimiento de causa. El reloj de pared habló de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora que había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El bastón de bambú se hallaba también presente, orgulloso de su virola de latón y de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofá yacían dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podía empezar, pues.

Se sentaron todos los espectadores, y se les dijo que podían chasquear, crujir y repiquetear, según les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el látigo dijo que él no chasqueaba por los viejos, sino únicamente por los jóvenes y sin compromiso.

-Pues yo lo hago por todos -replicó el petardo.

-Bueno, en un sitio u otro hay que estar -opinó la escupidera.

Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la función. No es que ésta valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvían el lado pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sólo por aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se veían mejor. La muñeca remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó hacer algo en favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el panteón de la familia.

Se divertían tanto con la comedia, que se renunció al té, contentándose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres y mujeres», y no había en ello ninguna malicia, pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste fue el que estuvo cavilando por más tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarían demasiado pronto.

Y, de repente, ¡cataplum!, se cayó del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeñaba en salir a correr mundo. Y salió, lo mismo que los demás, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al día siguiente había en el armario una nueva hucha, también en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga, por lo que no podía matraquear, en lo cual se parecía a su antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al cuento.

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miércoles, 20 de julio de 2011

La planta de los enamorados

De pequeña, la hija del rey había perdido la palabra, a consecuencia de un gran susto, y desde entonces siempre estaba sola y triste. Su única alegría era cuidar las flores del jardín.

Un día, en medio de las flores, apareció una extraña planta que nadie había visto nunca. Desde el primer momento la joven le dedicó cuidados especiales. Pasaba horas y horas ante la planta y, aunque no fuera posible, parecía que le hablara, o hacía gestos como maravillada por lo que oía.

Al fin, el rey, creyendo que su hija estaba embrujada, fue y arrancó la planta.

- ¿Qué has hecho, padre? -exclamó la princesa; la impresión le había hecho recuperar el habla.

En el mismo instante, la planta se convirtió en un príncipe. La princesa contó a su padre que el príncipe había pedido a un hada que lo convirtiera en planta para estar cerca de ella. Era el 14 de febrero y parece ser que por ésto el día de San Valentín es la fiesta de los enamorados; como aquellos dos príncipes, que se casaron y fueron siempre felices.

Y todo gracias al amor de la princesa por las plantas.

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sábado, 16 de julio de 2011

El jugador

Un fulano estaba siempre jugando a las cartas y, como era hábil, afortunado y hacía algunas trampas, ganaba a todos.

Los hombres a quienes había reducido a la miseria reclamaron en el cielo y San Pedro mandó a la Muerte a buscarlo. Pero esperaron y esperaron, y el jugador no llegaba, ni tampoco llegaban más almas.

San Pedro mandó entonces a la tierra a un ángel y vio que la Muerte se había dejado tentar: había perdido y con la esperanza de desquitarse no se había levantado de la mesa, y por eso no había muerto nadie.

El jugador lo intentó también con el ángel pero no pudo tentarlo. El tahúr murió y fue al infierno. Nada más llegar, se puso a jugar con Lucifer y le ganó todos sus diablos; les ordenó que se pusieran uno encima de otro, y por aquella especie de escalera trepó y trepó hasta el paraíso.

San Pedro lo dejó pasar un rato; pero cuando ya llevaba ganadas las aureolas a un par de santos, lo precipitó al vacío. Al caer, su alma se hizo pedazos, y cada trocito cayó en el alma de otro jugador, apoderándose de ella para siempre.

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martes, 12 de julio de 2011

Los guisantes viajeros

Los guisantes creían que el mundo se reducía a la vaina que los contenía. Quedaron muy extrañados cuando se abrió la vaina y vieron tantas cosas nuevas.

"¿Qué nos sucederá ahora?", se preguntaron atemorizados.

La suerte que les estaba reservada era convertirse en proyectiles para la cerbatana de un niño, que los disparó lejos, y no volvieron a verse nunca más.

Uno se metió en la ranura del marco de una ventana y el musgo lo cubrió. Tras la ventana había una niña enferma, que parecía no tener fuerzas ni para vivir. Decían que ya era un milagro que hubiera sobrevivido al invierno... porque ya estaban en primavera.

Un buen día, mirando desde la cama, vio que en el alféizar de la ventana había nacido una planta. Dio un grito de alegría. La madre llevó la cama hasta la ventana para que la niña enferma pudiera ver mejor la planta. Al cabo de unos días, el guisante floreció y la enfermita tuvo fuerzas para levantarse y acariciar las flores.

Estaba mejor, y todo gracias a uno de aquellos guisantes viajeros.

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viernes, 8 de julio de 2011

El león, el lobo y la zorra

El león se estaba muriendo y todos los animales intentaban ganárselo para que los nombrara herederos. El lobo quiso poner en evidencia a la zorra por no haber venido a ver al soberano antes, pero ella llegó justo a tiempo para oírlo y quiso vengarse del lobo.

- ¿Quién te ama más que yo, que he dado la vuelta al mundo para buscar un remedio milagroso?

- ¿Y qué es? -dijo el león.

- Despellejar un lobo vivo y envolverte en su piel antes de que se enfríe -respondió la zorra.

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lunes, 4 de julio de 2011

El dragón y el cíngaro

Un cíngaro llegó a un pueblo desierto. Sólo quedaba un campesino y por él supo que el pueblo estaba asolado por un dragón, que cada día venía a comerse a alguien y que, al día siguiente, se los comería a ellos dos puesto que no había nadie más.

El cíngaro no se asustó y se quedó en el pueblo. A la mañana siguiente se oyó un gran estruendo y la tierra tembló: era el dragón que llegaba. Era gigantesco, pero el cíngaro salió a su encuentro y lo desafió.

- Cómeme si quieres, pero no conseguirás masticarme. Tendrás que tragarme entero y cuando esté en tu estómago te lo agujerearé y morirás.

- ¿Tan fuerte te crees? -se echó a reír el dragón. - ¡Hagamos una prueba!

Agarró una piedra y la apretó en sus garras hasta pulverizarla.

- ¡Bah! -se encogió de hombros el cíngaro. - De las piedras yo soy capaz de sacar agua.

En vez de una piedra, tomó astutamente un requesón y exprimió todo el suero. El dragón quedó tan impresionado que se fue y nunca más volvió.

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jueves, 30 de junio de 2011

Pulgarcito

En algún lugar del mundo, hace ya mucho tiempo, hubo una vez un pobre leñador y su mujer, que tenían siete hijos.

El más pequeño de todos era el más inteligente, y como su altura no era más que la de un dedo pulgar, le llamaban Pulgarcito.

Por aquellos tiempos hubo un hambre terrible en la región. Como el leñador y la leñadora no tenían comida para darles a sus siete hijos, decidieron dejarlos abandonados en el bosque cercano.

Pulgarcito, que se temía algo, escuchó la conversación de sus padres, se levantó de la caja de cerillas donde dormía y buscó por la cabaña las migajas de pan que habían quedado de la cena; después las guardó en uno de sus bolsillos.

A la mañana siguiente, los padres decidieron ir al bosque a buscar leña y así se lo comunicaron a sus hijos, los cuales se pusieron muy contentos, pues podrían jugar durante todo el día.

Pulgarcito, que sabía lo que iba a pasar, dejaba caer las miguitas de pan a lo largo del camino, para que luego pudieran volver a la cabaña donde vivían.

Después de unas horas, el leñador y la leñadora, con lágrimas en los ojos, los engañaron y se volvieron a casa, dejándolos perdidos. Pulgarcito, cuando llegó la noche, vio que no encontraban a sus padres, dijo a sus hermanos que él sabía cómo podían volver a casa; pero se enfureció mucho al comprobar que las migajas de pan que había dejado caer para conocer el camino, se las habían comido los pájaros.

Perdidos en el bosque, no sabían dónde dirigirse. Pulgarcito les dijo que buscarían un sitio donde poder dormir. Y, después de mucho andar, vieron a lo lejos una pequeña luz que salía de la ventana de una casa.

Los siete niños llegaron a la casa. Llamaron, y salió a abrirles una mujer gigantesca. Les dijo que se marcharan pues su marido, que era un Ogro furioso, los mataría. Pero al verlos tan asustados y con tanta hambre, les hizo pasar, les dio de cenar y los acostó en la misma cama de sus siete hijos, que dormían ya.

Cuando llegó el Ogro, notó que olía de una manera distinta a la de siempre; se acercó a la cama de sus hijos y, al ver que había otros siete, puso a los suyos una corona de oro y le dijo a su mujer:

- A los otros me los llevaré mañana y los mataré.

Pulgarcito esperó a que el Ogro y su mujer estuvieran dormidos y después colocó las coronas de oro a la cabeza de sus hermanos y él mismo se puso la última.

Por la mañana, cuando salió el sol, el Ogro se levantó y, sin advertir el cambio, tomó a sus hijos, los metió en un saco grande y se los llevó para matarlos.

Pulgarcito esperó a que el Ogro se marchara, despertó a sus seis hermanos y se dieron a la fuga. El Ogro, al darse cuenta de que había sido engañado por Pulgarcito, montó en cólera, regresó a su cabaña, se puso sus botas de siete leguas y empezó a buscar a los niños.

Después de mucho rato, se cansó y se tumbó a dormir al lado de un río. Pulgarcito se acercó con sigilo, le quitó las botas, se las puso sin pérdida de tiempo y se fue llevando a sus hermanos hasta un sitio seguro, muy lejos del Ogro.

Con las mágicas botas de siete leguas fue a ver al rey y le dijo que podía ayudarles a ganar la guerra contra un rey malo de otro país. El rey accedió, y Pulgarcito, con sus botas, ganó la guerra. El rey lo nombró su consejero especial y lo invitó a vivir en su palacio.

Pulgarcito pudo ayudar a sus padres y hermanos y vivieron felices durante toda su vida.

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domingo, 26 de junio de 2011

El charlatán, el rey y el burro

Hace mucho tiempo un charlatán se jactaba públicamente de ser capaz, gracias a ciertos poderes mágicos, de lograr convertir en un gran doctor hasta a un burro. El rey lo oyó y, para darle una lección, hizo como si le creyera.

- Llevadlo a las cuadras y dadle un burro -ordenó. Pagadle un buen sueldo durante diez años y, si para entonces el burro no sabe leer ni hacer cuentas, el maestro será ahorcado.

La sentencia, que pareció justa e ingeniosa, divirtió a los cortesanos. Uno de ellos se burló del charlatán:

- Será un bonito espectáculo cuando te veamos bailar en la horca.

El hombre le contestó, no sin razón:

Ya veremos si para entonces no habremos muerto tú o yo, el rey o el burro, porque parece inevitable que en diez años alguno de nosotros se muera. Y además, ¿sabes lo que te digo? Por mal que me salga, tú te reirás sólo el día que me cuelguen, y yo tendré diez años para divertirme viendo los esfuerzos que hacéis para ganaros la vida, mientras que yo no tendré más que embolsarme mi sueldo.

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miércoles, 22 de junio de 2011

El conejo que se casó

Un conejo estaba muy contento y la zorra le preguntó por qué.

- Me he casado -le contestó.
- ¡Felicidades! ¡Qué suerte!
- No tanta suerte: es vieja y mala como una bruja.
- ¡Qué desgracia!
- No tanta desgracia: su dote fue una casa estupenda.
- ¡Qué suerte!
- No tanta suerte: la casa se ha quemado.
- ¡Qué desgracia!
- No tanta desgracia: ¡la vieja estaba dentro!

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sábado, 18 de junio de 2011

Orlando y la flor encantada

Orlando estaba prometido con una huérfana. Esta descubrió un día que la mujer con la que se había casado su padre por segunda vez era una bruja que planeaba matarla. Para salvarse huyó con su amado Orlando, el cual robó a la bruja su varita mágica, para quitarle su poder.

La madrastra, al enterarse de su fuga, se enfureció muchísimo. Se calzó las botas de siete leguas y en un segundo alcanzó a los dos jóvenes; pero ellos la oyeron llegar y, gracias a la varita mágica, se transformaron, ella en una flor y él en un violín.

La bruja se dio cuenta de que la flor era su hijastra y quiso cortarla, pero el violín comenzó a sonar y, como estaba encantado, la bruja se puso a bailar frenéticamente, hasta que, agotada, murió. Pero antes se vengó: hizo que Orlando perdiera la memoria. Cuando cesó el efecto del encantamiento y el joven recuperó su figura, no se acordaba de que la flor era su prometida, así que se fue y la dejó allí.

Un pastor recogió la flor roja, la llevó a su casa y la plantó en un jarrón. Desde aquel día, cuando el pastor volvía a casa encontraba la cena lista y la casa arreglada. Comprendió que aquello debía ser un hechizo y un día se escondió en un armario; de esta manera descubrió que las labores las hacía la flor. Pronunció una fórmula maravillosa que le había enseñado una maga y la flor volvió a convertirse en una bella joven.

Poco tiempo después, todas las jóvenes del pueblo fueron invitadas a cantar en la fiesta del nuevo príncipe, que era precisamente Orlando. La voz de su amada le hizo recuperar la memoria: la reconoció y se casó con ella aquel mismo día. El pastor fue el padrino y todos fueron felices.

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martes, 14 de junio de 2011

Los trapos viejos

Frente a la fábrica había un montón de balas de harapos, procedentes de los más diversos lugares. Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio lenguaje, pero no nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos venían del interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a otro noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo ciudadano noruego o danés sensato y razonable.

Se reconocieron por la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus respectivas lenguas eran tan distintas como el francés y el hebreo.

-Allá en mi tierra vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje, mientras el danés prefiere su dulzona verborrea infantil.

Así decían los andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo tienen cierta autoridad reunidos en una bala.

-Nunca un andrajo danés podría hablar así -dijo el otro-. No está en nuestra naturaleza. Me conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses: bonachones, modestos, con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana nada, ciertamente. Pero no me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo demás, puedo asegurarle que conozco perfectamente mi propio valor, aunque no hable de él. No podrán reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro todo, no envidio a nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas veces es hacerlo. Pero dejemos ésto. Yo me tomo las cosas con buen humor; esta cualidad sí la tengo.

-No me hables en este tono blanducho de la tierra llana; me da asco -dijo el noruego, y, aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para trasladarse a otro.

Los dos fueron transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego pasara a ser una hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a una muchacha danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de una oda danesa en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas.

También de los andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de trapos viejos y se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena armonía y encierran bendiciones.

Ésta es la historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los andrajos.

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viernes, 10 de junio de 2011

La serpiente blanca

Hace ya de esto mucho tiempo. He aquí que vivía un rey, famoso en todo el país por su sabiduría. Nada le era oculto; habríase dicho que por el aire le llegaban noticias de las cosas más recónditas y secretas. Tenía, empero, una singular costumbre. Cada mediodía, una vez retirada la mesa y cuando nadie hallaba presente, un criado de confianza le servía un plato más. Estaba tapado, y nadie sabía lo que contenía, ni el mismo servidor, pues el Rey no lo descubría ni comía de él hasta encontrarse completamente solo.

Las cosas siguieron así durante mucho tiempo, cuando un día picóle al criado una curiosidad irresistible y se llevó la fuente a su habitación. Cerrado que hubo la puerta con todo cuidado, levantó la tapadera y vio que en la bandeja había una serpiente blanca. No pudo reprimir el antojo de probarla; cortó un pedacito y se lo llevó a la boca.

Apenas lo hubo tocado con la lengua, oyó un extraño susurro de melódicas voces que venía de la ventana; al acercarse y prestar oído, observó que eran gorriones que hablaban entre sí, contándose mil cosas que vieran en campos y bosques. Al comer aquel pedacito de serpiente había recibido el don de entender el lenguaje de los animales.

Sucedió que aquel mismo día se extravió la sortija más hermosa de la Reina, y la sospecha recayó sobre el fiel servidor que tenía acceso a todas las habitaciones. El Rey le mandó comparecer a su presencia, y, en los términos más duros, le amenazó con que, si para el día siguiente no lograba descubrir al ladrón, se le tendría por tal y sería ajusticiado. De nada sirvió al leal criado protestar de su inocencia; el Rey lo hizo salir sin retirar su amenaza.

Lleno de temor y congoja, bajó al patio, siempre cavilando la manera de salir del apuro, cuando observó tres patos que solazaban tranquilamente en el arroyo, alisándose las plumas con el pico y sosteniendo una animada conversación. El criado se detuvo a escucharlos. Se relataban dónde habían pasado la mañana y lo que habían encontrado para comer. Uno de ellos dijo malhumorado:

- Siento un peso en el estómago; con las prisas me he tragado una sortija que estaba al pie de la ventana de la Reina.

Sin pensarlo más, el criado lo agarró por el cuello, lo llevó a la cocina y dijo al cocinero:

- Mata éste, que ya está bastante cebado.

- Dices verdad -asintió el cocinero sopesándolo con la mano-; se ha dado buena maña en engordar y está pidiendo ya que lo pongan en el asador.

Cortóle el cuello y, al vaciarlo, apareció en su estómago el anillo de la Reina. Fácil le fue al criado probar al Rey su inocencia, y, queriendo éste reparar su injusticia, ofreció a su servidor la gracia que él eligiera, prometiendo darle el cargo que más apeteciera en su Corte.

El criado declinó este honor y se limitó a pedir un caballo y dinero para el viaje, pues deseaba ver el mundo y pasarse un tiempo recorriéndole. Otorgada su petición, púsose en camino. y un buen día llegó junto a un estanque, donde observó tres peces que habían quedado aprisionados entre las cañas y pugnaban, jadeantes, por volver al agua. Digan lo que digan de que los peces son mudos, lo cierto es que el hombre entendió muy bien las quejas de aquellos animales, que se lamentaban de verse condenados a una muerte tan miserable. Siendo, como era, de corazón compasivo, se apeó y devolvió los tres peces al agua. Coleteando de alegría y asomando las cabezas, le dijeron:

- Nos acordaremos de que nos salvaste la vida, y ocasión tendremos de pagártelo.

Siguió el mozo cabalgando, y al cabo de un rato parecióle como si percibiera una voz procedente de la arena, a sus pies. Aguzando el oído, diose cuenta de que era un rey de las hormigas que se quejaba:

- ¡Si al menos esos hombres, con sus torpes animales, nos dejaran tranquilas! Este caballo estúpido, con sus pesados cascos, está aplastando sin compasión a mis gentes. El jinete torció hacia un camino que seguía al lado, y el rey de las hormigas le gritó:

- ¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!

La ruta lo condujo a un bosque, y allí vio una pareja de cuervos que, al borde de su nido, arrojaban de él a sus hijos:

- ¡Fuera de aquí, truhanes! -les gritaban-. No podemos seguir hartándoos; ya tenéis edad para buscaros pitanza.
Los pobres pequeñuelos estaban en el suelo, agitando sus débiles alitas y lloriqueando:

- ¡Infelices de nosotros, desvalidos, que hemos de buscarnos la comida y todavía no sabemos volar! ¿Qué vamos a hacer, sino morirnos de hambre?

Apeóse el mozo, mató al caballo de un sablazo y dejó su cuerpo para pasto de los pequeños cuervos, los cuales lanzáronse a saltos sobre la presa y, una vez hartos, dijeron a su bienhechor:

- ¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!

El criado hubo de proseguir su ruta a pie, y, al cabo de muchas horas, llegó a una gran ciudad. Las calles rebullían de gente, y se observaba una gran excitación; en esto apareció un pregonero montado a caballo, haciendo saber que la hija del rey buscaba esposo. Quien se atreviese a pretenderla debía, empero, realizar una difícil hazaña: si la cumplía recibiría la mano de la princesa; pero si fracasaba, perdería la vida. Eran muchos los que lo habían intentado ya; mas perecieron en la empresa. El joven vio a la princesa y quedó de tal modo deslumbrado por su hermosura, que, desafiando todo peligro, presentóse ante el Rey a pedir la mano de su hija.

Lo condujeron mar adentro, y en su presencia arrojaron al fondo un anillo. El Rey le mandó que recuperase la joya, y añadió:

- Si vuelves sin ella, serás precipitado al mar hasta que mueras ahogado.

Todos los presentes se compadecían del apuesto mozo, a quien dejaron solo en la playa. El joven se quedó allí, pensando en la manera de salir de su apuro. De pronto vio tres peces que se le acercaban juntos, y que no eran sino aquellos que él había salvado. El que venía en medio llevaba en la boca una concha, que depositó en la playa, a los pies del joven. Éste la recogió para abrirla, y en su interior apareció el anillo de oro.

Saltando de contento, corrió a llevarlo al rey, con la esperanza de que se le concediese la prometida recompensa. Pero la soberbia princesa, al saber que su pretendiente era de linaje inferior, lo rechazó, exigiéndole la realización de un nuevo trabajo. Salió al jardín, y esparció entre la hierba diez sacos llenos de mijo:

- Mañana, antes de que salga el sol, debes haberlo recogido todo, sin que falte un grano.
Sentóse el doncel en el jardín y se puso a cavilar sobre el modo de cumplir aquel mandato. Pero no se le ocurría nada, y se puso muy triste al pensar que a la mañana siguiente sería conducido al patíbulo. Pero cuando los primeros rayos del sol iluminaron el jardín... ¡Qué era aquello que veía! ¡Los diez estaban completamente llenos y bien alineados, sin que faltase un grano de mijo! Por la noche había acudido el rey de las hormigas con sus miles y miles de súbditos, y los agradecidos animalitos habían recogido el mijo con gran diligencia, y lo habían depositado en los sacos.

Bajó la princesa en persona al jardín y pudo ver con asombro que el joven había salido con bien de la prueba. Pero su corazón orgulloso no estaba aplacado aún, y dijo:

- Aunque haya realizado los dos trabajos, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del Árbol de la Vida.

El pretendiente ignoraba dónde crecía aquel árbol. Púsose en camino, dispuesto a no detenerse mientras lo sostuviesen las piernas, aunque no abrigaba esperanza alguna de encontrar lo que buscaba. Cuando hubo recorrido ya tres reinos, un atardecer llegó a un bosque y se tendió a dormir debajo de un árbol; de súbito, oyó un rumor entre las ramas, al tiempo que una manzana de oro le caía en la mano. Un instante después bajaron volando tres cuervos, que, posándose sobre sus rodillas, le dijeron:

- Somos aquellos cuervos pequeños que salvaste de morir de hambre. Cuando, ya crecidos, supimos que andabas en busca de la manzana de oro, cruzamos el mar volando y llegamos hasta el confín del mundo, donde crece el Árbol de la Vida, para traerte la fruta.

Loco de contento, reemprendió el mozo el camino de regreso para llevar la manzana de oro a la princesa, la cual no puso ya más dilaciones. Partiéronse la manzana de la vida y se la comieron juntos. Entonces encendióse en el corazón de la doncella un gran amor por su prometido, y vivieron felices hasta una edad muy avanzada.

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